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Una biografía de Elena Garro

Elena Poniatowska

¡Qué escritor no quisiera tener un biógrafo tan enamorado de su personaje como Patricia Rosas Lopátegui! Su capacidad de entrega no tiene límites. Su admiración se desborda en cada página. Que Elena Garro era una seductora absoluta, queda comprobado en este libro que lleva el escandaloso título de El Asesinato de Elena Garro.

Elena Garro Foto: archivo La Jornada

Elena Garro Foto: archivo La Jornada

Elena Garro fue un ser lleno de contradicciones y enigmas. Para ella nunca hubo medias tintas. ¿Se comió el personaje a la escritora? Elena es un icono, un mito, una mujer fuera de serie, con un talento enorme. A nadie deja indiferente. Impresionó a todos los que la conocieron, marcó con una huella indeleble a quienes la trataron; imposible para su hija Helena Paz vivir y «ser» sin ella. Sin embargo, con su muerte, no ha crecido su leyenda. Quien la sostiene con lealtad admirable es Patricia Rosas Lopátegui, que la envuelve en libros como caricias e insiste en que la recordemos y le rindamos tributo.

Este tercer tomo, El asesinato de Elena Garro que le dedica, Patricia recoge artículos dispersos en revistas y diarios. Sin embargo, habría que asentar que Elena no tiene identidad periodística, es decir, quienes la tratamos la considerábamos una extraordinaria escritora, pero no una periodista. El periodismo no fue su profesión, la literatura sí, y la ejerció en forma maestra. Además de escribir esporádicamente en revistas de poca monta, salvo Siempre! (Sucesos y Revista de América no circulaban), Elena solo escribía (y muy bien) cuando algún acontecimiento suscitaba su indignación. El reparto de la tierra, la miseria de los campesinos, el líder de la cnc, Javier Rojo Gómez y Carlos Madrazo, el ingeniero Norberto Aguirre Palancares, el coprero César del Ángel, fueron sus temas. También escogió escribir sobre Régis Debray y Roberto Fernández Retamar, entre otros. Estos artículos, sin embargo, no añaden un centímetro a su estatura de novelista, cuentista y autora teatral.

Patricia Rosas Lopátegui, profesora de la Universidad de Nuevo México, estudia la vida y obra de Elena Garro y la encumbra. Ningún biógrafo más apasionado por su sujeto que ella. Idolatra a Elena Garro, no le cuestiona nada. Le reza, la convierte en santa. Después de dos libros, Yo solo soy memoria y Testimonios de Elena Garro, nos da a conocer el último tomo de la trilogía, El asesinato de Elena Garro. Nos avienta de cabeza al mundo ardiente y peligroso del periodismo de la Garro, del que se sabía poco o nada, ya que publicó primero en Presente, un periódico de Cuernavaca desconocido en el Distrito Federal, y más tarde sólo lo hizo de vez en cuando en revistas como Sucesos y Siempre! Quizá en los primeros años, en 1941 en la revista Así, pudo considerársele una periodista de vanguardia, porque habló de la situación de la mujer cuando pocos lo hacían en una sociedad misógina y sexista. Las abnegadas mujercitas mexicanas debían bordar pañuelos con orillas de llorar y sonar la nariz de sus hijos. Nada mejor que el confinamiento para esos seres débiles y pasivos que paren con dolor. Elena Garro salió de su casa dando un portazo, y sólo con ese acto se convirtió en una amenaza para el statu quo.

En los cuarenta, Elena entrevistaba a quien se le daba la gana y como se le daba la gana. Ningún jefe de redacción a quien rendirle cuentas, ninguna orden de trabajo como la recibimos todos los reporteros. Así, Elena escoge a la cantante de ópera Lolita González de Reachi (¿quién será?), le pregunta si su marido se opone a su carrera y le señala que «de Reachi» significa ser propiedad de un hombre. También dialoga con la actriz Isabela Corona (a quién Juan Soriano le pintó un fabuloso retrato) y con la pintora Frida Kahlo, tres mujeres que luchan por destacar (bueno, Frida Kahlo luchó por sobrevivir). Ninguna de las entrevistas es memorable, en cambio un reportaje en la cárcel de mujeres sí lo es. «Mujeres perdidas» es una excelente crónica y, para hacerla, Elena convivió con las presas.

