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La letra «R»

Retraída divagación sobre las revelaciones, los ritos y los ratones.

Mario Roberto Morales

Suele ignorarse que el Apocalipsis, de Juan de Patmos, es un libro escrito en una clave sólo apta para iniciados en el conocimiento esotérico de las religiosidades precristianas. A mí me ha parecido siempre el texto literario más surrealista de todos los tiempos. Irónico resulta por todo que esta obra se conozca también como el Libro de la Revelación, ya que si todo lo “revelado” en él se da a conocer en clave secreta, su contenido escasamente honra el título que ostenta. Ya lo apuntaba Ambrose Bierce en su célebre Diccionario del diablo, cuando definió Revelación como “Libro famoso en el que el divino San Juan ocultó todo lo que sabía. La revelación corre por cuenta de los comentaristas, quienes no saben nada”. De donde se deduce que para la inmensa mayoría de sus creyentes, el libro en el que se les desvela la voluntad inapelable de su dios, sencillamente no se entiende.

Este hecho paradójico no es óbice, empero, para que las religiosidades que basan su oferta de salvación en él dejen de prosperar, ya que —como también indica agudamente nuestro lexicógrafo— la Religión no es sino la “Hija del Temor y la Esperanza, que vive explicando a la Ignorancia la naturaleza de lo Incognoscible”. Y si el misterio del dogma que está en la base de estas religiosidades se acepta por parte de sus feligresías como la “prueba” de que Dios les ha revelado su fatal voluntad, pues no queda sino aceptar que este espíritu religioso extrae su vigor de una entelequia, algo tanto más asombroso cuanto que su influencia ha condicionado durante siglos lo bueno y lo malo en este sufrido planeta, a pesar de sus mucho más que insignificantes orígenes.

Esto explica además por qué los creyentes descartan la fiel definición de Dios que ofrecen ciertos cínicos como “aquel al que cuando uno le habla nunca responde”, ya que, si nos seguimos ateniendo a la punzante sabiduría de nuestro lexicógrafo, Rezar no es otra cosa que “Pedir que las leyes del universo sean anuladas en beneficio de un solo solicitante, confesadamente indigno”. Y explica asimismo la esencial naturaleza ritual de la religiosidad popular. Es decir, la reducción del ejercicio de la fe a unas cuantas prácticas catárticas y expiatorias, las cuales son repetidas compulsivamente domingo a domingo sin que quien las lleva a cabo comprenda en lo más mínimo su significado religioso, su contenido esotérico, su sentido trascendente. Esta incomprensión del significado de la ritualidad religiosa por parte de las feligresías, hace de sus cultos y ceremonias unas prácticas desprovistas de aquello que pretendidamente las justifica, a saber, la fe. Por eso es que Bierce define Rito como “Ceremonia religiosa o semirreligiosa establecida por la ley, el precepto o la costumbre, de la que se ha estrujado meticulosamente el aceite esencial de la sinceridad”.

¿En que se basa entonces la aplastante monumentalidad de las religiones, si sus orígenes se hunden en la ficción? Para responder a esta pregunta hay que volver a la acepción que nuestro autor ofrece de la religión como hija del temor y la esperanza, y aceptar que es el miedo el que anima los fervores devotos, sobre todo porque los profetas han logrado atemorizar al vulgo con lo que ni siquiera lo amenaza, a saber, la soledad cósmica. Acaso en ellos pensara nuestro filósofo cuando definió Ratón como un “Animal cuyo camino está sembrado de señoras desmayadas”.

 

Mario Roberto Morales
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