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Gloria Hernández Montes

(Discurso pronunciado en la ceremonia de entrega del Premio Nacional de Literatura “Miguel Ángel Asturias” 2022).

Dedico este premio a los escritores, hombre y mujeres, caídos en y por el ejercicio de la palabra y el pensamiento crítico, ante las fauces de los enemigos de la libertad, el arte y la luz, José María López Valdizón, Alaíde Foppa, Otto René Castillo, Irma Flaquer, Roberto Obregón, entre tantos otros héroes anónimos cuyo único pecado fue soñar con una nación más justa.

1.

Como al Caballero de la Triste Figura, el seso se me trastocó con la lectura de las historias de Alicia, de Scherezada en Las mil y una noches, y de don Quijote y Sancho.  Así lo afirmó con toda seriedad uno de los diarios locales la semana pasada.  Había que decirlo y se dijo.

Y es que Scherezada me contaba cuando era niña cómo el Sultán Schariar había sido traicionado por su esposa y además había sido testigo de varias otras infidelidades por parte de las mujeres, así que decretó que todos los días al atardecer se casaría con una virgen la cual sería ejecutada a la alborada siguiente.  Me contó también que a ella se le ocurrió un plan para terminar con tal barbaridad de una vez por todas, y aceptó ser la nueva esposa del temible Sultán.  Ella era una mujer culta y talentosa, apasionada por la historia, la filosofía y las Bellas Artes, entre ellas, el arte de vivir; pero sobre todo era una contadora de cuentos. 

2.

Hablando del arte de vivir, en las familias existe muchas veces, como en las guerras, y perdón por el paralelismo, un trovador.  Una persona designada para hacerle la crónica a la historia de la tribu.  Y este papel en muchas ocasiones lo asumen naturalmente las mujeres.  Es decir, a los hombres les tocan las grandes batallas, las lides de toda índole en lo sentimental, lo social, lo económico y lo político; a los hombre les corresponden los heroísmos.  Junto con las nimias tareas del hogar, esas que la sociedad ha relegado a segundo plano, como mantener la dignidad de la familia, cultivar su imagen y su buen nombre, alimentar los cuerpos y los espíritus de sus integrantes, la formación de los hijos y custodiar el fuego de la intimidad, las mujeres van coleccionando desde su trinchera episodios de las remembranzas colectivas, las anécdotas, los sucesos mordaces, las circunstancias mustias y las pequeñas alegrías, las fechas trágicas como las luminosas, los datos notables, las canciones de cuna, los dichos, los juegos de palabras y otras tradiciones en una suerte de collar de cuentas de cristal alrededor de sus cuellos.  Y aun cuando esta tarea es instintiva, espontánea y se realiza de manera oral, cobra una importancia medular por cuanto se constituye en la memoria del clan.  Esa memoria eran mis abuelas; es ahora memoria viva, mi madre.  Y sin que nadie me asignara el papel, yo creí de manera categórica que me tocaba en suerte.  Desde niña empecé a contar historias, las que leía, las que escuchaba, las que me inventaba.  Desde niña, también, supe que yo iba a estar vinculada con la literatura, quizá aún antes de que conociera su nombre.

3.