Elena Garro tampoco se consideró feminista: «El día en que manejemos ideas propias, entonces seré feminista, pero mientras manejemos intelecto masculino, no soy feminista. […] No. No hay mujer que haya tenido una sola idea.» ¿Y Marie Curie? ¿Y Simone Weil? ¿Y Simone de Beauvoir? ¿Y Marguerite Yourcenar? ¿Y, en México, Sor Juana Inés de la Cruz, Frida Kahlo o Rosario Castellanos, su contemporánea?

Arturo Ripstein bailando con Elena Garro Foto: tomada del libro Yo soy memoria

En las páginas que siguen abundan los comentarios de Patricia Rosas Lopátegui basados en la información de Elena Garro. Como Patricia no vivió los acontecimientos, sólo puede verlos a través de Elena. La información que Elena le da es un amasijo de contradicciones, cuando no de falsedades, lo cual hace que su trabajo sea sesgado y tendencioso porque las inexactitudes se vuelven imposturas. Parcial, Patricia Rosas Lopátegui afirma que su periodismo no es constante porque Octavio Paz la limita. Nos dice que en 1957 Octavio «accede» a que Elena se dé a conocer como dramaturga, cuando es vox populi que fue Octavio Paz quién, loco de entusiasmo, presentó al grupo Poesía en Voz Alta las obras Andarse por las ramas, Los pilares de doña Blanca y Un hogar sólido. Si viviera todavía Juan Soriano lo corroboraría.

Un hogar sólido fue un prodigio al que tuve el privilegio de asistir. Elena, vestida de terciopelo negro, subió al escenario a recibir un prolongado aplauso al lado de Guillermo Dávila, gran amigo de Carlos Pellicer, Juan Soriano, Juan José Gurrola y otros, y Octavio no cabía en sí del orgullo. Sonreía aun más que Elena. Para esto, la mujer de teatro había escrito, según ella desde 1958, el espléndido drama histórico Felipe Ángeles que Coatl, de Ernesto Flores, publicó en Guadalajara en 1967, y otra obra maestra, Los recuerdos del porvenir, cuyo manuscrito extravió. Elena hablaba de un baúl mágico lleno de obras prodigiosas que se extraviaba en los países en los que residía. La semana de colores, publicado en 1958, es un libro maravilloso. Octavio Paz admiró a su mujer que no dejaba de asombrarlo, mejor dicho, de inquietarlo y desazonarlo hasta despeñarlo al fondo del infierno. Ella es la que brilla, la estrella, la de los propósitos que Paz festeja y necesita. La escucha arrobado, ríe de sus ocurrencias y concuerda con ella cuando ataca a éste y a otro. Discuten y él se rinde. ¡Qué hermosa pareja! Elena lo estimula y le rinde pleitesía. «Tus ojos son los ojos fijos del tigre y un minuto después son los ojos húmedos del perro./ Siempre hay abejas en tu pelo. […]/ Patria de sangre,/ única tierra que conozco y me conoce,/ única patria en la que creo,/ única puerta al infinito.» Elena fascina no sólo a su marido, sino a quienes la cortejan. Es una mujer de mundo. También Octavio es un hombre de mundo. Enamoran, ríen, se burlan de pretendientes y pretendientas, son los reyes de la noche. Encandilado por todos los sentimientos encontrados que le provoca su mujer, Octavio Paz llevó el manuscrito de Los Recuerdos del Porvenir a Joaquín Diez Canedo, quien lo lanzó en 1963. Un año después, Octavio de nuevo se enorgulleció de que le dieran el Premio Xavier Villaurrutia, en 1964, aunque ya estaban separados. «Es la mejor escritora de México» declaró. Según Patricia, para Elena el trabajo de creación estaba prohibido y le era difícil escribir. Sin embargo, la misma Elena contaba que pasaba muchas horas sola y que podía vivirlas a su antojo. ¿Quién le prohibía qué? Otra vez, según Patricia, Octavio Paz.

