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La letra «O»

Ordinarieces sobre la ópera, el optimismo y los optimistas.

Mario Roberto Morales

Era el verano del 86 y caminaba yo por las calles de Moscú con mi buen amigo el Coyote. No recuerdo por qué entramos a presenciar una ópera en ruso al Teatro Bolshoi. Me parece raro porque la ópera y el bel canto (con perdón) jamás han logrado pulsar ni la más tensa cuerda de mi inveterado sentimentalismo. Quizá la ampulosidad (con perdón) como motor de los ademanes teatrales, la potencia pulmonar como condición del sentimiento al interpretar las letras de los cantos y la abultada corpulencia de los personajes que se mueven con lenta parsimonia en escena, lastime mi ordinaria manera de acometer tanto la música como la actuación en vivo y, sobre todo, el desarrollo de un drama puesto en escena.

Y (que me sigan perdonando) no soy el único. Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo define Ópera como una “Obra que representa la vida en otro mundo cuyos habitantes no tienen habla sino canto, no tienen movimiento sino gestos y no externan posiciones sino actitudes”. Es decir, es un espectáculo en el que la teatralidad misma se teatraliza. Y aunque Bierce admite que “Toda actuación teatral es simulación y la palabra simulación deriva de simio, o mono”, se lamenta de que “en la ópera el actor toma por modelo al Simia audibilis (o Pithecanthropos stentor), es decir al mono que aúlla”. Ya sé que este lamento se puede aplicar a toda la “música pesada” y a otras más livianas, pero me parece (con perdón) que la ópera sigue siendo el epítome más alto de la afectación como forma de disfrazar un simulacro con los ropajes de la solemnidad y la trascendencia. Baste echar un vistazo a sus orígenes de entretenimiento cortesano para comprender esta sonora verdad, y también a sus desarrollos modernos, los cuales reniegan de la ampulosidad y la cuadratura del modelo operático considerado clásico.

Las burguesías con ínfulas aristocráticas y las capas medias con ínfulas burguesas defienden la ópera con indignación biempensante frente a los ordinarios desenfadados como yo. Lástima que los biempensantes sean una especie afectada por el optimismo, definido por nuestro lexicógrafo como la “Doctrina o creencia de que todo es hermoso, inclusive lo que es feo; todo es bueno, especialmente lo malo; y todo está bien dentro de lo que está mal. Es sostenida con la mayor tenacidad por los más acostumbrados a una suerte adversa. La forma más aceptable de exponerla es con una mueca que simula una sonrisa. Siendo una fe ciega, no percibe la luz de la refutación. Enfermedad intelectual, no cede a ningún tratamiento, salvo la muerte. Es hereditaria, pero afortunadamente no es contagiosa”. Qué bendición.

El motivo por el que Bierce propone la muerte como único tratamiento para la dolencia del optimismo se explica cuando define Optimista como el “Partidario de la doctrina de que lo negro es blanco. En cierta ocasión un pesimista pidió auxilio a Dios. –Ah –dijo Dios–, quieres que te devuelva la esperanza y la alegría. –No –replicó el pesimista–, me bastaría con que crearas algo que las justificara. –El mundo ya está creado –repuso Dios–, pero te olvidas de algo: la mortalidad del optimista”. En otras palabras, la esperanza y la alegría se justifican en tanto los optimistas (es decir, los hipócritas) también van a morir. Aleluya.

Como sospecharán, aquella noche en el Bolshoi dormí como un bendito a pesar de los estentóreos bramidos en el escenario. Mis gordos.

Mario Roberto Morales
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