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Inocente divertimento con palabras cuya inicial es la tercera letra del alfabeto.

Un cínico –según el Diccionario del Diablo, de Ambrose Bierce– es un “Miserable cuya defectuosa vista le hace ver las cosas como son y no como debieran ser. Los escitas acostumbraban arrancar los ojos a los cínicos para mejorarles la visión”. En regímenes más piadosos se les aplicaba la “ley fuga”. En la actualidad suelen ser corregidos por medio de la censura y, en caso de reincidencia, por una muerte debida a intoxicación por plomo (vulgarmente conocida como ametrallamiento).

Pero los cínicos son una especie que se reproduce con furor exacerbado y que crece exponencialmente en relación al mayor o menor conservadurismo del poder en turno. Por ello constituyen una molestia irritante con sus tercas críticas a la sociedad decente y a los hombres y mujeres de buena voluntad. De ahí que cuando el cínico Bierce define Comercio como “Especie de transacción en que A roba a B los bienes de C, y en compensación B sustrae del bolsillo de D dinero perteneciente a E”, las cámaras empresariales protesten con arrebato, pues tal definición no sólo propone concebir el comercio como un intercambio desigual, sino también al comerciante como un vulgar ladrón, más fresco que el cínico de marras.

Tampoco agrada a las buenas conciencias que este cruel letrado defina Confidente como “Aquél a quien A confía los secretos de B, que le fueron confiados por C”; y menos aún que entienda el vocablo Congratulaciones como “Cortesía de la envidia”, pues estas definiciones desmantelan las buenas costumbres y atentan contra la moral cristiana. Por eso, su osadía al definir Cristiano como “El que cree que el Nuevo Testamento es un libro de inspiración divina que responde admirablemente a las necesidades espirituales de su vecino”, y como “El que sigue las enseñanzas de Cristo en la medida que no resulten incompatibles con una vida de pecado”, colma la paciencia de la feligresía piadosa que practica aplicadamente la caridad y la beneficencia a fin de cumplir con el precepto de amar al prójimo como a uno mismo, amén.

Pero este descortés lexicógrafo de veras atenta contra la concepción racional del mundo que anima a la modernidad cristiana cuando define Cartesiano como “Relativo a Descartes, famoso filósofo, autor de la célebre sentencia ‘Cogito, ergo sum’, con la que pretende demostrar la realidad de la existencia humana. Esa máxima podría ser perfeccionada en la siguiente forma: ‘Cogito, cogito, ergo cogito sum’ (‘Pienso que pienso, luego pienso que existo’), con lo que se estaría más cerca de la verdad que ningún filósofo hasta ahora”. Es obvio que –para Bierce– lo que afirma Descartes no sale de su cabeza hacia el mundo sino permanece dando vueltas en ella, y –quizá alegaría– esta es la forma más inocua de entender la Filosofía, así como la razón por la que ya nadie la estudia y la plebe y las élites la ven como inútil por no rentable.

Todo esto, claro, tiene analogías políticas patentes en la acepción que nuestro cínico ofrece de Conservador definiéndolo como “estadista enamorado de los males existentes, por oposición al liberal, que desea reemplazarlos por otros”. Con esto vuelve a ofender a la gente de bien porque reduce la justicia a un acto circense. Y lo mismo hace con los que jamás dudan de sus certezas al señalar que Convencido es alguien “Equivocado a voz en cuello”; es decir, un fanático vociferante y pulmonar, satisfecho y tonto. ¡Por Dios!

Mario Roberto Morales
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