Las contradicciones y las falsedades se van acumulando a lo largo de las páginas porque Elena es la única fuente de información y Patricia Rosas Lopátegui le cree a pie juntillas. A finales de la década de los cincuenta, Elena se preocupa por los campesinos de Ahuatepec, Morelos, y se enfrenta al banquero Agustín Legorreta. Convertida en luchadora social, fustiga al pri y alaba a Javier Rojo Gómez, que dirige la cnc. Nada le importa más que el reparto de tierras y la suerte de los indios, como ella los llama. «Me crié entre ellos y para mí son tan queridos como mi familia española. Aparte de esta razón sentimental los indios son las personas cultas del país […] Los indios son muy inteligentes, han sufrido mucho. Se les ha prohibido hasta tener memoria, porque la Conquista de México les quitó hasta la memoria, entonces ellos existen casi de contrabando y a escondidas… Me parece que lo que les sucede es un pecado terrible. ¡Y los quiero mucho y me produce mucha pena que los exploten de esa manera, que los maten de esa manera y que no tengan derechos!» Elena aparece en las reuniones campesinas en Morelos, a las que puede acceder gracias al líder campesino Cristóbal Rojas, director del periódico Presente, y causa sensación. También llega despampanante y furiosa al despacho del gobernador, al del procurador de justicia y todos los ujieres le ceden el paso. Ir vestida con prendas de Dior, de Chanel o de Jacques Fath es una estrategia para impresionar, como lo son los abrigos de piel y las suaves chalinas color beige o palo de rosa o verde pistache, los favoritos de Elena. Sorprende a todos, la reciben y su reacción ante ella oscila entre el miedo y el deslumbramiento.

Ataca a los intelectuales: «Yo creo que todos están más o menos ligados con el gobierno, o tienen una chamba en el gobierno, o la han tenido. ¿No te parecen entonces una farsa sus gritos y sus grandes escritos?» A Octavio Paz le hace la vida de cuadritos, teme sus escándalos, nada peor que se le aparezca y le grite en cualquier restaurante. Todavía años después de su divorcio, cuando a Octavio lo hacen miembro del Colegio Nacional, en 1967, su máximo temor es que llegue Elena a sabotear el acto. «Elena es de armas tomar, es tremenda.» También, como nos lo informa Patricia, desenmascara a la política cultural mexicana, su totalitarismo, la sociedad patriarcal, las «cabezas pensantes» que la mantienen marginada. Siempre que puede le pega a los intelectuales, cualquier ocasión es buena. Escribe en Sucesos para todos: «La Revolución careció de un sistema filosófico. Los intelectuales mexicanos acostumbrados a pensar poco y a disfrutar de muy buenas prebendas, se abstuvieron de ejercer el pensamiento y antes y después del asesinato de Francisco I. Madero prefirieron las carteras de ministro a la incertidumbre del desempleo.» «Los intelectuales han jugado a todas las barajas», acusó en 1968.

Según Patricia Rosas Lopátegui, mientras Garro hacía pública la barbarie de funcionarios, caciques y empresarios mexicanos, la obediencia de Octavio Paz al régimen era premiada con el puesto de embajador en India, en septiembre de 1962. ¿Cómo explicarse entonces la renuncia pública de Octavio Paz, en 1968, a raíz de la matanza de Tlatelolco?

