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Dante Liano

Tiempos recios pertenece al filón de las novelas históricas que Mario Vargas Llosa ha cultivado a partir de La guerra del fin del mundo (extraordinario affresco de la guerra de los sertones, en el noroeste del Brasil), y cuya mayor expresión es La fiesta del chivo, último de los grandes relatos sobre las dictaduras latinoamericanas. El refinamiento literario, el diestro uso de las técnicas narrativas, el cuidadoso lenguaje estaban al servicio de una potente historia, de una historia épica que retrataba al abominable tirano de la República Dominicana y a sus idealistas adversarios. De igual manera, Tiempos recios recupera la épica histórica para narrar la desconsoladora tragedia guatemalteca de 1954, con la conciencia de que fue también una gran tragedia latinoamericana y con la conclusión, como veremos, de que sus consecuencias arrasaron con las esperanzas democráticas de toda América Latina.

Como suele suceder con las novelas de Vargas Llosa, en esta última hay varios hilos narrativos que confirman algunas predilecciones del autor. La Historia con mayúsculas, encarnada en protagonistas que figuran en los libros canónicos; la petit-histoire, esa que elaboran los individuos comunes, los que edifican torres, palacios, catedrales, pirámides y de los cuales no sabemos el nombre; la sordidez y la abyección de ambientes y personajes; la sexualidad desviada y pervertida, que le sirve para pintar mejor la obscenidad de algunas vidas que chapotean en el fango y que, por desgracia, han influido en la suerte de las naciones. Todos esos hilos narrativos están al servicio de un ritmo ágil, pariente del montaje cinematográfico, que conduce severamente hasta el final. Aquí, Vargas Llosa cumple con aquel aforismo de Huidobro: “El poeta es un pequeño Dios”. En efecto, el novelista crea su mundo y lo organiza en un aparente desorden, para después hacer confluir las historias en un solo nudo, donde se entrecruzan, de forma inextricable, las vidas de Castillo Armas, Jacobo Árbenz, Odilia Palomo, María Vilanova o José Manuel Fortuny, para decir unos nombres.

Dicho en una línea, Tiempos recios relata la historia de la destrucción de la democracia guatemalteca por un acto imperial de los Estados Unidos. Uno de los tantos errores en política internacional de ese gran país, errores que han llevado a otros errores, hasta culminar en auténticas catástrofes con repercusiones en todo el mundo. Errores repetidos hasta la saciedad, con un olvido estupefaciente de la historia. Errores simultáneos y sucesivos en todas partes del orbe. Errores que no han exportado la democracia, como la propaganda se obstina en repetir, sino que han creado dictaduras para mantener la democracia en el centro del imperio.

Si un escritor guatemalteco hubiese escrito esta novela, habría sido tachado inmediatamente de nostálgico y, ça va sans dire, impenitente comunista. Resulta de fundamental importancia que lo diga un narrador por encima de toda sospecha, un defensor de la idea liberal clásica: de la libertad, del individualismo, de la democracia. ¿Qué cuenta Vargas Llosa? Lo que mis padres (y los padres de todos mis amigos) relataban en voz baja durante nuestra infancia y que resultaba subversivo bajo las eternas dictaduras militares. Hubo una vez, en Guatemala, en el año 44 del siglo XX, una insurrección popular que produjo los dos únicos gobiernos realmente democráticos en el país. Los dos grandes estadistas fueron Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz Guzmán. Las titubeantes reformas económicas que propusieron tenían como objetivo sacar al país del régimen feudal en la que lo tenían los trogloditas dueños del poder, finqueros coloniales aferrados a sus riquezas, dispuestos a cualquier cosa (y no cualquier cosa fue el genocidio de los años 80) con tal de mantener una situación anacrónica incluso para América Latina. Arévalo y Árbenz querían implantar el capitalismo para construir una sociedad democrática, como lo había hecho Costa Rica en 1948. Ese fue su pecado. El resto es ceguera, maldad, traición y vileza.

