Carlos López
La primera plana de The New York Times del 20 de junio de 1899 resaltó que en la Conferencia Anual de la Federación Americana de Sionistas, realizada en Baltimore, Estados Unidos, se acordó invadir y colonizar Palestina. 125 años llevan los que se autodenominan elegidos de Dios dedicados al saqueo, al despojo, a la miserable empresa de conquista. El 14 de mayo de 1948, los bandoleros sionistas proclamaron su independencia y crearon el estado de Israel. David Ben-Gurión, presidente de la Agencia Judía, fue elegido primer ministro, y Jaim Weizmann, presidente de la Organización Sionista Mundial, fue designado primer presidente del estado sionista. El 11 de mayo de 1949, Israel usurpó el lugar 59 como miembro de la Organización de las Naciones Unidas.
En 2024, por fin, después de 8 meses de genocidio en Palestina, donde Israel ha masacrado a más de 18 mil niños y dejado en la orfandad a más de medio millón, la ONU incluye a Israel en la lista negra de la vergüenza de países que matan niños. El cínico Benjamín Netanyahu —que ya superó a Adolfo Hitler—, tras la decisión de la ONU, declaró: «El ejército israelí es el más moral del mundo y la resolución de la ONU es ridícula». Así califica el inmoral carnicero al ejército que roba joyas y dinero de los hogares palestinos destruidos; que graba videos disparando contra personas que corren para salvar la vida; que besa y abraza los tanques que usan para bombardear escuelas, casas de campaña, hospitales, mezquitas, mercados; que baila y canta frente a las cámaras al ver los ríos de sangre que corren entre el polvo de la devastación; que bloquea, decomisa y destruye la comida que transportan furgones de ayuda internacional; que golpea de manera salvaje y rompe con sus ametralladoras los brazos de niños, para que «ya no vuelvan a tirar piedras». Gaza tiene la mayor población de niños amputados de todo el planeta; hay niños de menos de un año de edad sin brazos, sin piernas, con el cerebro de fuera; hay niños que gritan que prefieren la muerte antes que seguir viviendo el infierno sionista.
Itamar Ben-Gvir, ministro de Seguridad Nacional de Netanyahu, invadió Jerusalén con una turba de supremacistas sionistas y gritó que toda Palestina es suya: «Tengo un mensaje para cada casa en Gaza: Jerusalén es nuestra, la Puerta de Damasco es nuestra, la Mezquita de Al-Aqsa es nuestra. Lo decimos simplemente: toda Palestina es nuestra». Milicias de colonos israelíes prendieron fuego a árboles de olivo palestinos en la aldea de Burqa, al este de Ramallah, en la Cisjordania ocupada. El ejército «más moral del mundo» —y el más cobarde— lanza fósforo blanco en sus ataques aéreos y asesina a la población indefensa.
Ni Francisco, el papa de los católicos, ni Tenzin Gyatso, el líder político de los budistas, se han pronunciado contra las atrocidades del régimen sionista. De los evangélicos (que ya igualan en cantidad a los católicos en algunos países, como Guatemala) no se espera nada; ellos en todos los servicios religiosos se dedican a lanzar loas a los genocidas sionistas, a quienes tratan de emular.
Los escritores tampoco dicen algo; a ellos sólo les preocupa el cheque mensual de la beca del gobierno para comprar su droga y que les llegue la inspiración para su próximo melcochoso poema a la amada; inventan literatura fantástica para no ver la realidad, que supera cualquier fantasía.
Los gobiernos no rompen relaciones diplomáticas con Israel. Hacen pronunciamientos tibios. Anteponen los intereses económicos a la vida de las personas; son sirvientes del inmenso poder del sionismo.
Malditos sean por siempre.
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