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Mario Roberto Morales

La época de quemar libros pasó. No porque no haya censura, sino porque ―como resultado del compulsivo entretenimiento audiovisual inducido― ya nadie lee, y quienes lo intentan no alcanzan a comprender lo que las apretadas letras les dicen. Es el efecto del consumo incesante del lenguaje audiovisual en clave de entretención frívola: la atrofia de la capacidad de atención, memoria y comprensión. Por eso, muchos menores de 50 años no pueden leer más de veinte minutos y legiones de entre 10 y 30, ni cinco. No es que no quieran. Es que, aunque quieran, ya no pueden leer porque nacieron paralizados por la video entretención y ella les atrofió esa capacidad. Leer ya no es placentero porque el placer fue reducido a la posibilidad audiovisual.

Por todo, la mudez intelectual reina en los cerebros en los que no hay ideas que se articulen en conceptos ni conceptos que se expresen con palabras. No hay pensamiento. Pues pensar implica operar con ideas a las que corresponden nociones que se emiten mediante vocablos. Pensar, hablar y escribir son un solo acto cognitivo: el acto sobre el que descansan todas las civilizaciones conocidas. Por desgracia, debido al consumo compulsivo del lenguaje audiovisual, la capacidad letrada se ha atrofiado por falta de ejercicio y por eso, hoy, la actividad cerebral no tiene más contenidos que los presenciados en las imágenes que se consumen en los medios masivos y en la interconexión digital. Es lo que nos ha llevado a que la incomunicación sea la paradójica norma en la “era de la comunicación”, pues, más que para comunicarse, el intercambio electrónico sirve para paliar ―mediante el simulacro de estar en contacto social― el hecho de que se vive en estricto aislamiento individual. Las personas hablan sin tener qué decirse porque las han vaciado de contenidos mentales y de la capacidad de adquirirlos atrofiándoles las habilidades básicas para manejar ideas-conceptos-palabras. Para pensar.

Eso explica por qué ahora ―como gustan decir los neoliberales que niegan el intelicidio― se producen más libros que nunca. Precisamente porque no se leen. En una sociedad iletrada, los libros son objetos inocuos como los flecos de plástico. Los iletrados los compran por metro para decorar ambientes con colecciones empastadas de vidas ejemplares, clásicos ilustrados y enciclopedias del hogar. No para leerlos. Eso es demasiado aburrido como para dedicarle el tiempo que se emplea en chatear, ver el Facebook, el WhatsApp y el Twitter y disfrutar de las ocurrencias de los más leves ‘youtubers’. Con cuánta razón decía Ray Bradbury a principios de los años 60 del siglo pasado que “No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no sabe, que no aprende…” Hoy, la censura se acata por placer, ya no es necesario imponerla por la fuerza porque cada uno de nosotros lleva dentro su propio ceñudo censor políticamente correcto, su amado policía represivo, su fisgón comisario del pueblo. Y todos aceptan gustosos esta autoridad manipuladora porque el miedo a tomar el control de sí mismos ha sido insuflado con tanta fuerza por la noticia audiovisual, que la oferta de entretenerse como actividad central de la existencia resulta mucho más atractiva (por facilona) que asumir una firme actitud crítica y creativa frente al poder.

Bradbury dijo también que “Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos”. Lo cual hoy se vuelve un motivo más para que los tenaces iletrados no los lean.

En una sociedad iletrada, los libros son objetos inocuos como los flecos de plástico. Los iletrados los compran por metro para decorar ambientes con colecciones empastadas de vidas ejemplares, clásicos ilustrados y enciclopedias del hogar. No para leerlos.

Fuente: [www.mariorobertomorales.info]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Mario Roberto Morales
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