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Piedad sin escrúpulos

Sobre el goce del descreimiento y una variante de la fe que obra.

Es asunto sabido que la religiosidad popular es predominantemente ritual y que en ella no suele intervenir el conocimiento teológico y tampoco el dogmático. El pueblo no concibe la religión sino como una ritualidad circular, repetitiva, rutinaria y disciplinada. Y cree que con eso agrada a sus dioses. Esto explica por qué cualquier charlatán puede fundar una iglesia y hacerse rodear de fieles que lo enriquecen de la noche a la mañana con sus diezmos, permitiéndole así comprar franquicias religiosas de cualquiera de las corporaciones transnacionales de la fe. De aquí que, en sus Silogismos de la amargura, Cioran diga que “Sin la vigilancia de la ironía, ¡qué fácil sería fundar una religión! Bastaría dejar a los mirones agruparse en torno de nuestros trances locuaces”.

Porque no hay duda de que los fundadores de religiones e iglesias carecen del sentido de la ironía, de la capacidad de distanciamiento crítico respecto de su impulso de mentir y de mentirse. Ya que sólo un autoengañado o un mentiroso puede ser tan estrambótico como para asumirse como santo o, cuando menos, como guía espiritual de desorientados, pastor de ovejas descarriadas, consejero de estupefactos, padre de huérfanos de criterio y voluntad. Por eso, sigue diciendo Cioran, “La santidad me hace temblar: esa injerencia en las desgracias ajenas, esa barbarie de la caridad, esa piedad sin escrúpulos.” Y todo porque, como persiste en espetar el brillante pensador rumano: “Hace dos mil años que Jesús se venga de nosotros por no haber muerto en un canapé”.

Para ser libre, pues, a la persona religiosa sólo le queda la salida (no del ateísmo, sino) de la herejía, ya que únicamente por su medio puede sentir que ha retomado el control sobre sí misma, sobre su conciencia, su fuerza creadora y su voluntad. Allí está Buñuel para probarlo. Por ello, afirma nuestro filósofo, “¡La posibilidad de renovarse mediante la herejía confiere al creyente una neta superioridad sobre el ateo”. Ya que éste es otro creyente, otro rehén de una convicción esclavizadora, en vista de que su fe sólo adquiere solidez como contraposición a otra. Y ya se sabe que una consistencia derivada de negar una anterior es una solidez vacía (valga el oxímoron). Esto ocurre en Guatemala con los “mayas” antiladinos, con los ladinos antiindios y con los criollos antiindioladinos; y en Estados Unidos con los supremacistas blancos.

La primera de estas citas de Cioran explica el crecimiento atropellado de los protestantismos en nuestros torvos páramos. Y las siguientes ilustran la crisis del catolicismo actual. No por gusto afirma nuestro nihilista predilecto que “Para recobrar su autoridad sobre la gente, el catolicismo necesita un papa furibundo, carcomido de contradicciones, impartidor de histeria, dominado por una rabia de hereje, un bárbaro a quien no le estorben dos mil años de teología”. Y, como si hubiera atestiguado la reciente santificación de un papa encubridor de curas pedófilos, remata afirmando que “Desde finales del siglo XVI, la Iglesia, humanizada, no produce más que cismas de segundo orden, santos vulgares, excomuniones irrisorias”.

Por todo lo dicho, nuestro gloriosamente acerbo pensador exclama, satisfecho de sí mismo, “Con qué urgencia me descristianizo desde siempre.” Ante lo cual sus devotos coreamos —poseídos por el goce del descreimiento y por una fe que obra—: ¡Amén, amén, aleluya, amén!

Mario Roberto Morales
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