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¿Un ejército para el pasado, o un ejército para el futuro?

Hace algunas semanas, Iduvina Hernández –columnista tan valiente como lúcida– escribió sobre las primeras lecturas en el Congreso de la República de la iniciativa de ley 4505, que reforma la Ley Constitutiva del Ejército. Su columna da lugar a la preocupación en, al menos, dos sentidos.

Bernardo Arévalo

En primer lugar, por su contenido, que evidencia la medida en que una pieza de legislación tan importante para la construcción del entramado legal que regula la función militar en una sociedad democrática, llega al pleno tras un proceso de revisión llevado a cabo por la Comisión de Defensa en 2012 que, en el mejor de los casos, podríamos calificar de ‘superficial’ sino claramente irresponsable. En una única sesión de 70 minutos, los legisladores analizaron una ley que consta de 137 artículos en 53 páginas.

Si no fuera tan grave el asunto, el proceso de análisis, consideración y aprobación de 2.5 artículos por minuto –cálculo de Iduvina– podría ser señalado jocosamente como un prodigio de eficacia legislativa. Pero el tema es serio: en un país cuya historia se ha caracterizado por el contrapunto entre la intervención de la política dentro de las filas militares y la intervención militar en la política, la construcción de un andamiaje legal e institucional que regule la función militar y garantice su apoliticidad y subordinación a la autoridad civil legalmente constituida, es cuestión fundamental para la sostenibilidad de una verdadera democracia republicana. En consecuencia, la discusión de una ley de esta naturaleza requeriría de un Organismo Legislativo con el liderazgo político suficiente para convocar a un verdadero proceso sustantivo de análisis y deliberación, que reúna a los mejores recursos civiles y militares que el país tenga en la materia, en las instituciones del Estado y en la sociedad, para construir la convergencia nacional que le dé al texto legal idoneidad técnica y legitimidad política. En su ausencia, lo que tendrá lugar es un ejercicio de autonomía relativa, en el que la cúpula militar de turno impulse reformas que respondan a sus intereses –institucionales o personales– aprovechando el desinterés de los civiles.

Esto nos lleva al segundo motivo de preocupación, que no se encuentra en el artículo mismo sino en la reacción casi nula que ha suscitado. En los días que han pasado desde su publicación, no he identificado artículos de prensa o columnas de opinión que hayan hecho eco de la advertencia. No estoy haciendo un seguimiento sistemático de publicaciones de prensa y algo puede habérseme escapado, pero la impresión es que el lúcido llamado de Iduvina ha caído en saco roto. No es que el tema militar esté lejos de la atención pública: los juicios a oficiales retirados por violaciones a los derechos humanos cometidas durante el enfrentamiento armado interno han recibido una amplia cobertura mediática y despierta en ciertos sectores opiniones tan encontradas como apasionadas. Un poco menos prominente –pero en todo caso notable– ha sido la cobertura al incidente ‘Ríos Sosa’: un caso de insubordinación e injerencia política que ha terminado en una destitución disfrazada, y que refleja la existencia de fisuras al interior de la institución que los civiles conocemos poco y entendemos menos. Pero es evidente que los riesgos políticos derivados de una situación de autonomía militar relativa escapan al interés de la mayoría de la opinión pública.
Eso es grave. La construcción de una función militar consistente y coherente con una república democrática en nuestro país está, como tantos otros aspectos de nuestro ordenamiento institucional y legal, lejos de haber sido terminada. El Acuerdo de Fortalecimiento del Poder Civil y Función del Ejército en una Democracia fue sólo un punto de partida, en muchos aspectos ya superado incluso por los avances institucionales que han ido teniendo lugar en las dos décadas que han transcurrido desde la firma de la paz, y en otros aspectos todavía una asignatura pendiente. Carecemos todavía de una clara definición de objetivos y medios integrados en una política militar del Estado que permita avanzar con certeza en la construcción de la fuerza militar que el futuro del país necesita. ¿Cuáles son las funciones que, dentro del marco de las necesidades de seguridad y defensa del Estado guatemalteco, se le van a encomendar al ejército? ¿Cuáles son los parámetros para el desarrollo de estas funciones en un marco político democrático? ¿Cuál es el marco legal-institucional civil que se construirá para posibilitar que el Ejército cumpla con estas funciones y a la vez supervisarlo –como se debe hacer con cualquier institución del Estado– para que no se desvíe de las políticas aprobadas?

