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Política mediocre, democracia enferma

José Manuel Torres Funes

Entre la cantidad innumerable de fotografías que dan cuenta de la salida de Inglaterra de la Unión Europea, hay una en particular, la de Nigel Farage, quijada batiente, en la calle, con banderines y en pleno festejo, que probablemente resume el espíritu mediocre de este evento histórico europeo.

Farage es uno de los políticos más vulgares que tiene Europa, y un campeón de la arena política británica.

El Brexit, de cierta manera, es su obra. Una victoria que cuenta más que una elección presidencial y que de paso, derriba al primer ministro, David Cameron, que ya estaba en la cuerda floja desde “los papeles de Panamá”.

Se puede decir que la movilización masiva que convocó el referéndum fue animada por las promesas demagógicas y xenofóbicas de Farage, sin embargo, prueba de que el post Brexit será otra cosa, es que apenas unas horas después del jolgorio, el político empieza a desdecirse y aceptar públicamente que exageró en sus promesas de campaña.

Los ingleses votaron a favor del Brexit porque se vendió como la doble oportunidad que permitirá al país repuntar en términos económicos, mejorar la inversión social y reforzar su identidad nacional.

Se puede decir que la movilización masiva que convocó el referéndum fue animada por las promesas demagógicas y xenofóbicas de Farage, sin embargo, prueba de que el post Brexit será otra cosa, es que apenas unas horas después del jolgorio, el político empieza a desdecirse y aceptar públicamente que exageró en sus promesas de campaña.

Basta ver la tranquilidad de los mercados, que de paso tienen sus cuarteles generales en Londres, para saber que no habrá ninguna transferencia sustancial de líquido para reinvertirse en el terreno social, como prometió Farage.

El Brexit es una “revuelta” profundamente neoliberal y nada indica que habrá algún cambio, no al menos el que esperan los incautos electores. Por si quedara alguna duda, el mismo Farage declaró en una entrevista con la BBC que su plan de mejora del servicio de salud no es viable (la reforma del sistema sanitario con el dinero que se «fugaba» para la UE fue uno de sus argumentos fuertes de campaña).

Ahora bien, el tema de la identidad nacional es más delicado, porque la posición de Inglaterra marca un retroceso de carácter civilizatorio. Y como lo prueba la historia, es más fácil cambiar una civilización que convencer a un banquero.

Detrás de los discursos nacionalistas que azuzaron a los votantes, está la vieja idea de la “pureza” racial y cultural. Aquí, todavía hay un amplio margen de maniobra.

El Brexit es el primer ensayo contundente para ver si un país europeo consigue transformar en verdadera “cabeza de turco” la migración y los sentimientos anti-musulmanes.

En el ideal de políticos como Farage, Le Pen en Francia, Wilders en Holanda o Hofer en Austria, por citar las figuras más rimbombantes de la ultraderecha europea, está el de impulsar otros referéndums, para consultar a la ciudadanía si quieren cerrar las fronteras terrestres o dar el «sí» a un proceso masivo de deportación de musulmanes.

No son escenarios imposibles, más si se toma en cuenta que estos rebrotes fascistoides suelen ser instrumentalizados por las clases dirigentes tradicionales para introducir políticas anti-migratorias más severas o para justificar comportamientos estatales más autocráticos.

A pesar de sus problemas, los pueblos europeos no dejan de ser por muchas razones y con distancia, el archipiélago del mundo más privilegiado y con mejores avances a nivel de desarrollo social y político, por lo que se puede esperar un contrabalanceo de peso.

No obstante, en este forcejo, la democracia es estirada como si fuera un elástico y poco se toma en cuenta que un día se puede romper.

Es triste constatar cómo apenas se cuestiona la existencia en el corazón de Europa de un gobierno ultranacionalista como el del primer ministro húngaro Víktor Orbán, y que, por otro lado, a Grecia se le reprima severamente por tener el valor de cuestionar el sistema económico.

Hace veinte años se esperaba que la UE sería el instrumento modelo de la democracia participativa y de la unión regional, y que, por fin, el enorme bagaje cultural de este continente se pondría al servicio de la economía y la política. En la actualidad, al escuchar las fofas intervenciones públicas de Ángela Merkel o de François Hollande, se comete la aberración de extrañar a Helmut Kohl o a François Mitterrand, con la excusa de que siendo lo que eran, al menos se trataba de verdaderos estadistas.

Pero no, la regresión es completa, y quizá anterior a la memoria más reciente. Los estadistas no volverán, pero los políticos del corte Mussolini o Miklós Horthy, tienen en sus nuevas figuras del populismo de ultraderecha, a sucesores que sueñan con estar a su altura.

En la actualidad, al escuchar las fofas intervenciones públicas de Ángela Merkel o de François Hollande, se comete la aberración de extrañar a Helmut Kohl o a François Mitterrand, con la excusa de que siendo lo que eran, al menos se trataba de verdaderos estadistas.

José Manuel Torres Funes