La sombra del campanario duerme a la luz de la luna. Un suspiro del viento mueve las ramas de los árboles del parque. Todo es silencio, ternura y expectativa. A lo lejos se escuchan las notas de las marchas fúnebres, mientras se elevan al cielo fundidas con el humo del incienso.
Sus ojos son mariposas que quieren descansar. Pero aún vuelan en la oscuridad y la dulce niebla del Viernes Santo. Desde hace mucho tiempo no duerme bien, junto a los demás, ha luchado contra el tiempo y, mientras arreglaron los pasos, instalaron las luces, limpiaron las urnas, alistaron las velas, atornillaron los vidrios de la urna, pintaron unos catafalcos y arreglaron los cabellos de los ángeles, se les escapo el tiempo en las manos, desde mucho antes que la cuaresma; pero ahora, él y todos los demás observan el campanario de la parroquia y sienten la angustia, la melancolía de no llegar, de cruzar en la siguiente esquina y volver a caminar un rato más con el redentor que duerme en una urna el sueño doliente de la muerte, mientras su madre guarda el secreto de la victoria de la resurrección.
Las campanas de la iglesia, observan llegar a la puerta a la señora que por esa noche es reina de la soledad, la Virgen María de los Dolores se adelanta al sepulcro para arreglar el lugar del reposo momentáneo de su hijo. De negro riguroso, acompañada de mujeres piadosas, que a pesar de ser pocas y de acompañarla durante más de diez horas, con el hombro hinchado y las piernas castigadas, están ahí, cansadas pero con el amor por la madre que nos cuida desde que nacemos y nos recibe con los brazos abiertos en el cielo. No la han abandonado, la acompañan como aquellas mujeres que la abrazaron y que estuvieron con ella la tarde del primer Viernes Santo. Las campanas de la iglesia se quedan mudas al observar el dolor de la madre y el silencio de las personas que están con ella, mientras de reojo observan como avanza en un río de cucuruchos negros, el sepultado de la paz, en una urna, duerme tranquilo, el Señor Sepultado de San Nicolás.
Los cucuruchos de San Nicolás, en silencio riguroso desde el medio día, de negro, roto solo por la jacaranda y lirio que rodean el rostro del Señor, esa flor que ellos llaman rosetón. Filas y filas de candelas, que en la noche parecieran volar en la oscuridad, sostenidas por manos de caballeros que en sus corazones sienten piedad. Todos, todos, no hay ninguno, que a pesar del cansancio, no se muera por cargar una vez más, solo Dios sabe si el próximo año, podrá volver a caminar.
De pronto el celador avanza, busca el turno escogido, lo encuentra y lo conduce a la cercanía de la puerta, es el último turno del año, el turno que lo dormirá dentro de la iglesia, son los hombres que lloraran, rezaran y se les olvidara el cansancio al ritmo de la marcha, dulce marcha fúnebre, que cerrara el cortejo en una iglesia en silencio y pintada de oscuridad, oscuridad que es rota por la luz de la urna, que muestra victoriosa al Sepultado de la dulce faz.
El turno es formado, mientras ansiosos apagan la vela y observan llegar el mueble procesional que presume por esa noche al Sepultado. El corazón de cada uno de ellos palpita fuerte, fuerte, fuerte, más fuerte y sus piernas y tobillos olvidan el dolor, se vuelven fuertes y su hombro deja de quejarse. Todos ellos vuelven a recuperar sus fuerzas, vuelven a sentir como el hombro les pica, les pica y les exige por cargar, aunque sea la última vez, aunque sea el último turno, dejar al Señor acostadito en la fosa.
El santo entierro llega a su fin, mientras aquellos hombres se observan, algunos llevan ojos cansados, otros han llorado, pero por un instante, todos ellos se volverán uno, cargaran con tanto amor, con tanta devoción, que cumplirán el deseo del maestro “…que todos sean uno…”, por un momento desaparece todo y queda el corazón descarnado y la oración a flor de piel. Una plegaria por la familia, el trabajo, los proyectos, los amigos. Una lagrima de perdón, pidiendo piedad al rey del universo. Un suspiro de melancolía, de ver consumada la espera, de ver finalizada la jornada, de haber acompañado un viernes santo más al Cristo Yacente de San Nicolás.
