La imaginación al poder
La semana pasada murió en su casa de Portland, a los 88 años, Ursula K. Le Guin, la escritora que revolucionó a la ciencia ficción y el fantasy. Poeta, cuentista, novelista, ensayista, autora de libros para chicos, jamás renegó de la literatura de imaginación, al contrario: fue una de sus defensoras más lúcidas, convencida de que los géneros tienen la capacidad de cambiar nuestra subjetividad al imaginar realidades diferentes. Su novela La mano izquierda de la oscuridad es un clásico contemporáneo que introduce en la ciencia ficción la cuestión de género; la saga que inauguró con Un mago de Terramar cambió la rígida estructura del fantasy y abrió la puerta para la ficción juvenil actual. Radar la despide con un análisis de su obra, de su inserción en el mundo masculino de la ciencia ficción y de su particular relación con la literatura argentina.
Mariana Enriquez
No le gustaba que la llamaran una escritora “de ciencia ficción”. Decía que, cuando le colgaban ese cartel, le salían tentáculos. Prefería ser nombrada como lo que era: poeta, novelista, ensayista, cuentista. Pero siempre –siempre: hasta el final de su vida pública que coincidió con el final de su vida– Ursula K. Le Guin hizo una defensa cerrada, militante, a favor de los escritores de la imaginación. Por ejemplo. En 2014, Le Guin recibió la medalla por Contribución Distinguida a las Letras Americanas, galardón que otorga la fundación National Book Award. Es un premio a la trayectoria muy importante. Ella tenía 84 años. Subió al podio después de la introducción admirada de Neil Gaiman, bajó el micrófono hasta su altura –siempre fue una mujer menuda, con su corte de pelo estilo taza y una sutil androginia– y agradeció. Después, arremetió: “Lo acepto y comparto con los escritores que fueron excluidos de la literatura por tanto tiempo, mis colegas escritores de fantasía y ciencia ficción, escritores de la imaginación que por los últimos 50 años vieron que los hermosos premios iban a las manos de los llamados ‘realistas’”.
Hay que verle la cara, la sonrisa ladeada, cuando dice “realistas”.
Y después: “En esta época vamos a necesitar autores que recuerden la libertad. Poetas, visionarios, realistas de una realidad mayor, capaces de imaginar alternativas”. Y después le dedicó algunas palabras rabiosas al estado actual de la industria editorial, se enfurruñó con los escritores que aceptan “ser vendidos como desodorantes y a quienes se les indica qué publicar y qué escribir” y culminó con un llamado a la resistencia: “Vivimos en el capitalismo. Su poder parece inescapable. También lo parecía el derecho divino de los reyes. Todo puede ser cambiado por los seres humanos y ese cambio suele empezar en nuestro arte, el de las palabras”. Y bajó con los papelitos del discurso doblados. Una anciana de camisa colorida que no estaba dispuesta a resignarse ni siquiera ahí, en el final de su larga y extraordinaria carrera.
Ursula K. Le Guin nació en California, hija del antropólogo Alfred L. Kroeber y Theodora Kroeber, la biógrafa de Ishi, el indígena americano que pasó sus últimos días en exhibición en el museo de la Universidad de Berkeley. La suya fue una infancia y una juventud privilegiadas, en muchos sentidos. A los 22 años tenía un Master en Literatura Renacentista Francesa e Italiana en Columbia. Poco después se casó con el historiador Charles Le Guin, con quien tuvo tres hijos y una vida doméstica con pocos sobresaltos (“mi esposo siempre entendió que yo quería escribir y era un trabajo”, decía). De chica pasaba los veranos en una hermosa casa del Valle de Napa que era visitada por académicos, refugiados europeos –eran los años 40– y por varios indígenas amigos de su padre. “Mi padre los conoció cuando trabajaba con ellos, mientras aprendía su lenguaje y sus costumbres”, contaba en una entrevista para The Paris Review. “Uno de ellos, Juan Dolores, era un Papago, o un O’odham, y era realmente amigo de la familia. A veces se quedaba con nosotros durante meses, así que yo tenía este tío indígena. Tener a estas personas de otras culturas alrededor fue un verdadero regalo”.