Elena Garro convivió con líderes campesinos y padeció el asesinato de Rubén Jaramillo. Lo conoció y trató a su familia: «Los intelectuales usaron la bandera de Rubén Jaramillo, pero jamás se ocuparon de él. Yo lo conocí, yo lo traté, ellos no.» Años más tarde, gracias a otro líder campesino, Florencio Medrano Mederos, el fraccionamiento Villa de las Flores, que pertenecía al hijo del gobernador de Morelos, Felipe Rivera Crespo, se convirtió en la colonia Rubén Jaramillo. En 1973 (Elena andaba huyendo), cuando fui a la colonia a hacer un reportaje que habría de publicarse en el libro de crónicas Fuerte es el silencio, los campesinos me preguntaron si no conocía «a otra güerita como usted», y resultó ser Elena Garro. «Quería enseñarnos a leer y a escribir para que pudiéramos defendernos.» Lo cierto es que la cercanía de Elena con los campesinos es el fundamento de su mejor obra. Su preocupación es auténtica. Elena, católica, lucha contra el mal que se les inflige a los más pobres, le indigna el despojo de que son víctimas. Al defenderlos escribe sus mejores páginas y hace gran literatura. A Sergio Pitol le entusiasma «La culpa es de los tlaxcaltecas». «¡Es un cuento magistral!», exclama.

Elena Garro y Helena Paz, foto tomada del libro Yo soy memoria

Elena Garro y Helena Paz, foto tomada del libro Yo soy memoria

Todo lo que escribió Elena fue más o menos autobiográfico: «Yo no puedo escribir nada que no sea autobiográfico; en Los recuerdos del porvenir narro hechos en los que no participé, porque era muy niña, pero sí viví –le confía a Roberto Páramo–. Asímismo en las dos últimas novelas, Reencuentro de personajes y Testimonios sobre Mariana, trato las experiencias y sucesos que me acontecieron en la multitud de países donde he vivido. Y como creo firmemente que lo que no es vivencia es academia, tengo que escribir sobre mí misma.»

Elena decía cosas muy buenas: «Cualquier experiencia o experimento es una aventura y la aventura es la cualidad superior del hombre. Una obra de arte es una aventura.» «No me considero original; me ha interesado sobre todo tratar el tema del tiempo, porque creo que hay una diferencia entre el tiempo occidental que trajeron los españoles y el tiempo finito que existía en el mundo antiguo mexicano.» «En la política se condena a la belleza cuando ésta interfiere con el poder.» «Los políticos, como los escritores, pueden permitirse todo menos aburrir al público.» «El miedo es el peor consejero, no aconseja sino crímenes. Detrás de cada dictador hay un potencial de miedo infinito.» «El presidente no es más que un empleado del pueblo: no es Dios. Yo creo que Dios no dura seis años ¿sabes? Si un administrador no satisface las necesidades, que se vaya. Puede haber otro más apto.» «Estamos en el tiempo de matar: se empieza matando en el nombre de una idea y se termina asesinando en el nombre de un jefe. ¡Y un jefe es una mentira!» «El fin de todo acto político es la toma del poder. Y el fin del poder es conservarlo. Toda política está fundada en una filosofía o ideología. La monarquía sostenida por la filosofía espiritualista y religiosa se fundó en el derecho divino. La gran burguesía arrebató el poder a la nobleza fundándose en los derechos humanos y la abolición del derecho divino. A su vez, la pequeña burguesía representada por Marx y Lenin, carente de poder económico y de poder divino, fundamentó su derecho al poder político en la intelectualidad. Y de hecho la gran revolución comunista no es sino el asalto al poder de la clase más ávida: la pequeña burguesía.» Contestataria y coqueta a la vez, Elena le asegura a Carlos Landeros: «Si fuera castrista lucharía por el castrismo y yo sólo peleo por la Constitución mexicana. Yo soy agrarista guadalupana, porque soy muy católica. Devota del Arcángel San Miguel y de la Virgen de Guadalupe, patrona de los indios.»

