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Qué aburrido hubiera sido ser feliz

Marta Sandoval

El 22 de septiembre de 1985 moría en Albi, Francia, Manuel José Arce Leal, uno de los escritores nacionales más relevantes de la segunda mitad del siglo XX.

Poeta, dramaturgo, narrador, periodista, Arce escribió una serie de obras que marcaron profundamente el desarrollo de las letras guatemaltecas durante los años 60 y 70 y ayudaron a la renovación del panorama cultural del país. Piezas de teatro como “Delito, condena y ejecución de una gallina” lo colocaron además como una de las principales figuras del llamado Nuevo Teatro Latinoamericano. Sus obras fueron montadas en países como Colombia, Brasil, Argentina, México, Francia y Estados Unidos. Su libro de poemas “Los episodios del vagón de carga”, por otra parte, contagió a la expresión lírica local de una libertad sin precedentes. A 20 años de su muerte en el exilio, elAcordeón quiere colaborar con este homenaje a devolverle al escritor el lugar que siempre a merecido en nuestras letras.

El olor a podredumbre se sentía casi por toda la cuadra. Era uno de los veranos más intensos de Marsella y algo, por demás extraño, estaba opacando la paz de aquel paraíso en el Mediterráneo. Nadie precisaba de dónde salía la peste. Los habitantes cubrían sus narices con los dedos, arrugaban la frente y se preguntaban unos a los otros qué estaba pasando. Las hipótesis llegaban de todas partes: un perro muerto en la carretera, una fuga en la tubería o quizá un cadáver en algún apartamento de los 25 edificios que rodeaban la zona. En lo más alto de uno de ellos, un hombre, alto, de cabello rizado y apariencia fina, trataba a toda costa de limpiar el ducto de la basura, bajo una lluvia de insultos.

Ayudado por una manguera de bomberos y revisando piso por piso, el empleado lidiaba con una sensación en el estómago que le subía hasta la garganta. Un líquido ácido le recorría el esófago y bajaba lentamente para unirse al concierto de tripas que llevaba dentro. Imposible respirar, imposible soportar aquel hedor prutrefacto.

“¡Es inconcebible que la gente tire tanta porquería!”, pensaba al momento que recogía restos de comida, botellas y desechables íntimos femeninos, ya todo fermentado. Si no se apresuraba a descubrir qué estaba causando el tapón seguro no podría dormir esa noche, le faltaban 24 edificios que limpiar.

En el octavo piso estaba el problema. “¿!A qué hijo de la guayaba se le ocurre tirar un árbol de navidad en julio y por el canal de la basura!?”, murmuró en un idioma ininteligible para los residentes. Sacarlo fue una faena, empujó con todas sus fuerzas hasta que aquella bola de desperdicios se aflojó lo suficiente y fue deslizándose lentamente. La masa bajó tan despacio que el hombre llegó justo a tiempo al primer nivel para recibir encima del cuerpo una avalancha pestilente.

El trabajo era extenuante, a cambio recibía la mitad del salario mínimo. Pero a pesar de todo aprovechaba cualquier momento para devorar un libro, escribir poesía, teatro, ensayo, narrativa, todo con la acuciosidad del más exigente de los intelectuales.

A veces el overol sucio y el saco de basura se mudaban por el traje, la corbata y el micrófono donde pronunciaba exquisitos discursos que los alumnos de las universidades más prestigiosas absorbían con devoción. Claro que por dictar cursos o presentar ponencias no recibía dinero alguno, pero para alimentar el cuerpo le bastaba el papel de obrero. Así, Manuel José Arce, pasaba sus días combinando academia con basura, teatro con albañilería o poesía con mecánica automotriz.

Hacía tres años había dejado su país y todavía tenía sus olores frescos en el olfato. Salió de Guatemala a empujones. Sin permiso para despedidas. Se le abrían las puertas del mundo, pero se le cerraban las de su país: “Esta es como una cárcel al revés- pensó- uno está preso no porque no pueda salir, sino porque no puede entrar”.