Me tocó la buena fortuna de crecer en la época de los ideales apasionados, las causas nobles y la fe en la utopía.  Crecí con un libro entre las manos.  Divagando entre los prados de Alberti, conmoviéndome con las imágenes de Acuña, divirtiéndome con Barbuchín, persiguiendo a las abejas de García Lorca y jugando naipes con los personajes de Carroll.  Es decir, que nací y crecí bajo el signo de la lectura.  Alternando realidad y fantasía.  Acaso, aprendiendo a poner los pies sobre la tierra por medio de los mundos ficcionales que otros habían inventado para aquella niña que fui.  Casi, como hiciera Sancho durante su gobierno de la ínsula Barataria.  Y recuerdo a Barataria a menudo como una de las ironías más sutiles de Don Quijote de la Mancha.  Porque el nombre suena a insignificancia y a ganga.  A algo de poco valor e importancia.  Barataria.  Y sin embargo, resulta el lugar en donde ocurre el episodio tragicómico más importante, a mi juicio, de la famosa novela de Cervantes: el encuentro entre realidad y fantasía.  Sancho Panza se toma tan en serio el nuevo cargo, que resuelve con sabiduría inesperada los problemas que se le presentan como gobernador.  Es más, casi logra convencer al lector de que su mundo es real.  A la niña que fui la convenció de que hay valores que importan: la honestidad, la honradez, la integridad, la rectitud, la dignidad. Ideas que debo reconocer que, con frecuencia, se van quedando como ilusiones o recuerdos en nuestro país. Pero entonces, ¿dónde está la ironía?  Barataria, así con su nombre devaluado, es el lugar privilegiado en donde vamos a encontrarnos, personajes y lectores, con el mundo real y con nosotros mismos.  Si explotamos un poco más aún la metáfora de Barataria, tendremos que ilustra, asimismo, el acto de leer.  A través de los libros y de su lectura, penetramos espacios de ficción que, al plantearnos situaciones hipotéticas, nos ayudan a encontrar tantas respuestas como haya lectores.  Si nos circunscribimos al contexto nacional, cuya principal riqueza es su gente, —su gente joven, además— la importancia de espacios como Barataria deviene de primer orden.  Es decir que, en Guatemala, implantar el germen de la imaginación en nuestros niños y jóvenes resulta esencial para nuestro futuro como país.  Y una de las maneras más sencillas de hacerlo no es otra que fomentar el gusto por la lectura.  Brindarles a los guatemaltecos más jóvenes una ventana al arte, la pintura, la música, la literatura.  Y eso recibí de mis abuelas y mis padres, bienaventurados sean por el regalo inaugural de sus historias y de los libros, unos años después.  Desde la historia preferida de mi abuela mexicana, la de Yorinda y Yorindel en el cielo, hasta aquella imagen sencilla de mi abuela al comentarme la similitud entre el mundo y la vida con las pozas quietas del río María Linda.  «Mire, mija», decía mi abuela de los ojos color de miel, «el agua es un espejo, pero al tirar una piedra en su centro, numerosas ondas concéntricas se suceden con lentitud.  Esas pequeñas olas que se extienden sobre su superficie besan al nenúfar, mojan los juncos de la orilla y mecen los barquitos de papel con que juegan sus hermanos.  Objetos que se mantienen a su aire, en su paz o en su ensueño, son reclamados a la vida, de repente, obligados a reaccionar, a entrar en relación entre sí».  Juntas imaginábamos otros movimientos invisibles en la profundidad del estanque; los que removían algas, espantaban peces o hipnotizaban sapos.  Cuando al fin la piedra tocaba el fondo, relataba la esencia, sublevaba el barro e impulsaba los objetos olvidados y enterrados por la arena.  Y todo esto, en un tiempo muy breve.  «Todo lo que usted haga, mija, tendrá su consecuencia; así es la vida», decía mi abuela.  Así es la literatura también, descubrí más adelante.  Porque así funcionan las historias y los versos, los trazos de una acuarela o las notas de una sinfonía: despiertan sentimientos y emociones, los provocan, los apremian, los atraen. 

4.

Y así, cavilo con tristeza –con coraje–, sobre las acciones de aquellos quienes deben velar de manera oficial por nuestro país.   Pienso en los niños y niñas de Guatemala, quienes, desde antes de su nacimiento, están condenados a la marginación.  La mayoría no tiene la dicha de unos padres y unos abuelos amorosos que velen por el sustento de sus cuerpos y sus espíritus.  Muchos son obligados a trabajar desde muy temprano, picando piedras en el Polochic, cortando café, vendiendo baratijas o mendigando en las calles, realizando oficios domésticos o, peor aún, prostituyéndose.  Esa es la realidad en Guatemala, aunque no queramos aceptarla desde nuestra burbuja de indiferencia.  Estamos ante el abandono casi total de las instituciones que deben incentivar y proteger a nuestra niñez, patrimonio vivo: las escuelas, los parques, las bibliotecas, los teatros, los puestos de salud.  Y si existe un atisbo de duda en lo que estoy afirmando, los refiero a las estadísticas del Informe Anual de Desarrollo Humano de este año, de cada año…  Por esta razón, ante un Estado colapsado y secuestrado por la estulticia, la corrupción, la torpeza y las bajas pasiones de la política, ante una sociedad paralizada por el individualismo y volcada hacia el consumo, considero que la alternativa para salir del abismo debe provenir de esfuerzos individuales por inspirar de uno en uno a todos los niños que estén a nuestro alcance.  «Ellos son el futuro», se escucha decir a menudo.  Y no estoy de acuerdo con el lugar común.  Nosotros lo somos, si invertimos en nuestros ciudadanos del mañana, si salimos de nuestro aislamiento y recuperamos la inspiración que nos legaron los maestros de la Revolución de octubre.  Es por eso que ante la necedad y la ignorancia de considerar la literatura infantil un género menor, yo solo sonrío y continúo trabajando.  Me dedico a lanzar libros como piedras redondas y amorosas a las almas estanques de los niños con la ilusión de provocar en ellos más de alguna ola.  Confirmarles que la vida es bella, a pesar de todo.  Por lo menos en el instante, en ese rapto luminoso y revolucionario de leer un libro. 

