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Anahí Barrett

La luz del medio día le resultaba insoportable. El roce y olor de la gente, los empujones, la sensación de ser una res más conducida por ese pópulo aglutinado hecho manada. 15 de agosto: la feria. Una inquietud ansiosa poco a poco fue apoderándose de todo el escenario interno. Y finalmente volvió a recordar sus palabras: “no me terminó de gustar ese jueguito de anoche, espero que entienda, ya no puedo verle más, fue un gusto”. Aún conservaba la sensación de posesión hecha irritación… dolor vaginal. Había sido suya… su hembra… su puta una y otra vez aquella tarde. Y hoy no era más que esa persona que inspiró la frase hueca: “fue un gusto”, que le atravesaba toda, haciéndola sentirse sola, desamparada, desvalida, vacía, destinada irremediablemente a volver a su domesticada cotidianidad, a la predecible vida en pareja, a la maternidad impuesta, a los típicos almuerzos familiares.

La gente se acordonaba en largas colas en los juegos mecánicos. Pensó en la tragicomedia, herencia criolla, de este país. Se lanzan como aves carroñeras a un trozo de carne descompuesto, sin pensar, sin cuestionar, movidas únicamente por el instinto banal de la búsqueda de placer. Pensó en ella misma. El olor rancio del aceite se asentó aún más en el ambiente, en sus fosas, y llegó punzante a su cerebro. Tuvo náuseas. Su tragicomedia le revolvió las tripas. Quería salir corriendo, quería buscarlo, quería rogarle que no le abandonara, quería suplicarle que la hiciera suya de nuevo… para siempre, quería ser penetrada por él una y otra vez. Pero no lo hizo. Se quedo allí, decidiendo ser una res más de la manada, agobiada por las perlas de sudor en todo el cuerpo, por la náusea del aceite de garnacha… por su destino.

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Anahí Barrett
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