Era 1979 y en Guatemala Romeo Lucas García manejaba el país a su antojo. Un intelectual, pensador y crítico no era nada agradable para el gobernante y mucho menos si utilizaba el teatro, un arma poderosísima, para soliviantar los ánimos de la ciudadanía. Enlistarse en el Frente Unido de la Revolución fue quizás la última cana que Manuel José le sacó al General. Su nombre ya estaba en la lista negra. Salir o morir, he ahí el dilema.

Dejó su puesto como concejal en la Municipalidad, sus obras de teatro y su gente. Pensó en Mirabeau, un pequeño pueblo en Francia, donde la vida pasa como en una pintura de Mattise, cálida e intensa. Guardó sus libros, un ejército de siete mil ejemplares que le acompañarían a donde fuera, los acomodó en cajas y los puso en el correo. Estarían en Europa unos meses después que él.

Llegó a Francia de la mano de su mujer Francoise. Visitó a sus amigos, importantes académicos que le habían recibido en sus viajes con todas las atenciones del caso, pero nadie se atrevió a ayudarle. Antes era una personalidad cultural importante, ahora casi inmigrante ilegal.

No estaba de suerte, lo único que le quedaba en Francia era su compañera. Esperaba su consuelo, pero a cambio encontró la madera funesta de una puerta cerrada, sus maletas al frente y una pequeña nota de despedida. Se quedó entonces completamente solo.

En aquel pueblo de no más de 200 casas, trabajó primero como mecánico en un modesto taller. Luego como albañil en una construcción. La idea de volver a Guatemala era recurrente, en su mente aparecía como la madre a la espera del hijo que se marchó. “Patria me estás doliendo a todas horas”, escribió “Ando lejos de ti, tan por el mundo pagando el duro impuesto del exilio. Regresar a morir, seguir viviendo soñándote, pensándote, llamándote”.

40 AÑOS ANTES

Desde la ventana del hotel el niño vio a su padre parado en la gasolinera que estaba al otro lado de la calle. Su instinto le hizo salir corriendo hacia los brazos abiertos del hombre de la enorme sonrisa. El criado se percató de la huída y fue tras él. En ese instante, por detrás de una de las bombas de gasolina salió el Tío Pedro que le acertó un puñetazo en medio de los ojos. Cayó al suelo y el pequeño prosiguió su marcha.

Ante tanto revuelo las personas empezaron a salir para averiguar qué pasaba. Pero el arma desorientada de don Manuel José Arce y Valladares, que daba tiros al viento, los hizo alejarse.

Una avalancha de gente lanzándose al suelo impidió que la madre pudiera hacer algo. Sólo alcanzó a ver cómo su ex esposo metía a su hijo a la fuerza en un carro en marcha.

Desde ese entonces, 1939, Manuel José Arce vivió en El Salvador con la familia paterna. Había nacido en Guatemala en 1935. Su padre, escritor e ilustrador, trabajaba en el Diario de Centro América y su madre dirigía la página social de El Imparcial. Cuando tenía cuatro años sus progenitores decidieron divorciarse. El niño quedó en poder de la madre y tuvo que habituarse a los constantes viajes que ésta hacía por toda Centroamérica, leyendo poesía y viviendo el ambiente intelectual y bohemio de la época.

Aún no sabía escribir pero ya hilvanaba versos en su mente. Una tarde llegó con su papá y le pidió que anotara un poema que acaba de inventar. El padre sacó papel y lápiz y copió cada palabra que el niño pronunciaba: “Este era un viejo que tenía cara de espejo, un día se fue a ver la cara al mar, que es otro espejo, y el viejo se miraba en el mar y el mar se miraba en el viejo”. Más tarde ingresó a estudiar en un instituto jesuita. Sin embargo nunca logró terminar la secundaria.

Manuel José admiraba a su padre y disfrutaba el ambiente intelectual en el que creció. Pero le faltaba algo, las manos finas de su madre, su voz suave susurrándole versos. Tenía 15 años y una necesidad absoluta de recobrar el tiempo perdido. Fue a Guatemala en busca de ella. A partir de entonces se mantuvo con un pie en cada país.

