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Los compañeros de viaje

Edgar Celada Q.
eceladaq@gmail.com

Diciembre es, por definición cíclica, un mes de balance, de recapitulación.

El languidecer del año hace propicio revisar lo hecho según los propósitos de enero, lo que ocurrió porque le pusimos empeño, o porque la vida así lo quiso.

También de los pendientes, de las intenciones fallidas, de “lo que pudo haber sido y no fue”, según canta el bolero de Consuelo Velásquez.

Dice ella que “se vive solamente una vez/ hay que aprender a querer / y a sufrir/ hay que saber que la vida / se aleja y nos deja / llorando quimeras”.

Cada quien relata “según le fue en la feria”. Por ejemplo, al preparar la planilla anual para la SAT, frente a la colección de facturas, organizadas por mes, inventariamos recuerdos: a dónde fuimos, en qué y cuánto gastamos, cuál fue un gasto superfluo y cuál otro una buena inversión, libre de presiones consumistas.

Pero acaso el recuento anual más enriquecedor es el de los libros que leímos en el transcurso de los pasados doce meses. Revisitar a estos compañeros de viaje en el anaquel donde hacen fila, en espera de ser colocados en el sitio definitivo donde les corresponde, puede ser un ejercicio alternativo frente a quienes dilapidan el tiempo, y la vida, en los ajigolones consumistas de la temporada.

Recuerdo que escuché hace algunos años –no sé si a Antonio Mobil o a Roberto Díaz Castillo, en la presentación de Enrique Gómez Carrillo, el cronista errante, de Edelberto Torres Espinoza (F&G, 2007)– que los libros son el boleto de viaje de quienes no tuvimos suficiente para pagar el ticket, del tren, el crucero o el avión en que se embarcaron algunos más afortunados.

De las lecturas puede decirse lo que Carlos Fuentes apunta en su novela póstuma (Aquiles o El guerrillero y el asesino. FCE/Alfaguara, 2016) sobre el personaje principal: “Más que su destino, me interesaba su itinerario. Más que su ideología, me interesaba su viaje”.

En efecto, los 44 títulos trabajados de cabo a rabo por el de la voz de enero a diciembre, hablan sin duda de inclinaciones temáticas, de autores preferidos, de búsquedas y encuentros, pero están lejos de marcar un curso rígido. La lectura se parece más al Viaje sin mapas, de Graham Greene (Ediciones Península, 2004) que al dictado de cualquier obligación académica o laboral.

Porque, además, en ese andar visual-dactilar por los anaqueles (ritual de todo el año), se va buscando un libro, pero finalmente es éste, inesperado, el que “escoge” a su lector, lo atrapa, lo seduce con su promesa de placer y sabiduría.
Sin más orden ni concierto que el marcado por la fidelidad vital a la lectura, desde La casa junto al río, de Elena Garro (Ediciones B, 2011) hasta La amapola de Westminster, de Francisco Pérez de Antón (Alfaguara, 2016), éste ha sido un año fructífero para quien esto escribe.

Ustedes, amigas lectoras, amigos lectores, ¿ya hicieron su propio recuento? Tal vez estén atrapados en el ventarrón consumista, qué remedio. Pero si han de regalar algo, consideren seriamente la opción de regalar libros.

El languidecer del año hace propicio revisar lo hecho según los propósitos de enero, lo que ocurrió porque le pusimos empeño, o porque la vida así lo quiso.

Fuente: [www.s21.gt]
Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Edgar Celada Q.
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