Somos una ‘democracia en construcción’, y en la estructura del edificio de esta democracia imperfecta que habitamos, las áreas correspondientes a la política de seguridad y a la función militar están entre las que necesitan más trabajos. No vamos a tener un edificio sólido –una democracia republicana funcional y sostenible– hasta que no los llevemos a cabo, y si bien en las condiciones actuales lo más que llegamos a escuchar es el crujir de alguna viga desajustada, si no le damos atención a las causas de ese desajuste estamos en riesgo de terminar un día con el artesonado por sombrero.

Es en ese contexto que el silencio que ha seguido a la advertencia formulada por Iduvina es estruendoso. No se trata, evidentemente, de que el ejército esté montando una estrategia exitosa de resistencia frente a los esfuerzos civiles por participar –como les corresponde– en la formulación y toma de decisiones sobre la legislación militar del país. No sé si esa resistencia existe, pero no necesitan ejercitarla: la descripción de los trabajos de la Comisión de Defensa en 2012 evidencia que los civiles –en este caso, los legisladores– sencillamente no están avocándose al problema; prefieren pasarle por encima al tema sin ponerle mucha atención a los detalles.

BernardoArevalo

Algo habrá en esta actitud de lo que se conoce como la ‘ley de consecuencias anticipadas’: el temor de un actor sobre la reacción posible de otro a sus actos lo lleva a la moderación o a la inacción misma. Es el mecanismo psicosocial que se encuentra detrás de fenómenos como la autocensura y otras actitudes de autolimitación, sin que nadie tenga que pedirlas expresamente. Pero puede ser también simple y llanamente la combinación de ignorancia y desinterés que suele existir en torno a cuestiones técnicas en temas áridos. Posiblemente por razones históricas, los temas de seguridad, militares y de defensa no concitan interés y entusiasmo, y las complejidades de los aspectos técnicos de los procesos de transformación militar, o del funcionamiento de mecanismos institucionales que permitan el ejercicio de las funciones de ‘control democrático’ que le corresponde ejercer a los civiles, están alejados del interés público.

Pero cualquiera que sea su origen, el abandono del terreno de los temas técnico-militares por los civiles es problemático. Dejar en manos exclusivamente militares las definiciones correspondientes a la construcción de la función militar en una democracia es irresponsable, especialmente en el caso de una institución que –como el caso Sosa Ríos lo demuestra– aún se encuentra escindida entre la necesidad de justificar los roles jugados por los militares del pasado y la de construir los parámetros para la función profesional del presente. El proceso que se le va a dar a la iniciativa 4505 es una oportunidad para que el Congreso demuestre que puede constituirse en el espacio articulador de las diferentes perspectivas que existen en la sociedad guatemalteca, y en el que los civiles –políticos, académicos, activistas– deben participar junto a los militares. La iniciativa 4505 debe regresar a análisis en comisión, para poder darle la atención que su importancia histórica amerita.

Pero el tema es serio: en un país cuya historia se ha caracterizado por el contrapunto entre la intervención de la política dentro de las filas militares y la intervención militar en la política, la construcción de un andamiaje legal e institucional que regule la función militar y garantice su apoliticidad y subordinación a la autoridad civil legalmente constituida, es cuestión fundamental para la sostenibilidad de una verdadera democracia republicana.

Fuente: Nómada [https://nomada.gt/un-ejercito-para-el-pasado-o-un-ejercito-para-el-futuro/]

 

Bernardo Arévalo de León