GUATEMALA, TEATRO Y REPRESIÓN

Recién había cumplido los 20 años cuando descubrió en Guatemala un mundo nuevo: el teatro. Una tarde un amigo le llevó a la casa de Luz Méndez de la Vega, donde ensayaban una obra que pronto montarían. Manuel José quedó fascinado. Ese fue su deslumbramiento inicial por un arte que sería definitivo en su vida.

Consiguió un empleo como corrector en el Diario de Centro América, se hizo amigo de los estudiantes de Letras de la Universidad de San Carlos y decidió radicarse definitivamente en Guatemala.

Llegaba todos los días sin falta a la facultad de Humanidades, tomaba un lugar en la cafetería y allí lo buscaban para intercambiar conversaciones. De esos encuentros nació el grupo La Moira, que reunió, entre otros intelectuales, a Luz Méndez, a Matilde Montoya, a Carlos Zipfiel. Hablaban de cine, iban al teatro y a recitales de poesía, escribían críticas y pasaban largas horas armando cadáveres exquisitos.

En 1955 publicó su primer poemario En nombre del padre, editado por el Ministerio de Educación. La escritora salvadoreña Claudia Lars escribió el prólogo y el mismo Manuel José hizo las ilustraciones.

La obra fue bien recibida y pronto le abrió las puertas de la redacción del Diario de Centro América. Pasó de su escritorio de corrección al de director de la página cultural “Desvelo, trino y cimiento”. Sus versos aparecían con constancia, muchos de ellos dedicados a Montoya, con quien se casó en 1956. Dos años más tarde, se dio a conocer como dramaturgo, con tres piezas cortas (Cinco centavos, Balada de amor y música y Aurora) que fueron galardonadas en los Juegos Florales de Quetzaltenango. Su consolidación en este campo, llegó luego de un viaje a México en 1962, donde concibió susEntremeses para rabiar, compuestos por r El gato que murió de histeria, Aquiles y Quelonio y Diálogo del gordo con el flaco y la rockola.

Pero el inicio de los años 60, también estuvo marcado por su divorcio con Matilde, tras el cual ocurre un hecho que ayudaría a construir la mitología del escritor: un día, tras largas noches de insomnio y desesperación, tomó un marcador y se dibujó un corazón en el pecho, el tiro debía pegar justo en medio. El pulso, sin embargo, le falló y la bala bailó por el aire hasta clavarse en su pierna. Ese fue el origen de su cojera legendaria.

Pero, la depresión es una buena compañera si de escribir se trata y de sus desilusiones nacieron una serie de textos que lo fueron colocando como uno de los escritores más relevantes de su generación.

En 1962 vio la luz Eternauta, uno de sus poemarios más recordados. Siete años más tarde sus poemas Los episodios del vagón de carga fueron publicados por la Editorial Universitaria y galardonados en los Juegos Florales de Quetzaltenango, con este libro Manuel José alcanzaba uno de sus mayores triunfos.

En 1963 inició su larga relación con el diario El Gráfico que, con algunas interrupciones, se mantuvo casi hasta su muerte. Fue este medio el que albergó su columna Diario de un escribiente, durante los años 70, que lo convirtió en el periodista más leído del país. Sus piezas teatrales se observaban en Francia, mientras Manuel José asistía a la ceremonia de entrega del Premio Nobel para Miguel Ángel Asturias.

UNA GALLINA ASESINADA

Una tormenta de aplausos les llovía a los actores parados en el escenario. Desde la primera fila un hombre miraba fijamente a los ojos a Concha Deras, que encarnaba a una granjera, “Te odio”, le gritó una voz. Concha casi pudo ver cómo saltaban las venas del cuello del espectador de los ojos grises y la cabellera alborotada. En la siguiente función de Delito, condena y ejecución de una gallina, la actriz reconoció esos mismo ojos confundidos entre el público. Fue así como comprendió la fuerza que tenía la pieza.

Roberto Díaz Gomar también notaba que no era una obra común. Estaba abriendo mentalidades, despertando consiencias. Los rostros y las ropas de los actores se llenaban de sangre y una gallina agonizaba en las tablas. El mensaje era fuerte, la pieza de alto contenido social, decía mucho más de lo que los espectadores escuchaban. Imágenes de Rogelia Cruz aparecían fugaces por el escenario.

