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Palabras de odio

José Manuel Torres Funes

Los que conocemos bien Honduras, sabemos que el amor y el odio, son mellizos que comparten la misma cuna. Uno de los dos, en algún momento, termina por echar al otro de la cama.

Cuando hemos dejado que nuestra lengua odie – indiferentemente de nuestra clase social– solemos estar dispuestos a asumir sin contrariarnos demasiado, el orden de las relaciones de poder. Parecería que una cosa y la otra no tienen nada que ver.

Pero si se piensa, por ejemplo, en la jerarquía militar, quizá esta opinión se sugiera con más obviedad.

La arquitectura de las relaciones de poder está basada en la impunidad y en el principio de la naturaleza supuestamente incuestionable de la autoridad que se reproduce primeramente a través del discurso, más precisamente del habla. Desde la primera infancia aprendemos a destruir la moral de los otros y a que también nos la destruyan. Esto se puede hacer a golpes, pero sobre todo se hace con la lengua, con palabras.

Cuando entramos a formar parte de la arquitectura de las relaciones de poder, por ejemplo, como miembros de un partido político, nuestra moral y nuestra prominencia individual –a menos que heredemos directamente el poder– se someten inmediatamente a la moral del partido, que está por encima de la nuestra y que se transmite de forma verbal. No hace falta decir qué tipos de personas nos convertimos cuando servimos a instituciones inmorales…

La mayor parte de las personas tienen diversas resistencias a esta dualidad, pero casi siempre, por no decir todo el tiempo, su yo más íntimo, sale perdiendo.

Lo mismo pasa en el Estado, las iglesias, las maras, las organizaciones criminales, el ejército, la empresa privada, los medios de comunicación, los movimientos sociales.

En Honduras somos justamente las personas que no podemos ser, por eso mismo con tanta frecuencia nos terminaremos convirtiendo en lo que odiamos. No solamente la hondureña, las sociedades contemporáneas se calcinan con el fuego de los pensamientos extremos.

La realidad pareciera orillarnos, a los que no nos queremos someter a estas formas de arquitectura del poder o que no nos circunscribimos en un pensamiento que incita diversas formas de odio, a hacer las cosas sin compañía de nadie, a relegarnos en micro-mundos, a excluirnos, a irnos del país, a desarrollar un carácter gregario y hermético, empujándonos a formas pronunciadas de individualismo en las que, por otra parte, empezamos a creernos dueños de la verdad, una verdad, por cierto, sin patria.

A veces parecería que cualquier decisión que tomemos, nos convoca a un mismo destino, irrefutable, el de parias.

Son raros los espacios verdaderamente públicos que están libres de odio o de la arquitectura opresiva de las relaciones de poder, ni siquiera el transporte público.

La lucha para evitar que estas opresiones entren a formar parte de nuestro sistema de valores suele ser dura y solitaria –en el país es más fácil volverse homofóbico, racista, sexista, clasista, deshonesto, conservador, etcétera, que lo contrario.

Ahora bien, aun construyéndonos como individuos sólidos e íntegros, difícilmente nos escapamos de reproducir la visión tergiversada de los otros y del país.

¿En qué ampararnos? ¿En qué creer? Ni siquiera su poderoso amor por Honduras, impidió que Clementina Suarez, a los ochenta y nueve años de edad, muriera vilmente asesinada en su casa, ella que decía:

Hoy quiero construir y destruir,
Levantar en andamios la esperanza.
Despertar al niño, arcángel de las espadas, ser relámpago, trueno con estatura de héroe para talar,/
arrasar, las podridas raíces de mi pueblo.

Quiero creer, para el caso, en la fuerza de estos versos de Oscar Acosta, pero sinceramente dudo mucho de nuestra facultad para separar la patria del odio:

Mi patria es altísima
No puedo imaginármela bajo el mar
O escondiéndose bajo su propia sombra.
Por eso digo que más allá del hombre,
Del amor que nos dan en cucharadas,
De la presencia viva del cadáver,
Está ardiendo el nombre de la patria.

¿En qué ampararnos? ¿En qué creer? Ni siquiera su poderoso amor por Honduras, impidió que Clementina Suarez, a los ochenta y nueve años de edad, muriera vilmente asesinada en su casa…

Tomado del libro Escribir la vida

José Manuel Torres Funes