Con los académicos aprendía de ciencia, que leyó durante toda su vida y esas lecturas son las responsables de su temprano ecologismo detallado en la novela corta El nombre del mundo es bosque (1976). Con los exiliados aprendía lo que es ser un extranjero, condición que informa a los protagonistas de casi todos sus relatos. Sus padres no eran religiosos; ella tampoco lo fue aunque pronto eligió al taoísmo como “una forma de ver el mundo”. Uno de sus últimos trabajos de traducción fue el Tao Te Ching de Lao Tzu: se dio el gusto de trabajar con un especialista en chino antiguo y le devolvió al texto su ambigüedad porque, en el idioma original, los pronombres no tienen género.
Le Guin relativizaba la influencia de su crianza en su ficción (¿a quién le gusta que la complejidad de trabajo y vida sea reducida de esa manera?) pero lo cierto es que los relatos del ciclo Hainish (en español se lo tradujo como ciclo Ekumen, el nombre de la federación integrada por varios mundos-planetas, diez libros entre novelas y cuentos) tienen un tratamiento de texto antropológico. Cuando Ursula K. Le Guin empezó a escribir, la ciencia ficción estaba dominada por las ciencias duras. La diversidad que ella trajo no fue sólo en las cuestiones de género o en la introducción de personajes de color –también inédita– sino en la ampliación del campo de las ciencias: sus libros son manuales de etnógrafo, su héroe era Charles Darwin.Una novela como Los Desposeídos (1974) su utopía anarquista –publicada originalmente con el mucho más adecuado subtítulo de “una utopía ambigua”–, es también una lucha entre ideales políticos de organización social, o entre idealismo y pragmatismo y tiene páginas enteras dedicadas a las limitaciones de la libertad humana en diferentes sistemas posibles.
La suya es una ciencia ficción que incluye a las ciencias sociales y también, claro, como ecologista, tiene una enorme preocupación por la biología y la botánica: no hay novelas con descripciones más extraordinarias de los paisajes, de la flora, incluso de la geología, que las de los mundos imaginarios de Le Guin.
La historia del futuro
“A los autores de ciencia ficción dura”, explicaba Le Guin en una entrevista de The Paris Review, “no les interesa la sociología, la antropología, no son ciencias para ellos, son cosas blandas. No les interesan los seres humanos, en verdad. A mi sí. Cuando creo otro planeta, con una sociedad en él, trato de meterme en las complejidades del mundo creado en vez de sólo referirme a algo vago como un ‘imperio’ o cosas por el estilo”.
Los mundos de Le Guin se parecen bastante a la Tierra pero las diferencias suelen ser radicales. En Werel (Planeta de Exilio, 1966), donde las estaciones son muy largas, se aproxima un prolongado y potencialmente fatal invierno –referencia que tomó George R.R. Martin para su winter is coming en Juego de Tronos–. En Los Desposeídos hay dos planetas gemelos: Urras es capitalista y derivados, Anarres está fundado en la utopía anarquista de la pensadora política Odo. Pero el mundo y la cultura que más impresionó a su época y a los lectores es el planeta helado Gueden en La mano izquierda de la oscuridad (1969). El escenario es absolutamente Le Guin y lo repetiría en varias novelas: Genly Ai, representante-embajador de la federación Ekumen, llega en una misión para integrar el planeta Gueden, dividido en un reino con características feudales y un cruel estado burocrático, a la sociedad galáctica. Es un etnógrafo interestelar: su misión también es describir a estos pueblos. Genly es heterosexual y esto es un tema no menor en Gueden donde los habitantes son andróginos latentes: cuando entran en estado de kemmer, una especie de celo, se reproducen, el resto del tiempo son bisexuales sin deseo. Esta sociedad con integrantes de otro género ha eliminado, entre otras cosas, la guerra, pero no la intriga ni la violencia. Le Guin, además, siempre evita las grandes batallas épicas, que nunca usa en su ficción.
