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César Barrientos

Gerardo Guinea Diez
gguinea10@gmail.com

La semana pasada se cumplieron dos años de la muerte del magistrado de la Corte Suprema de Justicia, César Barrientos Pellecer. Su labor en la Cámara Penal catalizó un proceso de recomposición en la impartición de justicia. Sus aportes fueron mayúsculos, aunque hoy casi nadie hable de ello. Barrientos tuvo la pericia suficiente como para constituirse en un jurista eficiente y honrado. Pero, sobre todo, fue un buen hombre que se consagró a su país. Quienes lo conocimos, atestiguamos su obcecación por una idea: luchar contra la corrupción y la impunidad. Y en esos varios y múltiples esfuerzos estriba su grandeza.

Lo conocí hace más de 30 años. De modales suaves, su cordialidad desafiaba cualquier asomo de incordio. Aún recuerdo un memorable desayuno en un pequeño restaurante en la carretera costera de Chiapas. Jamás he vuelto a reír tanto como esa vez, escuchando las anécdotas de algunos personajes de Quetzaltenango, de donde era originario. Lector incansable, también fue un potente escritor. Fui su editor a lo largo de casi dos décadas. Luego de varios años de no vernos, un octubre de 1994, recién desembarcado de mi larga travesía por México, nos encontramos en una calle del Centro Histórico. Ese día convenimos publicar Derecho Procesal Penal Guatemalteco, que de hecho se convirtió en la primera obra editada por Magna Terra en Guatemala. La última fue la reedición de Los poderes judiciales, talón de Aquiles de la democracia, en 2013.

Como sea, atesoraba libros, esos inutensilios como los define el escritor mexicano Eloy Urroz. Gracias a su esfuerzo, se modificó el Código Procesal Penal. Trabajó con Edmundo Vásquez Martínez, otro gran jurista, que manejaba su carro sin seguridad cuando fue presidente de la Corte Suprema de Justicia. Tuve el privilegio de conocer la biblioteca de Vásquez Martínez, una delicia para los ojos que atesoraba un sinfín de literatura en español.

Los últimos meses de su vida hubo de enfrentar presiones, calumnias, chantajes. Supeditó su actuar a pocas reglas, entre ellas, que los principios no son negociables. Ello le valió sinsabores y desvelos. Su desmesurada honradez pronto se volvió un tren que chocaría con el espíritu maligno que subyace en el ser humano. Oscuros poderes lo arrinconaron con una pretensión: su rendición. Fracasaron y la vigencia de su trabajo es la mejor refutación. Todavía recuerdo su féretro en el edificio del Organismo Judicial en Mazatenango. Todo ahí se parecía al cuadro de Goya, Saturno devorando a su hijo. Algo de una terrible valentía se mantenía a flote y un silencio suficiente se arraigaba como una luz de la mirada. Luminoso y sombrío, su sacrificio fue, de algún modo, la derrota de aquellos que un año después enfrentarían los procesos impulsados por la CICIG. Prefirió quitarse la vida y salvar a su familia que claudicar. Creo que tuvo la clarividencia de que su desmesura, su caída, tarde o temprano, sería su victoria. En otras palabras, su integridad, de curso corriente, se volvió leyenda y palabra, la más serena, la más fértil, la que no cayó en tierra baldía.

Supeditó su actuar a pocas reglas, entre ellas, que los principios no son negociables. Ello le valió sinsabores y desvelos.

Los últimos meses de su vida hubo de enfrentar presiones, calumnias, chantajes. Supeditó su actuar a pocas reglas, entre ellas, que los principios no son negociables.

Fuente: Siglo21 [http://www.s21.com.gt/fiticon/2016/03/08/cesar-barrientos]

Gerardo Guinea Diez
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