A partir de 1963, los acontecimientos se precipitan y a Elena, anticastrista, la involucran en las investigaciones de la cia sobre el asesinato de John F. Kennedy. Ya no sólo le preocupan los asuntos campesinos, Elena conoce al presunto asesino (desde luego, ligado a Cuba) y lo denuncia. A partir de entonces cobra vida su novela aún no escrita, Andamos huyendo Lola, porque, acorralada por sí misma y por las intrigas, se acentúa su delirio de persecución, su paranoia.

En 1965, Madrazo, presidente del pri, intentó reestructurar al partido oficial. Elena publicó una entrevista con él de casi cien páginas en que lo elogia demasiado y lo convierte en un héroe. Cita a Carlos Madrazo: «Creo en la rebeldía como una forma viva del pensamiento. Creo que es una de las formas más vivas de expresión. Los grandes sabios, los grandes escritores, los descubridores, no han sido otra cosa que rebeldes.» «El amor es un método de conocimiento y creo que fue el método empleado por Balzac.» «Porque el hombre confronta su estatura pequeña con los valores superiores por los que debe vivir y morir. La lucha es eso: un riesgo y esto no debe aceptarse si uno no está dispuesto a llevarla hasta su final. Los hombres nos dividimos en dos grupos: los que aprendemos a morir y los que aprenden a vivir.». «La izquierda mexicana ha creado, a través de la historia del país, un clima de combate civil, y de ella han surgido todos nuestros grandes hombres.» «El hombre es falible, pero para mí vale igual quien se equivoca actuando en pos de una idea generosa, que aquel que teóricamente es perfecto pero que nunca ha hecho nada.» Elena asegura que el pri es una empresa privada y no un partido político, y es muy buena su crítica a Lauro Ortega, «hombre enormemente rico y actual dirigente del pri, que representa en México a la empresa japonesa Mitsubitsi y trabaja para ella obteniendo desde el poder todos los contratos que la favorezcan aunque resulten onerosos para el país». En todas partes, Elena suelta el nombre de Madrazo, cualquier ocasión es buena para hacer la apología de su ídolo. Lo apoyó hasta ir con Gregorio Ortega (director de la Revista de América a quienes todos llamaban Orteguita) a pedirle que encabezara el movimiento estudiantil que terminó en la masacre del 2 de octubre de 1968. Madrazo, como buen político, se negó. Elena siguió yendo a las asambleas en Ciudad Universitaria a gritar: «Madrazo, Madrazo, Madrazo.» Él iba a llevar a cabo la Reforma agraria, él haría justicia, él combatiría el racismo, él, que ya despertaba pasiones, controversias, discusiones; él, sólo él, que leía a Balzac, que tenía cifras y datos en la punta de la lengua, el informado, el activista, el gran lector, el hombre pensante decía la verdad al igual que Churchill. Madrazo superhombre desbancaría a los protagonistas de la historia universal. Activista, Elena decía de sí misma que era una partícula revoltosa. También el Distrito Federal estaba revuelto. Elena iba y venia, argumentaba, denunciaba y volvía a denunciar. «La mujer de Octavio Paz», comentaban a pesar de la separación. Su hija Helenita, aun más airada, arrebataba la palabra: era muy evidente la presencia de las dos Elenas en actos públicos que invariablemente causaban sensación. Dos mujeres rubias y guapas, impecablemente vestidas, sobre sus altos tacones, abanderaban a Madrazo. (Para ser un poco frívola, habría que recordar que Elena tenía piernas tan hermosas, o más, como las de Marlene Dietrich). En todas partes se les reconocía, en algunas corrían a recibirlas, en otras, huían. «Mucha gente me ha dicho que si no tengo miedo de señalar a los que violan las leyes –le dijo a Carlos Landeros–, pero por qué voy a tener miedo, si yo no hago más que repetir lo que dicen las cabezas del gobierno.»