Quizá el tema central de la obra sea la traición, o quizá es el tema que impresiona más. Traidores que traicionan a otros traidores, en una cadena infinita que solo lleva a la tragedia. El traidor por antonomasia, Castillo Armas, un judas con minúsculas, mediocre y sin grandeza, desechable como aquellos pañuelos de papel después de recónditas limpiezas; la amante de Castillo Armas, aquí bajo el pudor de otro nombre, bella y socarrona, lista a saltar a la cama del triunfador de turno, por repugnante que sea (dos amantes de antología de la abyección, Cara de Hacha y Johnny Abbes); el Ministro de la Defensa de Arbenz, quien le promete continuar con los ideales de la Revolución si renuncia, y que al día siguiente olvida la promesa; Trinidad Oliva, que asesina a quien debía proteger; Rossell yArellano, que entrega a los cadetes patriotas…De traición en traición, una institución, que, en lugar de defender el suelo patrio (¿quién recuerda las palabras del himno nacional?) no obstante estar doblegando a los mercenarios que invaden el país, se rinde ante la amenaza de la intervención norteamericana. Ese rubor está patente en la novela, y tendría que llenar de bochorno a más de alguno.

Debemos a Vargas Llosa una novela estupenda, con hilos narrativos apasionantes como los de un thriller: ¿qué fue de la bellísima “Miss Guatemala”, cuya mancebía con Cara de Hacha dividió a los liberacionistas? ¿qué papel tuvo Trujillo en el asesinato de Castillo Armas? ¿cómo terminó sus días el sicario de Trujillo, Johnny Abbes García, luego de raptar a Marta Borrello, como Cara de Ángel a Camila en El Señor Presidente? En ciertos momentos, se siente como si esta novela fuera el epílogo de La fiesta del Chivo, de la que continúa algunas tramas.

Mas la cuestión fundamental de la última obra de Vargas Llosa es el rescate y rehabilitación de dos grandes estadistas latinoamericanos: Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz Guzmán. El escritor no oculta algunas sombras que están por aclararse aun: por ejemplo, el asesinato del coronel Francisco Javier Arana en el puente La Gloria de Amatitlán, supuestamente para allanar el camino político de Árbenz; o el incidente de Arévalo que costó la vida a dos bailarinas rusas… Sin embargo, lo que resalta es la voluntad de ambos de llevar a Guatemala hacia la democracia, el espíritu patriótico y la voluntad de justicia social. No se cansa, Vargas Llosa, de repetir que la finalidad de Árbenz era convertir a Guatemala en un país capitalista, y, por ende, en un país democrático. La ceguera de la prensa internacional, hábilmente manipulada por los publicistas de la United Fruit Company, y la ceguera mundial, que creyó a la estupidez de que Guatemala se estaba convirtiendo en un satélite comunista, produjeron la tragedia de los años sucesivos en el país.

Y la tragedia de toda América Latina. Encuentra Vargas Llosa que el resultado directo de la invasión de Guatemala fue la radicalización de la Revolución cubana. Todos conocemos el razonamiento del Che Guevara, que estaba en Guatemala durante la caída de Árbenz. Para hacer triunfar a la revolución, había que acabar físicamente con las clases dirigentes. Fue el inicio de una cadena trágica. La frases finales de la novela son tajantes: “Hechas las sumas y las restas, la intervención norteamericana en Guatemala retrasó decenas de años la democratización del continente y costó millares de muertos, pues contribuyó a popularizar el mito de la revolución armada y el socialismo en toda América Latina. Jóvenes de por lo menos tres generaciones mataron y se hicieron matar por otro sueño imposible, más radical y trágico todavía que el de Jacobo Árbenz”.

En mi infancia y juventud, todavía había borrachos que, en la euforia de la embriaguez, rompían la soledad nocturna de las esquinas anónimas de ciudad de Guatemala con un grito de libertad y sueño: “¡Viva Arévalo!”. Era como retar a las sombras y a la ignominia de un pasado reciente. Estoy seguro que ahora ya nadie, por borracho que esté, declara esta nostalgia de libertad en las noches guatemaltecas. Sin embargo, al leer Tiempos recios, dan ganas de proclamar, en plena sobriedad y con total conciencia, a la luz del día: “¡Viva Arévalo!” Y de continuar, por justicia tardía y melancólica: “¡Viva Árbenz!”. Lo dijo por su presente y nuestro futuro, Pepe Batres en el siglo XIX: “Triste y desventurada patria mía”. Lo refrendó Cardoza, parafraseando a López Velarde: “Dura patria”.

“Hechas las sumas y las restas, la intervención norteamericana en Guatemala retrasó decenas de años la democratización del continente y costó millares de muertos, pues contribuyó a popularizar el mito de la revolución armada y el socialismo en toda América Latina. Jóvenes de por lo menos tres generaciones mataron y se hicieron matar por otro sueño imposible, más radical y trágico todavía que el de Jacobo Árbenz”.

Fuente: [https://dantelianoblog.wordpress.com/2019/10/16/retar-a-las-sombras/]