La identidad como problema
Mario Roberto Morales
Por qué nuestro orgullo nacional es tan débil.
Una contradicción constitutiva origina nuestro sentido de mismidad y a la vez nos mutila la identidad nacional: la que existe entre la fundación de naciones con Estados liberales, y las relaciones serviles sobre las que los criollos asentaron esas naciones.
Sólo a partir de una amplia base de pequeña propiedad agrícola se puede industrializar el agro estimulando un mercado interno a partir del cual la industrialización general se desarrolle sin gran costo social. Allí están los Estados Unidos para probarlo. Pero sobre una base económica feudal –productora incesante de campesinos sin tierra– es imposible fundar un Estado liberal que cree ciudadanía mediante la educación pública laica, gratuita y obligatoria, y que ofrezca salud y otros servicios cuyo funcionamiento haga que los ciudadanos se relacionen cordialmente con su Estado, dando lugar así a identidades nacionales basadas en el agradecimiento.
Si el Estado no se ocupa de su ciudadanía, ésta no desarrolla una relación afable con él y el orgullo nacional nace mutilado. Si a esto agregamos que la contradictoria nación criolla se fundó y se mantiene sobre la exclusión de “indios”, mestizos, negros, mulatos y zambos es fácil entender por qué éstos carecen de empatía hacia su Estado y por qué acusan una endeble identidad nacional. Esta identidad expresa siempre el tipo de relación que el ciudadano establece con su Estado-nación. Si ésta es agradecida, la identidad nacional es orgullosa y fuerte. Si provoca frustración, será vergonzante y débil. Y este es nuestro caso. Lo cual ha llevado a un avivamiento forzado de identidades étnicas por parte de grupos que dicen representar a las mayorías excluidas, cuando en realidad sólo se autorepresentan como beneficiarios de la cooperación internacional. Según esos grupos, su esencialismo identitario dota de cohesión, legitimidad e identidad a los excluidos. Pero esto no ocurre en la práctica. Ni ocurrirá mientras las reivindicaciones que esgriman se agoten en un culturalismo sin base económica.
Estas son las causas materiales que originan todos los síntomas de nuestra constitutiva malformación identitaria, la cual se expresa en innúmeras formas de interdiscriminación étnica que hacen de nuestra interculturalidad una amarga relación conflictiva.
Entre nosotros la mestización es la norma (y no la excepción) que articula las diferencias culturales. Éstas no son “puras”, sino mestizadas. Lo cual no anula las diferencias. Las hace mestizas. La incomprensión de esta verdad lleva a algunos exaltados a abrazar purismos identitarios que tornan nuestras diferencias en otredades irreconciliables. El error brota de la ignorancia de la propia historia. Y ésta surge a su vez de que el Estado-nación criollo no desarrolló un sistema educativo que incluyera a toda la ciudadanía en el conocimiento de su trayectoria vital, y tampoco escribió una historia que nos contuviera a todos en sus relatos.
Por eso es que la identidad es un problema para nosotros. La solución está en fundar un Estado que contribuya a superar el régimen en el que se asienta la debilidad identitaria, incluyéndonos a todos en el empleo, el salario y el consumo, así como en los derechos de la ciudadanía. La corrección política que victimiza a la subalternidad étnica –y que escamotea la explotación que posibilita el racismo– sólo sirve para complicar el problema de la identidad.
Esta identidad expresa siempre el tipo de relación que el ciudadano establece con su Estado-nación. Si ésta es agradecida, la identidad nacional es orgullosa y fuerte. Si provoca frustración, será vergonzante y débil. Y este es nuestro caso.
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