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El arte frente al naufragio

José Manuel Torres Funes

Mutamos, nos convertimos, nos radicalizamos, pero es raro que cambiemos. El paso simple se nos complica. La tragedia de Samsa es que una vez convertido en insecto, se dio cuenta que pese a su “miserable” vida anterior estaba mejor como vulgar burócrata que como cucaracha.

Ahora no. Ya sea en América Latina o en Europa, donde he podido vivir largos años, he visto cómo batallones de jóvenes armados de un profundo deseo de cambio, mal conducido, reivindican con orgullo y con odio, haberse “radicalizado” para marchar francamente hacia la aceleración final de su proceso de “desintegración” familiar, social y cultural.

Estos son años de tristes éxodos, migraciones físicas y mentales, que han sometido también a la literatura. Escribimos historias maniatadas por los medios de comunicación, por el mercado, por los lenguajes y discursos imperantes que nos demandan hacer de este oficio que en teoría requiere de una sumersión imaginativa extraordinaria y de una gran disciplina para investigar, una cacería brutal y convenenciera de la coyuntura.

No se trata de vivir con la cabeza entre las nubes, menos de imitar los modelos Vilas-Matas; la ficción lo que necesita es defenderse con el arma que siempre usó: el arte. El arte nos rescata del vacío, nos devuelve el credo perdido o intuido. La falsa seguridad que nos brinda este tiempo, es la de hacernos suponer que podemos ser dueños de todas las certezas, cuando en realidad somos menos profundos, menos exhaustivos, menos originales, más mediocres. Y como personas falsamente sólidas, salimos a un mundo de imágenes reconfortantes para estrellarnos con la única verdad incambiable: que la vida sigue siendo dura y que, en teoría, la mejor manera de sobreponerse a las dificultades, es haciéndoles frente sin tomar atajos.

Este mundo que perfecciona tecnológicamente la fabricación de los espejismos, nos vuelve presas fáciles de la corrupción de las virtudes, de la desnaturalización de nuestros auténticos talentos.

Nos perdemos con más facilidad y los caminos para volvernos a encontrar casi siempre o están atascados de otros que se buscan, o son muy oscuros como para que osemos adentrarnos. Pese a la imposición de las ilusiones, el arte, sobresale como la verdadera dimensión “virtual” de nuestra existencia, el apoyo necesario y seguro para ayudarnos a vivir una vida verdadera. Sin arte no entramos en los espacios de representación que hacen visibles nuestro ser comunitario, el que precisamente estamos extraviando.

El arte es ese otro “yo”, es la voz coral de Joyce, de Rulfo, de Homero, que se eleva como una consciencia por encima de nuestra individualidad, que sobrevuela incluso este parque industrial de Manosque consiguiendo que nuestras voces traspasen sin dificultad los techos, que son por tanto infranqueables a la nieve, al calor o a la misma energía nuclear.

Se nos repite que ya no es una época de idealismos y efectivamente, solemos ver los idealismos tan equivocados de camino, tan dirigidos por falsos profetas, que perdemos la esperanza. La idea de colectividad, de comunidad o de socialismo se nos suele presentar bajo formas grotescas, bajo nuevas reglas definidas por los mismos insaciables de poder que dan de beber a sus seguidores, ansiosos de creer en algo, el agua con la que se lavan los dientes.

La literatura, ya sea en su práctica o lectura, es un proceso de largo plazo donde no hay respuestas evidentes ni retribuciones inmediatas, donde, si bien es difícil “ganarse la vida”, la promesa de alargar la existencia propia sí es alcanzable.

En nuestros años universitarios, compramos con mis hermanos todos los tomos de “En búsqueda del tiempo perdido”, de Proust, que es una de las sagas más aburridas que se escribieron jamás, sin embargo, de la mano de Swann y toda la legión de personajes de esa obra inmensa y extraña, descubrí que la literatura me enriquecía no solamente de manera intelectual o mental, pero que también se apoderaba de mis propias rutinas.

Tras leer los primeros dos tomos noté que los personajes de Proust se despertaban –en su narración– a la misma hora que yo, tomábamos el desayuno juntos, después también almorzábamos al mediodía, coincidíamos en todo; al atardecer, cuando las energías físicas comienzan a ceder al cansancio, yo también experimentaba los pensamientos de las cuatro o cinco de la tarde, igual que ellos; y en la noche, de nuevo, después de cenar, de manera incomprensible, había un subidón.

Proust me demostró que existe el alma, que se puede poblar de palabras, o de pájaros y que nada tiene que ver con la religión, sino es la religión de creer en nuestra vida.

Ahora que con mi esposa somos padres y que han pasado los meses y que nuestra hija por las mañanas se despierta con nosotros, que almuerza igualmente, a las doce o doce y media y que en la tarde tiene ganas de jugar o que por ahí a las cinco y media ya le da un poco de sueño, pero que resiste porque sabe que si deja pasar un tiempo, volverá a recobrar las energías, en fin, ahora que soy padre y que conozco el curso y el ritmo de una vida que uno está creando y acompañando, comprendo mejor que la ficción o el arte en general, si se lo permitimos, será también nuestra madre y nuestro padre, nos ayudará a salir de problemas, nos dará la mano para ayudarnos a caminar, nos dará de comer, nos dormirá y nos despertará entre sus brazos. Es estúpido, no encuentro otra palabra mejor, darle la espalda al arte y acumular con su vacío otra orfandad más en este mundo que ya de por sí busca desampararnos.

Proust me demostró que existe el alma, que se puede poblar de palabras, o de pájaros y que nada tiene que ver con la religión, sino es la religión de creer en nuestra vida.

Fuente: Escribir la vida

José Manuel Torres Funes