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El saber del mercachifle

Sobre los mercados, las cabecitas de alfiler y la moral del biempensante.

Mario Roberto Morales

Un mercado se construye creando un grupo de compradores de una mercancía cualquiera, estimulándolos para que se apropien ilusoriamente de un bien ideológico mediante la adquisición de un objeto inerte. Por ejemplo, para que se vuelvan cosmopolitas fumando una marca de cigarrillos, se tornen superiores a la chusma vistiendo una marca de ropa o se hagan rebeldes y transgresores bebiendo un refresco híper azucarado.

Una pluralidad de mercados se construye saturando de estímulos consumistas a los posibles compradores de una gama variada de ilusiones falsamente materializadas en mercancías diversas. El sueño húmedo de los capitalistas consiste en ser dueños de todos los mercados posibles, y en convertir la pluralidad de esfuerzos emprendedores en monopolios y oligopolios que ofrezcan al consumidor productos iguales que parezcan distintos. Esto, con el fin de que sus fabricantes puedan simular que compiten echando mano de las mentiras de la publicidad. Es el caso de Pepsi y Coca Cola, de Levi’s y Lee, de los equipos de futbol y los partidos políticos cuyos dueños son los propietarios de los oligopolios. La falsa competencia entretiene a la gente porque le permite jugar a que posee criterio y decide. Y así se le va pasando la vida hasta que le llega la certeza del sinsentido y el frío de la muerte.

El recurso mercantil de la falsa diversidad y la falsa competencia hizo escribir al satírico irlandés Jonathan Swift que “Apolo, el dios de la medicina, solía enviar las enfermedades. En el principio, los dos oficios eran uno solo, y sigue siendo así”. Y si no, que lo digan las transnacionales farmacéuticas, que crean la enfermedad para ofrecer el remedio (veneno y antídoto) o la industria armamentista, que inventa conflictos políticos para justificar guerras y crear así mercados de compradores de armas.

Estas verdades básicas del saber del mercachifle son las mismas en las encumbradas y enrarecidas atmósferas de los oligopolios transnacionales, en las más modestas de los nacionales, y también en el reducido entorno del merolico del parque, quien primero enferma a su oyente hablando como desquiciado para luego ofrecerle su dudosa pócima. Las industrias contaminan los ríos y lagos y luego les venden a los gobiernos las sustancias que purifican sus enturbiadas aguas.

Este principio del mercado opera en la política durante las campañas electorales, cuando los dueños de un país compran a todos los candidatos para brindarle al público consumidor de “democracia” un falso abanico de opciones, siendo éste en realidad una diversidad de lo mismo, valga la contradicción. Los discursos virulentos de los políticos semejan, en este ámbito, las fingidas iras de los enmascarados de la lucha libre cuando, vestidos de héroes y antihéroes de historieta, ponen en escena vistosas coreografías que provocan en los niños de 5 a 70 años la emoción descafeinada del romano que solía asistir al Coliseo.

Para descubrir todo lo dicho bastan dos dedos de frente, siempre y cuando no sean los pulgares que “textean” destruyendo el idioma, las ideas y la inteligencia. Porque el efecto del saber del mercachifle es el intelicidio. Ya en el siglo XVIII Swift entendía que, por este saber (convertido en “filosofía”), “La mayor parte de las personas son como alfileres: sus cabezas no son lo más importante”. Y ellas son la base del éxito de la lógica del mercado, transformada en la liviana moral del biempensante.

Mario Roberto Morales
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