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15 años después

Gerardo Guinea Diez

Hace 15 años el mundo cambió. Han sido tres lustros llenos de horror y tragedia. Bajo la aparente sombra de las pendencias religiosas, la humanidad transita desde entonces los caminos de la guerra. Han muerto millones en ese empeño. Reproduzco un fragmento de la novela Un león lejos de Nueva York, editada por F&G. Es un pequeño homenaje a las víctimas.

La luz labra sus sombras. La televisión está en su lugar y las loqueras de los gritos no alteran la sazón de las cosas. Las noticias son una molestia sufrible. Busca el control remoto, lo encuentra, cierra la ventana, va por un vaso de agua y se sienta delante del televisor, lo enciende y todo está ahí, tal cual Miguel lo relató.

Una primero, otra después. Otra antes de la concepción de ideas oscuras. Las escenas se repiten cada dos minutos. La enorme bola de humo y fuego inmortaliza la alegoría de Isaías, que dio origen al nombre de Lucifer: «el que derrama la luz». Escucha a los periodistas en medio de espantos que certifican el absurdo.

El segundo avión es otro rayo fulminante; las tomas frenéticas de los camarógrafos se repiten desde diferentes ángulos: dos pájaros metálicos convertidos en ángeles malignos con una dicha ciega rasgan el horizonte. Se empacha de zozobra cuando piensa en Nueva York. Desde el sofá, en una mañana extraña, recrea la pregunta de Isaías a un rey de Babilonia: «¿Cómo caíste de los cielos, astro brillante?»

¿Lucifer o Satanás? «Un sinónimo que no tiene relevancia», piensa. Cambia de canal. Sintoniza CNN y divulga lo mismo. Alucina, se toca la frente, para comprobar si tiene fiebre. Sube la mano a la altura de sus ojos y descubre la llave que abre la puerta del tiempo; cruza el umbral y abre el libro de Job, habitante de Caldea, en sus amarillentas páginas se menciona por primera vez la palabra Satanás.

Descubre el contorno de Lucifer, radiante por los miles de hombres muriendo en una plaza abierta a la negligencia contigua; millones de toneladas se desploman y siembran un hongo de polvo que maquilla los rostros. Los close up de las cámaras captan a escayolas con los brazos en alto, víctimas que huyen de la monstruosa nube de hierro, huesos y almas a punto de dar el último gemido. El conductor de CNN, con diarrea de palabras, repite el horror de los hombres al ver la asfixia de Dios, y por más que se esfuerza por digerir lo que ocurre, el mundo es algo demasiado insípido por las pendencias humanas. En el aire flota una eternidad falsa. Las lágrimas caen de miles de ojos desmedidos, fluyen a lo largo de las aceras de la Quinta Avenida, apurando el dolor. El sobresalto trae espejismos. Distingue en la carrera de hombres, mujeres y bomberos, el impulso de meterse debajoen las enaguas de un ángel de la guarda que está por casualidad en el lugar, pasmado por lo imprevisto de los sucesos.

“Serán insuficientes los treinta ángeles de los persas”, recapacita: “Ni Rafael, ángel de la guarda, sabría detener el fuego ni el colapso de las torres”.

Recopila las clases de ángeles existentes, según la clasificación de Maimónides: los puros; los rápidos; los fuertes; las llamas; las chispas, los mensajeros; los dioses o jueces; los hijos de los dioses; los querubines; los animados. La concepción de ángeles es una herencia paterna. Experto y sardónico como lo fue, le anotó con mano firme sobre una hoja los nombres.

Fuente: [www.s21.gt]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Gerardo Guinea Diez
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