Quien habría de huir con su hija tomada de la mano fue la propia Elena. El 17 de agosto publicó en la Revista de América «El complot de los cobardes» acusando a los intelectuales de mandar a los jóvenes al matadero. Todavía el 22 de agosto de 1968 la Chata encabezó una manifestación frente a la Embajada de la urss contra la invasión de Checoslovaquia. «Helena, la hija del poeta Octavio Paz» consignan los periódicos. A propósito de la actitud antiintelectual de Elena, Archibaldo Burns habría de decirle a Patricia Vega: «Mira, en el ’68 vi poco a Elena, pero ella tenía la obsesión de siempre: Octavio Paz, y quería fastidiar a los amigos intelectuales de Octavio –lo fueran o no, esto es importante, porque ella los veía como los amigos de Paz–, por eso decía que todas esas gentes estaban mandando a los estudiantes de carne de cañón, que los iban a matar y que iban a dar a la cárcel, mientras ellos estaban muy cómodamente instalados en sus casas. Ella pensaba que los amigos de Octavio estaban haciendo eso; además Elena detestaba a los comunistas, les tenía un odio feroz.» El 7 de octubre de 1968 culpó a quinientos intelectuales y los madracistas se equivocaron al decirle que fuera a esconderse. La propia Elena, ya muy acelerada, llamaba a la Dirección de la Federal de Seguridad: «Habla Elena Garro. Insisto en que vengan a aprehenderme. Que me fusilen si soy culpable.» ¿La ayudaron después los políticos que tanto había ensalzado? Rojo Gómez, Madrazo y Palancares, le aconsejaron prudencia. Las cosas se habrían calmado y nada le habría pasado si hubiera permanecido en México. Su propio delirio la empujó a denunciar a quien se le dio la gana. Barrió con quinientos intelectuales. (No sabía yo que había tantos). Incluyó, por ejemplo, a Leonora Carrington (quién no tenía nada que ver) simplemente porque la gran pintora era amiga de Octavio. Ninguno de los acusados le habría hecho daño. ¿Para qué? Ella se bastaba sola. «Fue cuando decidí huir para escapar a mi asesinato que aquellos estudiantes, que nunca supe si lo eran, me vinieron a comunicar.» ¿Y la Chata? Ninguna mención a su hija. ¿A poco a ella iban a dejarla viva? A partir de entonces se agudizó su delirio en el que introdujo malamente a su hija, la Chatita. Octavio Paz alguna vez exclamó: «Lo que no puedo perdonarle es lo que le ha hecho a nuestra hija.» A Octavio debió dolerle la carta que Helenita, su hija, le escribió a cambio de su poema rechazando asistir a la Olimpiada Cultural que se iniciaría el 12 de octubre de 1968. Juan Soriano resume con inteligencia la situación de Elena Garro en el ’68, y Elena lo cita: «Juan Soriano me dijo mucho después: ‘Actuaste siempre como una persona libre, sin grupo o partido y eras el blanco ideal.’ Por eso digo que no tengo lugar ni a izquierda, derecha o medio centro. Soy una outcast, una indeseada.»

Estigmatizada por Octavio Paz, crucificada por Octavio, obsesionada por Octavio, hablaba de él cuando Octavio ya no la mencionaba. O apenas y en función de su hija. A Gabriela Mora le dijo: «Yo vivo contra él, estudié contra él, hablé contra él, tuve amantes contra él, escribí contra él y defendí a los indios contra él. Escribí de política contra él, en fin, todo, todo, todo lo que soy es contra él. Mira, Gabriela, en la vida no tienes más que un enemigo y con eso basta. Y mi enemigo es Paz.»

Que Elena Garro sedujo hasta los últimos años de su vida, lo dicen sus entrevistadores, que terminaban arrodillados a sus pies. Así le pasó al reportero Luis Enrique Ramírez, que quería enviarle su sueldo a París. «¡Pero Luis Enrique, las condiciones de Elena son mucho mejores que las suyas!» Luis Enrique gastó lo que no tenía para llamarla por teléfono a París. Una Elena de casi ochenta años lo había subyugado en la casa de Devaki, en Cuernavaca. También Patricia Vega quedó prendada. La voz baja y delgadita de Elena, apenas el susurro de una voz, embrujaba. Había que acercarse mucho para no perder una sola de sus mágicas palabras y los oyentes se quemaban. Elena resultó ser un veneno muy poderoso, pero la primera que se envenenó fue ella misma. Muchos años antes, cuando Carlos Fuentes supo que Elena Garro estaba en el Festival de Cine de Cannes con Archibaldo Burns y que se había metido a bañar en Eden Roc, comentó: «Se han de haber envenenado hasta los que se bañaban en el mar de Mármara.»

