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Cantar la vida

Gerardo Guinea Diez
gguinea10@gmail.com

En octubre, el periodista Guillermo Abril le preguntó a Santiago Calatrava si perseguía la gloria. Su respuesta fue repetir unos versos de Machado. “Entonces, ¿qué busca?”, insistió Abril. “Lo mismo que Machado, botellas de náufrago”, precisó el polémico arquitecto. Es el caso de Mario Rosas, un profesor de literatura, originario de Quezaltepeque, Chiquimula, de quien fui alumno entre 1972 y 1973. Nunca buscó la gloria, a pesar de sus enciclopédicos saberes. Durante dos años, sus alumnos nos acercamos alrededor de 200 escritores de todas las épocas. Como sea, mucho de lo que es mi vida está marcado por su magisterio y su visión del mundo.

Gerardo Guinea Diez

Descubrir a Flaubert, Sthendal, Tolstoi, Octavio Paz, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, entre otros, sembró en muchos, la semilla de la curiosidad intelectual. Pocas personas he conocido que supieran tanto de literatura. Nunca impartió teoría literaria, siempre iba directo a las obras y a los autores. De algún modo, conversaba con ellos y con nosotros, creando un ambiente de empatía y gozo. Esos fueron los ejes que vertebraron su existencia. Sus clases eran una especie de festines burlescos, porque establecía líneas paralelas entre su vasto manejo del conocimiento con anécdotas de su pueblo.

Ahora que ha muerto Mario, creo que el concepto carpe risum (el goce profundo de estar vivo) que a su vez da título al último libro de Ernesto de la Peña, ese gran humanista mexicano, traductor de Valéry, Mallarmé, Novalis, Rilke, bien podría aplicarse a este emérito profesor guatemalteco. De la Peña, transita por la vida y obra de Francois Rabelais, autor que seguramente conocía Rosas.

Su método era sencillo y sin rebuscamientos académicos. Al inicio del año, establecía que para aprobar el curso, cada uno debía leer diez títulos y exponer ante el aula de qué iba la obra. Comentaba, tutelaba, y concluía con nosotros la importancia de la obra, del autor, nada más. Por supuesto, de pronto introducía anécdotas sobre la vida del escritor, sus influencias, sus tormentos y la impronta que dejaron en la memoria de la literatura universal.

Desde agosto teníamos una conversación que nunca se llevó a cabo. Me entusiasmaba verlo después de 43 años y reconstruir algo de esa maravillosa geografía literaria que tan generosamente compartió con veinte muchachos que apenas empezaban a asomarse al misterio y a la esencia del vivir. El poema de Carlos Pellicer, “El canto del Usumacinta”, establece cierto paralelismo con su fe por la palabra y la belleza: “Porque del fondo del río / he sacado mi mano y la he puesto a cantar”. Eso hizo, sacar sus manos para ofrecernos el milagro del verbo y la “rosiclería del acento”, como reza un soneto inédito de Pellicer. También nos dotó de principios y valores más allá del mero hecho literario. Nos señaló con paciencia y sabiduría, lo que bien definía el filósofo español, Francisco Fernández Buey: “Muchos de los derechos de hoy fueron conquistados por perdedores de ayer”.

Gerardo Guinea Diez
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