La pieza resultó un éxito, en Guatemala y en el extranjero, tanto como su pieza anterior Sebastián sale de compras, una parodia de la sociedad del consumo, que también se presentó en Francia.

Su teatro era de corte social y difundía mensajes pro justicia en Guatemala. Pero fue con la pieza Viva Sandino, Sandino debe nacer donde Manuel José asumió r a fondo una postura política de izquierda. Era 1975 y Kjell Eugenio Laugerud García mantenía a Guatemala bajo una calma chicha. No fue él quien le significó mayores problemas al dramaturgo, fue su sucesor Lucas García el que lo empujó a marcharse.

Antes había salido en varias ocasiones, estuvo en México, Brasil, Colombia y Alemania. “Mis sandalias tenían complejos mercuriales: eran alas que no se detenían”, escribió.

Ese complejo mercurial le había llevado en 1959 a Estados Unidos a realizar una gira en donde presentaba poesía dramatizada. Sin embargo, el viaje más significativo de su vida fue el primero que hizo a Francia. Llegó en 1967 junto a su esposa María Mercedes, becado para estudiar el manejo de las Casas de la Cultura. En ese época París albergaba a grandes escritores y artistas, Mayo del 68 estaba por estallar y el movimiento contracultural vivía su mayor apogeo. París le abrió la mente, tuvo la oportunidad de conocer las nuevas tendencias y de codearse con los grandes. Allí se relacionó estrechamente con Miguel Ángel Asturias y adaptó al teatro Torotumbo, que fue presentada con éxito en la Ciudad Luz.

Regresó a Guatemala y puso en práctica todo lo aprendido. Publicó su mejor poemarioLos episodios del vagón de carga (anti-pop-emas) y llegó a romper esquemas, a liberar el teatro de sus ataduras y transformar la escena cultural criolla. Consiguió algo que muy pocos había obtenido: ser apreciado por todos los estratos sociales. Pero el viaje de 1979 era distinto, no se iba en busca de aprendizaje ni aventura, se iba rápido y algo le decía que era la salida definitiva.

EL ANALFABETA DE LA REAL ACADEMIA

Un año en Mirabeau le bastó para darse cuenta que con tanta calma y paz no podría salir adelante. Necesitaba algo grande, lo suficientemente amplio para poder desenvolverse a sus anchas. Marsella apareció en su mente. Sintió la brisa de la playa y empezó a empacar.

El panorama laboral en Marsella no era muy distinto al del pueblito. Pero, “siempre que no sea güeviar, padrotear ni nada que se le parezca, haré lo que sea”, se convirtió en su premisa.

Cuando estaba a punto de derrumbarse se topó con un aviso: La Agencia Nacional del Empleo estaba ofreciendo becas a inmigrantes para aprender algún oficio, mecánica, herrería, carpintería o albañilería. Les darían comida y casa. El único requisito era ser analfabeta.

Manuel José recordó su silla en la Real Academia de la Lengua. Pero la necesidad era más fuerte.

“Soy guatemalteco y no se leer ni escribir”, dijo aquél que en los 60 fuera secretario de Miguel Ángel Asturias y que escondía en una bodega más de siete mil libros.

El curso empezó. Forzaba a sus dedos para que parecieran torpes. Pero sus manos finas estaban acostumbradas a la pintura, al grabado, al dibujo. Olvidó también las exposiciones pictóricas que había realizado años antes.

Una noche después de la dura jornada llegó al pequeño cuarto que alquilaba y encontró en el suelo dos sobres blancos. Se apresuró a abrirlos y al leerlos una sonrisa se dibujó instantáneamente en su rostro. Su hijo Pablo quería mudarse a vivir con él. No supo bien si aquéllo le daba felicidad o preocupación. Apenas podía con sus propios huesos, cómo hacerse cargo de un niño de 13 años.

El segundo sobre le tranquilizó. Era el ofrecimiento de un colegio para trabajar como supervisor de alumnos. Esta vez el contrato era legal y tendría prestaciones.