Pero en todas las apasionantes negociaciones políticas de La mano izquierda de la oscuridad hay un momento de precipitación decisivo: el primer ministro Estraven es condenado al exilio por traición, Genly Ai conoce la religión Handarrata, viaja a Orgoryen, el país vecino dominado por una burocracia estalinista y cae preso en condiciones de una extraordinaria crueldad. Del gulag es rescatado por Estraven y juntos vuelven a Karhide a través de hielo y volcanes y un paisaje de desolación glacial. En ese viaje, los dos personajes se hacen amigos. Y algo más: se conocen, se aceptan. Están a punto de tener sexo. Lo que sienten el uno por el otro es profundísimo y doloroso. Neil Gaiman dijo: “Cuando leí el libro, a los 12 años, en Inglaterra, me cambió la cabeza. ¿Un rey embarazado? Creo que me hizo mejor escritor y mejor persona”. La mano izquierda de la oscuridad hasta rompió las reticencias de Harold Bloom, que incluyó la novela en su discutible canon. Le Guin dijo hace poco en una entrevista con The New Yorker: “Genly Ai no es un misógino, pero es un machista. Ha aceptado y se identifica con la definición de las mujeres en su sociedad: más débiles que los hombres, menos confiables, menos valientes. Física e intelectualemente inferiores. Este prejuicio de género ha existido tanto tiempo en tantas sociedades diferentes que no tuve dudas en llevarlo al futuro. En 1968 no creo que nadie pudiera imaginar a un terrícola dándole la bienvenida a la situación de género de Gueden. Pensé después en que pude haber mandado a una mujer y su reacción hubiese sido diferente. Pero en esa época la ciencia ficción no era sobre las mujeres. Era sobre los hombres. Creí que era un riesgo presentarle esta gente rara genéricamente a lectores mayormente varones. Creí que odiarían la novela. Pero me equivoqué. Las que me criticaron durante años fueron las feministas. Hubiesen querido que fuese más valiente”.
En su introducción a las novelas del ciclo Hainish en la edición de The Library of America, el editor Brian Attebery explicaba que la ficción de Le Guin se basa en tres ejes: el primero, un mundo perfectamente construido, análogo al de la ficción histórica (“tiene mucho en común con, por ejemplo, Guerra y Paz de Tolstoi”). El segundo eje es el protagonismo de un visionario o un adelantado: el anarquista Shevek en Los desposeídos, la observadora Sutty en El relato (2000). Y el tercero es lo que llama “un ojo de la cerradura” desde el que se puede ver el cotidiano. La narrativa de Le Guin entra en la intimidad y los personajes poderosos son vistos de entrecasa. En Los desposeídos, el momento de mayor acción es durante una marcha y la posterior represión: transcurre en el planeta Urras pero cualquier lector se sentirá identificado con las balas de goma, los helicópteros, la huida, la sensación de triunfo y de pánico. El viaje interplanetario, una guerra que ocurre al mismo tiempo que la acción, la rebelión original de los anarquistas: todo eso queda para la elipsis. Lo que leemos es a Shevek planeando su viaje revolucionario mientras consuela a su hija mayor y trata de dormir a la menor. Por eso sus mundos y su gente son tan cercanos: se los observa con curiosidad, se los conoce, dejan de ser extraños.
La magia de las influencias
Ursula K. Le Guin siempre incorporó lo que consideraba “las voces menos escuchadas”. Solía recordar que, en una firma de libros, una chica le dijo: “¿Sabe por qué me gusta Viaje a las estrellas? Porque plantea un mundo donde una persona como yo podría vivir”. Casi desde el principio puso personajes de color en sus novelas. Es de color Genly Ai y también Ged-Gavilán, el joven hechicero de Un mago de Terramar (1968), la saga que se extendería en Las Tumbas de Atuán (1971), La costa más lejana (1972), Tehanu (1990) y En el otro viento (2001). En Tehanu es donde se ve con claridad el salto que, ella reconocía, tuvo que dar para escribir con perspectiva de género: la saga se repliega, el mago está en casa deprimido y recuperándose, Tenar, su pareja, la ex sacerdotisa de Atuán, se ocupa de la casa y adopta a una niña Therru, quemada por un dragón.