¿Quién mató a Elena Garro si no la propia Elena Garro? A cinco años de su muerte, es posible descubrir que el verdadero asesino de Elena fue su vida alejada de la realidad, incluso de sí misma. Su paranoia no tuvo límites. En cada esquina se fraguaba un complot en contra suya. Helenita, la Chatita como le decían, y ella, corrían el máximo peligro. Las seguían por la calle, su teléfono estaba intervenido, querían acabar con ellas. ¿Quiénes? ¿Quién podría matarlas? ¿Los estudiantes? ¿Los campesinos? ¿Los empresarios? ¿El gobierno? ¿Quiénes eran los autores de las maquinaciones? Aunque aseguró que el ex presidente Adolfo López Mateos, durante su sexenio, le ordenó a Octavio Paz sacarla del país, lo cierto es que también le dijo a Carlos Landeros, en 1965, que el gobierno la quería: «A mí el gobierno me quiere muchísimo. La prueba de que hay la máxima libertad de prensa soy yo.» Por fin, ¿me quieres o no me quieres, como dice la canción?

Para documentar la mala situación económica de las dos Elenas, Patricia Rosas Lopátegui comenta que Elena le dice al poderoso y temido secretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios, que ella ya sabe que él se la quiere echar al plato, pero en México, en lenguaje popular «echar al plato» significa hacer el amor, y Patricia le da una connotación trágica. Elena no tiene qué comer, no tiene nada en su plato. «Elena representa el signo de su desamparo, y al encontrarse en una situación vulnerable, se representa como una figura sometida y postrada a través del símbolo del alimento que yace en un plato y puede ser ingerido, o un cuerpo extendido con el que se puede hacer lo que se quiera.» ¡Nada más irreal y absurdo! Elena coqueteó con casi todos los personajes sobre quienes escribió, incluso con aquellos a quienes atacó como Titino Agustín Legorreta, o Norberto Aguirre Palancares, a quién consideraba guapísimo. «Se parece a Robert Oppenheimer», o César del Ángel, el líder coprero a quien escondió en su casa durante días, y Carlos Madrazo, que para ella fue Dios sobre la Tierra. Todos le correspondieron. Era una hechicera. Cuando no la veía, Carlos Madrazo le enviaba con su chofer estuches con brazaletes y collares a su casa de Alencastre, y ella sacaba a bailar al chofer. A Fernando Gutiérrez Barrios, Elena le escribió una carta francamente lacayuna llamándolo «D’Artagnan», guapo, inteligente, leal, benevolente, impartidor de justicia, y se comenta que con él hizo un pacto secreto ligado al Movimiento Estudiantil.

Elena se echaba a la bolsa a quién se le antojaba. Por ejemplo, le cayó muy en gracia a su casero, el abogado Raúl Cárdenas, quien venía a cobrarle la renta de la casa de Alencastre (que casi nunca pagaba), pero salía encandilado después de varias horas de conversación prodigiosa. Durante toda su estancia en México, el poeta cubano Roberto Fernández Retamar no salió de Alencastre, embrujado por las dos Elenas. «Es guapísimo, parece un príncipe italiano.» Exaltada, Garro escribe cinco artículos sobre Régis Debray, y asiste a una manifestación callejera frente a la Embajada de Bolivia donde se hace notar (siempre se hacía notar). De Régis escribe: «Militares que chorrean sangre de pobre, no pueden hablar en el nombre de los pobres para atacar a un joven que piensa que esos pobres son defendibles.»

