Un falso debate
Gerardo Guinea Diez
La semana pasada, la ministra de Salud, Lucrecia Hernández Mack, planteó un programa de salud integral. Además, refirió como enfermedades el “mal de ojo” y estar “chipe”, entre otros padecimientos. La reacción fue desmesurada. Tirios y troyanos blandieron sus críticas. Para nadie es un secreto el colapso del sistema de salud, de educación y de seguridad. Pero esa tríada tiene un origen sistémico. Las cifras hablan, sin duda. El calibre de los problemas solo puede revelarse a condición de ser comprendido en su complejidad y las variables que presenta la crisis de transición democrática que vive el país.
En todo caso, hablar de salud y enfermedad requiere un examen a fondo de los diferentes saberes humanísticos sobre la medicina. Es decir, no existe una sola. Es más, se entrecruzan en la acumulación de conocimientos y en las extendidas prácticas culturales. Lo que es innegable es que no se puede hablar de salud en una sociedad diseñada para el rendimiento, o en su defecto, la fragilidad de la existencia como desencadenante de la enfermedad.
Basta con revisar la contabilidad de los hechos cotidianos: cuatro horas promedio para trasladarse de la casa al trabajo; violencia extrema en las calles; desempleo; escasa calidad de los servicios públicos. En otras palabras: estrés, desesperanza, angustia, depresión, y un precario ánimo colectivo y su consiguiente somatización.
Si bien la salud pública pasa por uno de sus peores momentos y su crisis es sistémica, existen otras concepciones para enfrentar el ciclo salud-enfermedad. Ignorarlos es negarse a la diversidad. El filósofo y pastor vienés Ivan Ilich, en su libro Némesis médica, la expropiación de la salud, desnuda los procesos de descomposición de las prácticas médicas, al menos, las que son oficialmente avaladas. Así, Ilich dice: “La medicina institucionalizada ha llegado a convertirse en una grave amenaza para la salud”. Lo que él llama la “medicalización de la vida”. Así, son las condiciones las que minan la salud de la sociedad.
Escrito a mediados de los setenta del siglo pasado, Ilich afirma en ese libro algo que es común a nuestro país: “En los países pobres, la diarrea y las infecciones de las vías respiratorias superiores se registran con más frecuencia, duran más tiempo y causan más alta mortalidad cuando la nutrición es mala, independientemente de que se disponga de mucha o poca asistencia médica”.
En el país hay una riquísima medicina basada en hierbas y prácticas culturales. Curar el “mal de ojo” no es charlatanería, sino una práctica fundada en siglos de observación. Similar es el caso de la medicina china. La acupuntura es en toda regla una ciencia médica. Sus resultados constituyen una prueba irrefutable que no solo la medicina alópata es el camino. Además, se puede señalar el tenaz trabajo de los médicos homeópatas.
De esa cuenta, el debate no pasa por la descalificación y el reduccionismo. Por un lado, el problema tiene un origen sistémico; por otro, pasa por abrirse a distintos conocimientos y adentrarse en las entrañas de saberes culturales que llevan siglos de sistematizar la relación entre la naturaleza y los seres humanos.
Basta con revisar la contabilidad de los hechos cotidianos: cuatro horas promedio para trasladarse de la casa al trabajo; violencia extrema en las calles; desempleo; escasa calidad de los servicios públicos. En otras palabras: estrés, desesperanza, angustia, depresión, y un precario ánimo colectivo y su consiguiente somatización.
Fuente: [http://www.s21.gt/2016/08/un-falso-debate/]
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