Escribir para niños deviene algo tan serio como escribir para un público de mayor edad.  En lo personal, no veo la diferencia.  Y la estética formulada durante el siglo veinte en torno al tema no difiere en mucho de los postulados de autenticidad, libertad, pasión y compromiso con el arte de la literatura en general.   Escribir un texto universal que alcance a todo tipo de lector, pero en particular al más joven plantea los mismos obstáculos y dificultades.  La única división posible en la literatura es la de su pobreza o riqueza.  Acaso, como decía Cortázar, esta división va a ser determinante a la hora de encontrarse con un escritor joven, libre e impoluto, «difícil de engañar».  La literatura que alcanza el espíritu de niños y adultos por igual posee la cualidad de estar en transformación perenne.  Porque nadie es solo lo que parece ser y cada elemento existe sin fin y pasa de un estado a otro sin que la realidad tenga un asidero seguro en ese universo extraordinario de las palabras.  Como en el Quijote, como en El principito, como en La historia interminable, como en el País de las maravillas, como en las mil y una historias de Scherezada. 

5.

«Así no va a llegar muy lejos», me alertó un consumado poeta nacional, «escribiendo una cosa y después otra muy diferente».  Se refería a la diversidad de géneros a la cual me entrego sin límites de ningún tipo.  Y a pesar de su recomendación, yo continué mi jornada como siempre lo hago, a puro pálpito.  Así lo hicieron Miguel Ángel Asturias, Luz Méndez de la Vega, Augusto Monterroso.  Y la mención de estos titanes no significa en absoluto que yo me esté comparando con ellos.  Más bien, mi intento es continuar con su ejemplo de homo ludens, frase acuñada por Federico Schiller, para referirse al ser humano que de manera continua obedece a su instinto de jugar.  Y yo juego, ya lo he mencionado antes.  Juego con las palabras y los géneros, con los mitos y las leyendas, con los personajes propios y los ajenos, con los argumentos más opuestos en las historias en mis cuadernos.  Porque en este juego del arte no se pierde.  Solo se crea.  Si no nos gusta, se pasa a la página siguiente. Como el juego en la novela de Herman Hesse, en la cual el mapa de Castalia se presenta ante los jugadores con una gran cantidad de ideas, paralelismos o campos de pensamiento que en apariencia no encuentran relaciones entre sí y que ellos deben conectar.  Ideas que al fusionarse, con la necesaria reflexión y trabajo, pueden producir un texto con multiplicidad de lecturas, como lo requería Quiroga en su decálogo del cuentista. 

En el paisaje de la escritura, algunos traen el don divino, una brújula incorporada.  Escuchan la música en sus sueños, despiertan y la escriben, dibujan o pintan con sus manos ángeles o esculpen a la perfección el mármol como si fuera plastilina.  Yo no fui tan afortunada, mas heredé el gusto por las historias, la fascinación por los vericuetos que son capaces de perderse en la campiña de la condición humana y perdernos.  Como no me tocó el don, me ha tocado apelar a recursos más sutiles como la observación.  Por buenos periodos de tiempo a lo largo de la vida, iniciando desde mis años más tiernos, me tocó en destino la inmovilidad física, por lo que el juego se adaptó entonces al escrutinio de los detalles más exiguos: una inflexión en el tono de voz, un brillo inusual en la mirada, unas ojeras incipientes, una mueca, un ademán.   Descubrí con mi juego personal, lo que me confirmó muchos años más tarde Arundhati Roy en su novela: la existencia de El dios de las pequeñas cosas.

De esa manera, recuerdo el refrán popular: «Para cada día, un afán».  Y yo completo la frase: para cada afán, un género y para cada género, un lector.   Y añado a esta visión las palabras de Jean Cocteau: «no importa el éxito o el fracaso de lo que uno escriba, lo esencial es traspasar, de lado a lado, aunque sea un solo corazón».

6.

Scherezada terminó de contarme, al final de su historia, cómo el Sultán de las Indias no se cansaba de admirar su memoria prodigiosa y su capacidad interminable de narrar.  Mil y una noches pasaron, tuvieron que pasar, para que las Furias dejaran de fustigar a su marido.  El carácter del Sultán se tornó amable y bondadoso ante el encanto que ejerció en él la colección de historias cristalinas que le contó la sultana y las cuales le abrieron los ojos ante el horizonte infinito de la esencia humana.  Entonces, pudo también ponderar el valor de su mujer al empeñar la vida día tras día en construir un relato que pudiera conmover, alegrar, entristecer, intrigar, sin temor a la muerte.  El sultán le perdonó la vida, pero en especial le dio las GRACIAS a Scherezada por haberle devuelto su humanidad por medio del único recurso a su alcance: el lenguaje, las palabras.  Esos juguetes.