Rodeada de gatos franceses y gatos mexicanos que no se llevaban entre sí y necesitaban dos piezas para no pelearse, una para los franceses y otra para los mexicanos, en un mísero departamento de Cuernavaca, sentada en un sillón con sus inseparables cigarros Lucky Strike, la atmósfera en la que vivió sus últimos días fue deplorable. El olor a amoniaco descendía hasta la calle, pero ni una ni otra de las dos Elenas parecía notarlo. Al contrario, le cedían su espacio a los gatos. Elena, en los huesos, se nutría de café, Coca Cola y cigarros. La Chata y ella peleaban. Quienes la visitaban regresaban deprimidos, pero todavía subyugados por su encanto. «Están muy mal, de veras sus circunstancias no podrían ser más adversas.» Se hacían colectas, el dinero desaparecía en un santiamén.

No hubo complot, ni confabulación, ni conspiración en contra suya. Las novelas y los cuentos de Elena eran leídos y comentados. Muchos universitarios querían hacer su tesis sobre su obra, no sólo en México sino también en Estados Unidos. Jóvenes entusiastas deseaban verla, «no seas mala, me muero por conocerla», y varios periodistas andaban tras una entrevista con ella. Su traición (porque la llamaron traidora) sólo acentuó el mito que empezó a fabricarse en torno a ella. Su teatro seguía llevándose a escena, no sólo en foros universitarios sino en Oxolotan, Tabasco. En 1991, durante el primer viaje, María Alicia Martínez Medrano montó con niños y ancianos en el campo tabasqueño varias de sus obras, entre otras Perfecto Luna, El árbol. Elena prefirió quedarse en Cuernavaca con Devaki, su hermana, en vez de acudir a ver esta función que mucho la habría gratificado. Monterrey, la primera ciudad en invitarla, le rindió un magno homenaje antes de su regreso definitivo a México, en 1993. (Desde el hotel llamó todos los días por teléfono al cuidador de sus gatos. ¿Sería Albano, su hermano bien amado?). Puebla la hizo hija predilecta y le dio las llaves de la ciudad. En varias ciudades de la República la recibieron con emoción, y Elena encontró lectores fervientes. También en Bellas Artes se hicieron mesas redondas en las que participaron decenas de admiradores. Imposible decir: «Me roban, me atacan, no reconocen mis méritos, me odian, me quieren eliminar, me atosigan.»

El desplome final se debió a la confusión, la falta de realismo que la hizo actuar en contra suya. Cuando la invitaron a regresar a México, creyó que el gobierno le iba a poner casa. No fue así. La verdad, el gobierno habría podido hacerlo. Conaculta, sin embargo, trajo a siete gatos franceses en sus debidas jaulas. A Elena le fue otorgada la beca de creadores eméritos, y a su hija, poeta, otra beca. A lo largo de los años, Octavio Paz nunca dejó de enviarles su pensión. Sari Bermúdez, al frente del Conaculta, se convirtió en su hada madrina y cuidó de su salud, pero Elena tuvo que arreglárselas sola en el departamento de su hermana Estrella, recién muerta. ¡Qué tristeza todo! Las dos Elenas querían regresar a París. Así las vio Patricia Rosas Lopátegui, solas y desconsoladas, y por eso el homenaje que les rinde y el fervor con el que se los rinde es doblemente valioso. Les tiende la mano a las caídas, a las abandonadas, a las que equivocaron el camino, a las del regreso a la «penitenciaría», como llama Elena al feo edificio cubierto de barrotes negros. «No reconozco a México, todo ha cambiado para mal.»

Vieja y enferma, Elena Garro volvió al principio de sus Recuerdos del porvenir: «Aquí estoy, sentado(a) sobre esta piedra aparente. Sólo mi memoria sabe lo que encierra […] estoy y estuve en muchos ojos, yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga»… «Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme.»

Fuente: [http://www.jornada.unam.mx/2006/09/17/sem-elena.html]