Mientras, se debate sobre por qué a las mujeres se les niega la posibilidad de ser magas cuando su magia es “más vieja que la luna”. Pero llegar ahí, en fantasy y ciencia ficción, le llevó a Le Guin varios años. Terramar fue concebida para chicos: en 1968 no existía la categoría de Young Adult. “Me preguntaba cuán lejos podía llegar”, decía en una reciente conferencia en la Universidad de Portland, “cuán oscura podía ser. Porque el fantasy, otro género que suele ser despreciado, también puede ser muy ético y profundo moralmente. El Señor de los anillos es básicamente una pregunta sobre el poder”.
Un mago de Terramar es la premisa de Harry Potter. Casi de manera literal. La escuela de magia donde estudia Ged. El joven mago que se hace de un enemigo muy cercano (en este caso, su propia sombra). Ged también recibe una cicatriz de la Sombra, como Harry es marcado por Voldemort. Ursula K. Le Guin, por supuesto, se dio cuenta. “No creo que me haya robado”, dijo. “Pero pudo ser más agradecida con sus predecesores. Es perezoso no reconocer a escritores que fueron a esos mismos temas antes. Recibió muchos elogios por su originalidad. Ella tiene virtudes: la originalidad no es una de ellas”.
Terramar le trajo otros dolores de cabeza: Hayao Miyazaki quiso adaptarla, Le Guin se negó –pensaba que era un Disney japonés–, cuando volvieron a reunirse el trabajo fue a manos del hijo de Miyazaki, Goro. “Me prometió que iba a supervisarlo y me mintió. Me gusta visualmente pero detesto el uso de la violencia para resolver conflictos. Y, por supuesto, Ged en la película es un hombre blanco.”
Algo parecido a lo de Harry Potter ocurrió con Avatar (2009), la película de James Cameron: se parece terriblemente a El nombre del mundo es bosque. Cameron dice que su influencia fue Pocahontas. Le Guin no le creyó. Con la honestidad brutal de siempre –no hay que dejarse engañar por su taoísimo y su pacifisimo y su fragilidad– dijo: “Cuando se consigue una enorme cantidad de dinero apropiándose de ideas y fuentes ajenas, entre ellas mi obra, hay una sensación de violación. Y de desprecio por ese aprovechamiento”.
Pero el amor de sus fans fue siempre incondicional. Entre los escritores, traspasó géneros como pocos. Michael Chabon escribió el día de su muerte: “No se qué decir sobre Ursula, el mejor escritor de su generación”. David Mitchell, autor de Cloud Atlas, la consideraba un genio. Margaret Atwood escribió en el obituario de The Guardian: “Al fin sus novelas se encontraron con su tiempo”. Kij Johnson y Jo Walton recibieron su apoyo y admiración mutua. Y Michael Cunninghman, el autor de Las horas y Una casa en el fin del mundo la tenía entre sus heroínas y la entrevistó hace algunos años para Electric Literature. Ahí hablaron otra vez de la dicotomía realismo y literatura de la imaginación, que Le Guin mantendría hasta el final. Cunningham le decía: “Siempre estoy tratando de que mis lectores y alumnos se metan en la ficción de género y me sigue sorprendiendo el nivel de resistencia. Las palabras ‘no leo ciencia ficción’ siguen emanando de una sorprendente cantidad de bocas bien educadas y eruditas”. Y Le Guin le contestaba: “Me alegra que lo digas vos, un escritor que se hizo famoso con la llamada ficción literaria. Claro que hay diferencias entre géneros. Vivan las diferencias. Pero el problema es que los géneros fueron ignorados por completo y se consideró literatura únicamente a la ficción realista al menos en las mentes de los hombres que controlaban la crítica y la educación. El realismo es por supuesto un género tremendo, capaz, maravilloso y ha dominado la ficción desde el siglo XIX. Pero el dominio no es lo mismo que la superioridad. Las paredes están cayendo, sin embargo. De a poco. Adoro que José Saramago tome piezas de género para sus novelas. En este momento no se sabe bien cómo llamar a esta ficción anfibia. No quiero que este momento tenga un nombre. Es un momento revolucionario. Y, como siempre, que viva la revolución”.
Fuente: [https://www.pagina12.com.ar/93268-la-imaginacion-al-poder]
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