Te ves triste. Tienes apenas 6 años pero pareciera que tienes menos. Eres pellejo y hueso. Estás tan débil que no puedes caminar. Nunca has corrido. Ni siquiera te arrastras porque eso requiere mucho esfuerzo y no te dan ni ganas de probar. No puedes hablar así que no puedes expresar lo que sientes.
Te estás quietecito en tu rincón, viendo lo que sucede a tu alrededor sin ánimo de participar, sin ganas tan siquiera de sonreír. No sabes lo que es correr sintiendo el viento en tu rostro y reír con ganas. Tampoco sabes lo que son los juegos ni lo que es ser dueño de un carrito de carreras, de una pelota de fut, un muñeco de peluche.
Naciste en cuna humilde en la cuál hay más bocas que comida. Tu padre que trabaja en el campo, en cuanto recibe el dinero de su sueldo, desaparece por días ya que agarra furia por beber. Varias veces has ido en brazos de tu madre mientras lo ha buscado de lugar en lugar sin resultado.
Casi todo el tiempo estás con tu madre y dos hermanos pequeños. Tus dos hermanos mayores que no han llegado ni a los 15 años, trabajan en el campo para ganar un poco de dinero para poder comer. Cuando eras un bebé tratabas de sacar leche del pezón de tu mamá pero era inútil. Llorabas y llorabas porque sentías un vacío en tu pequeño estómago. Pero llegó un momento en que ya no podías llorar y te acostumbraste a ese vacío. Dormías y dormías mucho. Sentías que no podías mantenerte despierto. Eras tan frágil que un mal movimiento podía hacer que te quebraras tan fácil como se quiebra un vidrio.
Pasaban los días y los meses pero casi no recuerdas nada porque te la pasabas durmiendo. Recuerdas haber soñado varias veces con estar en un túnel oscuro y ver una luz al final que se acercaba más y más. En uno de los sueños al creer que ibas a alcanzar la luz te despertaste de repente al sentir un dolor punzante en uno de tus bracitos huesudos. Era una aguja que te metía una señora vestida de celeste. Estabas rodeado de gente de blanco y celeste haciendo una serie de cosas alrededor tuyo que tu no comprendías. Querías protestar pero no podías. Sólo dejaste que ellos te hicieran lo que quisieran.
Lentamente empezaste a sentirte mejor. Dormías menos y tenías ganas de cosas que no habías experimentado antes como caminar o hacer lo que veías que otros niños a tu alrededor hacían en ese cuarto de paredes blancas. Las personas de blanco y celeste te hablaban y te hacían cariño, cosa que no habías experimentado antes. Un día supiste lo que era sonreír. Fue una sonrisa tímida y frágil pero te hizo sentir bien.
Después de varios días te sacaron de ese lugar, del cuál no te querías marchar, pero no pudiste protestar. Regresaste a la choza de lámina, cartón y madera donde vivías con tus padres y hermanos. Tus hermanos menores parecían fantasmas, nunca tuviste un vínculo con ellos porque cuando despertabas ellos dormían o viceversa. Cuando tus dos hermanos mayores que iban a trabajar llegaban a casa venían tan cansados que se acostaban a dormir rápido. A veces traían algo de comida pero todos estaban tan débiles que casi ninguno comía. Era irónico.
Tu mamá se mantenía llorando o buscando a tu padre. Ella también se miraba cansada, con ojeras, demacrada. Se le notaba la preocupación de saber que no podía brindarle comida a sus hijos. Buscaba trabajitos con los que ganaba un poquito de dinero pero no alcanzaba para todos los días. Andaba con la ropa vieja y agujereada que ya pedía un cambio, como la ropa tuya y de tus hermanos, pero no había dinero para eso.
Empezaste a sentirte débil de nuevo, a dormir casi todo el día, empezaste a soñar de nuevo con el túnel y la luz que cada vez se iba acercando más y más.
Una de las veces en que despertaste de un largo sueño tu madre estaba llorando a tu lado. Tenías el presentimiento que algo grande iba a suceder porque por primera vez tu madre te acariciaba con ternura. La oías decir: “¡Esta no es vida!” “¡Así no se puede vivir!” mientras se ahogaba en el llanto. No supiste que más sucedió porque no aguantaste estar despierto así que cerraste tus ojitos para volver a dormir.
Volviste a ir a ese lugar con paredes blancas y la gente vestida de blanco y celeste. Algunas te reconocieron y te demostraron cariño de nuevo. Estabas muy débil pero de inmediato te pusieron agujas y tubos para que te recuperaras. Poco a poco sentiste la mejoría como la primera vez. No querías salir de ese lugar. La gente sonreía, era amable, te daba cariño cada vez que te veían.
Después de varios días los escuchaste preocupados porque no habían visto a tu mamá. Ella no se había presentado a ese lugar desde que te dejó ahí. Hablaban enfrente tuyo de que no era una buena madre, que era una mujer mala porque te había abandonado. Tu no entendías el por qué decían eso. Pero tú no querías que tu mamá se presentara. En ese lugar te sentías bien. No necesitabas dormir tanto como en tu casa, no te sentías mal como en tu casa, al contrario, sentías que querías hacer muchas cosas que no comprendías que eran pero sabías que estaban en ti, en algún lugar. A lo mejor por eso tu mamá decía que en la casa no se podía vivir así. A lo mejor tu mamá pensó que estabas mejor en quedarte ahí, en ese lugar, donde te sentías mejor, donde aprendiste a sonreír.
En Guatemala, según Jorge Pernillo, especialista en investigaciones sociales de la Procuraduría de los Derechos Humanos, en lo que va del año han habido 155 casos de niños menores de 5 años fallecidos por desnutrición aguda.
Esta historia (ficticia) está basada en la noticia que leí sobre Ludvin Ramírez Hernández (Prensa Libre 23.07.13 «Madre abandona a niño desnutrido en el Hospital). Es una historia que hace ver la realidad de una familia guatemalteca extremadamente pobre y el por qué suceden la mayoría de estos casos.
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