Muerte, epitafios y memoria
Nota luctuosa
Mario Roberto Morales
Hay artistas que han disfrutado en vida el goce de ser llamados genios. Uno de ellos fue Orson Welles. Sin embargo, él era lo suficientemente inteligente como para no situarse a la altura de quienes adjetivan al prójimo impulsados más por la liviandad del esnobismo que por la capacidad crítica, y por eso al parecer su epitafio reza: “No es que fuera superior, es que los demás eran inferiores”. Este es el caso de muchos de los “genios” proclamados como tales por esa conocida fauna de bípedos especializados en la superficialidad intelectual, los cuales merecerían epitafios un poco más agresivos.
Pero no todos los “genios” han sido tan inteligentes como Welles, y para muestra un estridente botón de la Roma del siglo I D.C. En efecto, se dice que el epitafio de Nerón rezaba: “¡Qué artista muere conmigo!”. Y de sobra se conoce la proverbial mediocridad de aquel gordinflón cobarde y maniático, empecinado en ser reconocido como un gran poeta. Resulta por todo refrescante toparse con epitafios festivos como el atribuido a Groucho Marx, el cual dice: “Disculpe que no me levante, señora”, mismo que me hacer recordar uno de esos amables dichos mexicanos que se enuncian al terminar una alocución y que reza: “Como dijo el payaso en su lecho muerte: ‘Ya no los entretengo más’”.
Mi buen amigo el Coyote solía decir que quizá su epitafio debería rezar: “Uno ya muerto para qué quiere la vida”, el cual tiene un sentido que compite en profundidad metafísica con la buena fortuna de Rosita Alvirez, de quien el cantor dijera que: “El día que la mataron Rosita estaba de suerte: de tres tiros que le dieron, nomás uno era de muerte”. Elucidar si este juicio encierra un mensaje optimista o pesimista es tarea de pensadores tropicales influidos por filósofos de la talla del gallego Julio Iglesias, quien es autor de axiomas como el que deja asentado que: “A veces sí, a veces no, lo dices tú, lo digo yo”, el cual constituye una forma alternativa de formular la célebre teoría de la relatividad.
En materia de epitafios y frases lapidarias pasaríamos días enteros conversando. De hecho, es impresionante la cantidad de personas que tienen ya redactada la oración que deberá ir inscrita en sus lápidas. Algunas expresan la pedantería de los mediocres. Otras, los delirios de grandeza de los enanos, y aun las hay que pretenden engañar al prójimo hasta el último momento fingiendo una modestia y una humildad que no pasan de ser fariseísmo barato. Éstas languidecen en las lápidas de los beatos y las ratas de sacristía.
Aunque también las hay abiertamente vengativas, como las de cierto matrimonio mal avenido —de esos que duran toda la vida en vista de que están formados por parejas cuyas neurosis son compatibles porque el libre flujo de cada una depende de la persistencia de la del consorte— y en el que, desde hace años, él guarda en su cartera el epitafio de su esposa, que reza: “Aquí yace mi mujer, fría como siempre” y, por su parte, ella conserva, junto a su documento oficial de identificación, el epitafio de su esposo, que dice: “Aquí yace mi marido, al fin rígido”.
Sin que importe quién de los dos muera primero, sería una noble tarea de los hijos ocuparse de que ambos exhiban en sus tumbas el epitafio que el otro tuvo a bien escribirle a su pareja, para así preservar fielmente su memoria hasta que vuelvan a nacer para volver a enamorarse. Ante todo la memoria.
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