Anahí Barrett
Me despertó una agitación corporal acompañada de una sensación de humedad, que abarcaba más que mi vagina. Se trataba de un rocío anatómico generalizado. Eran las tres de la madrugada. Me entregué a deleitarme, ya en el plano consciente, con mi reciente alucinación nocturna. Ejercí mi derecho de, reiteradamente, evocarlo recorriéndome la espalda deteniéndose en cada uno de los puntos de mi extendido tatuaje vertical, besarme el cuello, lamerme las ingles, penetrarme, jadeante y sudoroso, las entrañas. No tuve más opción que, siempre en el plano consciente, darle resolución a aquella condición para poder retomar la tarea de la reparación en la irrealidad… con la esperanza de reencontrarlo en ella.
El alba se acompañó con un mensaje de mi futuro amante. Nos entregamos a construir los detalles de nuestro primer encuentro después de 34 años de no vernos. Decidimos que la magia tuviese lugar en mi casa y no en un prosaico cuarto de motel. Cocinaríamos una paella de cajita traída por él de Miami o una pasta al pesto. Bailaríamos un buen bolero, tomaríamos un buen wiski y quizá también un tinto argentino. Luego nos exploraríamos hasta colonizar toda nuestra corporalidad fusionada.
La espuma producida por el jabón “champagne” mezclada con las sales de chocolate y cardamomo de mi acostumbrada sesión de tina nocturna sabatina, me acariciaba y cumplía obedientemente su tarea de transportarme a esa dimensión gaseosa de sentirme otra. Mientras observaba mi redondeado abdomen al ponerme la bata de baño, escuché el sonido de un mensaje en mi celular. Sabía que era él: “Somos juglares de la condición humana, vos y yo. Cantautores sin guitarra, nigromantes de ocasión, bohemios sin remedio… humanos” “Vos sos crisol y bóveda, penumbra y resplandor, vértigo y sueño” “Sos mi caja de resonancia”.
Y nuevamente el apetito con matices de cuerpo y mente se instaló. Había, otra vez, logrado su objetivo: seducirme a partir del profundo conocimiento capitalizado sobre el funcionamiento de mi psique.
Al verlo alejarse en su auto desde mi acera, puntualmente una hora posterior al “después”, recordé mi reciente aseveración escrita con exactamente dos horas de añejamiento: “Yo tomé la decisión de descartarte en términos de mi amante… ocasional”. No pude evitar sonreír, sabiendo que el ciclo volvía a reciclarse. Quizá esta vez en un bucle con vagos contrastes.
Pero mi sabiduría interna me gritaba que la vertebración de lo “nuestro” seguiría atrapado en lo que Bunbury musicalizó magistralmente en su frase: “Me calaste hondo y ahora me dueles”.
Era ineludible terminar aquella velada sirviéndome la última copa de mi tinto argentino escuchando “Infinito”, amparada por mi perpetuo ejercicio emocional de solazarme en él. Justo antes de acomodarme en medio de mis sábanas rojas, mi futuro amante me escribía: “Cómo va todo? …Te escribo luego, que tengo a mi esposa al lado”.
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