Y entonces, me toca darlas a mí.  Porque recibir el Premio Nacional de Literatura «Miguel Ángel Asturias» 2022 deviene un acontecimiento central y decisivo no solo en mi trabajo literario sino en mi vida en su conjunto.  Y lo agradezco, porque es una constancia de que he perseverado y de que mis trabajos han llegado a puerto, a pesar de sus evidentes imperfecciones; unos cuarenta o cincuenta mil ejemplares de literatura infantil vendidos no significan grandes dividendos en mi exigua cuenta de ahorros; sin embargo, representan un valor inconmensurable si los convierto en cuarenta o cincuenta mil corazones de niños alcanzados.  Y vida mediante, seguiré contando, en la fraternidad que anima lo que hago.  Una fraternidad imperfecta, de seguro, pero que me provee las esenciales dosis de aliento e inspiración para seguir adelante.  Aún hay muchos niños sin libros en mi país. 

Gracias, entonces, a ella, a la sultana Scherezada, por descubrirme la poesía de la existencia en sus relatos que también me fueron concedidos para salvar la vida.

A mis abuelas bordadoras de historias y cantadoras de los arrullos de mi infancia.  A mi padre, roble infinito y protagonista de la inspiradora saga de nuestro clan.  A mi madre, encarnación de la resistencia, ángel que ilumina a su familia con la claridad de su alma dadivosa: a ella le debo una parte fundamental de lo que pueda yo valer.

A mis adorados hijos, fuente inagotable de alegrías y satisfacciones, mis obras más amadas.   Y a su padre, por ser mi apoyo constante a lo largo de la vida y permitirme acompañarlo a los confines de la Tierra en aras de su sueño, maravillosos viajes en los que encontré retazos del mío.  

A mis amados hermanos y sobrinos, evidencia férrea del cariño y la solidaridad inquebrantables y con quienes permanecemos unidos a pesar de los embates del tiempo, las circunstancias e incluso de nosotros mismos.

A mi tío Arnulfo, mi segundo padre y ejemplo de amor y fortaleza por heredarme la vocación por cultivar un jardín, nuestro propio locus amoenus.

A Luis Aceituno, por su amor, su integridad, su conocimiento de mil y un mundos, por su formidable sentido del humor, su rectitud en el juicio y su fecunda inteligencia.  En especial por nuestra interminable conversación sobre literatura, nuestra pasión compartida.

A mi amiga Frieda Morales Barco, por su incesante labor en pro de la formación de nuestra niñez por medio de la literatura infantil, y por la inspiración constante en su resistencia.

Agradezco también a los queridos y generosos amigos César Medina, Carlos López y Giovany Coxolcá Tohom por proponer mi trabajo, sin yo saberlo, para ser considerado para este premio.  Y al Consejo Asesor para las Letras por su decisión unánime de otorgármelo.  Mis palabras son sencillas, pero llevan mi más genuina y sincera gratitud.

A mi amiga, la escritora Denise Phé Funchal, con todo mi aprecio y admiración.

A mis amigos de la Casa del Cuento y a mis amigos de mis talleres de escritura por la alegría de los hallazgos compartidos y una interlocución que nos alimenta semana tras semana, a lo largo de los años.

A mi USAC, a mi escuela de letras y a mis admirados maestros por develar ante mis ojos la otra historia, la del espíritu humano.

Abrazo desde aquí a mis compañeros, a mis colegas, a mis amigos queridos, y a todos aquellos que permiten que mi corazón siga latiendo y mis afanes cosechen luces y sombras, hallazgos, estampas y hálitos del mundo, las grandes historias y los detalles más pequeños.  Todos ellos tesoros que van a poblar luego las páginas amadas de mis cuadernos compañeros.

La palabra «gracias» puede sonar muy débil o trillada.  Sin embargo, dicha desde lo profundo del ser resuena con ecos de campana antigua, desde su latino origen, gratia, «reconocimiento profundo».  Mi gratitud para quienes me animan hoy con su presencia y quienes me apoyan desde la distancia, porque la consideración oficial de este acto público no permitió su presencia.  ¡Gracias infinitas por esta dedada de miel!

En el paisaje de la escritura, algunos traen el don divino, una brújula incorporada.  Escuchan la música en sus sueños, despiertan y la escriben, dibujan o pintan con sus manos ángeles o esculpen a la perfección el mármol como si fuera plastilina.  Yo no fui tan afortunada, mas heredé el gusto por las historias, la fascinación por los vericuetos que son capaces de perderse en la campiña de la condición humana y perdernos. 

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