El incienso los abraza, mientras el redoble marca el paso, las andas llegan hasta ellos y el corazón palpita, pum, pum, pum, pum, pum, más rápido, más fuerte, enloquecido de amor, enloquecido de piedad, enloquecido de saber que son ellos los que despedirán ese año al Señor Sepultado de San Nicolás. Primero Dios y estarán otro año, si no, serán tan solo las lagrimas o el suspiro que acompañara el nombre del hermano fallecido antes de salir a caminar y meditar bajo la sombra del divino maestro.
El corazón se desborda del pecho cuando escuchan el timbre que anuncia el cambio de turno.
Aquellos que venían cargando, se despiden con un beso de la plataforma, mientras cansados, lloran alejándose del último turno de aquella noche. En un abrazo efusivo, les dan fuerza a sus hermanos y en silencio contemplan al Señor que duerme, tranquilo y agradecido con esos varones que lo han acompañado desde el medio día. El frio de la noche los abraza, mientras el incienso se pierde, ya que solo la plataforma queda en la calle, mientras la gente, siempre la gente, observa con piedad y amor al Sepultado de San Nicolás, que se despide un viernes santo más, de las calles de su Xelaju.
El timbre suena, ellos sienten el peso de las andas, sienten las palmadas de amor de Dios. Gracias padre, gracias por un año más, rezan a coro en silencio, mientras los directivos suspiran, el deber esta cumplido, es hora de descansar. El redoble suena, mientras los músicos buscan La Granadera y luego Señor Sepultado de San Nicolás, las dos últimas marchas. Las andas empiezan a virar, despidiendo al pueblo, desvelado que vino a contemplar, timbre, cambio de lado y ahora sí, el ultimo jalón hacia la puerta, hacia la rampa donde sonara La Granadera y se despedirá de la ciudad por un año más. Las luces de la iglesia se apagan al sonido de la granadera.
El Señor entra a su iglesia en una total oscuridad, rota, solamente por la luz de su urna. Ha terminado ya la procesión. El timbre suena una vez más, mientras los cucuruchos del último turno, levantan las andas y la adormecen en silencio. Las trompetas rompen el sonido de tumba, dando inicio a la marcha final, la marcha oficial de la hermandad. La urna destroza la oscuridad con su luz, es luz de vida, luz de resurrección, mientras todos los integrantes de la hermandad observan en silencio la entrada triunfal de su rey, el Señor Sepultado de San Nicolás avanza hacia el altar mayor, donde lo esperan sus hijos, donde lo espera un río de amor.
El corazón palpita, fuerte, fuerte, fuerte, muy fuerte. Mientras el Señor escucha las plegarias, escucha las lágrimas, los suspiros y el cansancio. Los cucuruchos lloran, miran la urna, observan el espacio vacío del abuelo, del padre, del hijo, del hermano, del amigo que duerme en paz, que a partido al cielo, aquel infaltable cucurucho que desde el cielo contempla ahora al Cristo vivo, al Señor que se conmueve al ver ese amor de la tierra del quetzal.
La marcha sigue entonando sus notas, mientras el corazón no deja de latir y una gota de sudor, por el cansancio, por el dolor, se resbala por la sien, fundiéndose con una lagrima, una lagrima que escucha y porta el mensaje de gracias Señor por dejarme estar contigo. El silencio vuelve a reinar, la marcha ha finalizado y el Señor está ahora en el aire, en los hombros de sus cucuruchos una última vez. El timbre suena por última vez en la noche y rodilla al suelo, la plataforma acaricia el colorido piso del Templo del Sagrado Corazón de Jesús. Termino el Viernes Santo, acabó, pasó… se fue, mientras los cucuruchos lloran, se abrazan y caminan a dibujar su cruz en la urna, a pintar esa fe en ese lienzo transparente de amor, a darle gracias a Dios. El silencio se rompe por un murmullo y oraciones de despedida, ya que sólo Dios sabe si habrá otro año, sólo el Señor sabe, si acaso fue, si acaso fue el último turno.
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