En la pequeña habitación donde vivía no cabría otra persona. Su hijo necesitaba espacio. Pensó en alquilar una casa, el nuevo empleo se lo permitía. Pero, ¿quién le iba a rentar algo a un inmigrante pobre? La respuesta era contundente: nadie.

Fue entonces cuando conoció a Andrée, una escritora francesa que decidió ayudarle. Ella firmó los papeles y Manuel José se instaló en su nueva residencia. Estaba en el sexto piso de un viejo edificio, no había ascensor y el techo parecía caerse. El suelo de madera había sufrido un atentado que a simple vista podría atribuírsele a las polillas.

Pero al abrir las ventanas la brisa del mar y el viento renovaban el ambiente. Si hubiese una mujer de vestido azul viendo a través de la ventana de frente aseguraría que era la mismísima escena que había pintado Dalí.

Pintó y limpió paredes hasta dejarlo todo reluciente. Recogió los libros que escondía y los instaló en las enormes libreras que él mismo construyó. Preparó un espacio para colocar su escritorio. Allí la pequeña máquina de escribir trabajaba a toda prisa. Las metálicas letras caían como tormenta furiosa en la página en blanco. De esa cuenta nació el estudio Guatemala vrs Miguel Ángel Asturias, publicado por la colección Archivos. TambiénGuatemala la hora de la siembra y Rituales y testimonios.

Su ideología política seguía viva, en Europa creó dos comités de solidaridad con Guatemala, impartió una conferencia sobre las causas del genocidio de la Embajada de España y se inscribió en el partido socialista francés.

Más tarde conoció a Beatrice Mazel. Se enamoró de ella repentinamente y decidieron vivir juntos. Una tarde recibió una llamada que le cambió la vida.

LA VIDA ESTA EN ALBI

-Aló, ¿con Manuel José Arce? dijo una voz seca al otro lado de la bocina.

-Soy yo, respondió sin siquiera imaginar de qué se trataba. La voz era Armand Gatti, uno de los dramaturgos, periodistas y cineastas más respetados de Francia, que había traducido, montado y representado sus piezas. Manuel José no lo creía. Le ofrecía empleo dirigiendo un Centro Cultural en Albi.

La ciudad lo fascinó, la belleza era interminable. Allí organizó actividades culturales, dirigió el grupo de teatro y escribió sin descanso. Además preparó un homenaje a Julio Cortázar y presenció la puesta en escena de Delito, Condena y ejecución de una gallina, sólo que sin gallina muerta.

En esa ciudad nació el General de la Primavera, una obra de teatro sobre Arbenz que consiguió gracias a los relatos del secretario general del mandatario. La pieza se tradujo al francés y se presentó con mucho éxito.

Tenía ya todo lo que quería, excepto algo. Quería que Beatrice conociera esos lugares mágicos de los que él tanto hablaba, le hubiera gustado ver Guatemala de nuevo, aunque fuera un segundo.

Pero no era fácil. Los médicos después de muchos estudios concluyeron que esos dolores que desde hacía algunos días le aquejaban, no eran producto del cansancio. Era algo más fuerte, algo que se mete dentro y no sale, que va carcomiendo todo. Sus ojos se cerraron el 22 de septiembre de 1985. El tiempo fue corto, 53 años vividos a prisa.

Apenas unos meses antes, Manuel José había viajado a México para reunirse con sus tres hijos. María Mercedes, la menor, tomaba el desayuno cuando escuchó que su papá la llamaba desde la ducha. “¿Me alcanzás el champú, por favor?”, le pidió. Ella corrió con un bote en las manos. Por detrás de la cortina salió la cabeza de su padre, calva por la quimioterapia: “Te tomé el pelo que no tengo”, le dijo entre carcajadas. El humor no lo perdió nunca.

Con información de:
Roberto Díaz Gomar, María Mercedes Arce, Tasso Hadjidodou, Julia Vela, Luz Méndez de la Vega. El libro “Piedras Amargas” editorial cultura y la tesis de María Elena Schelensinger “Lo tradicional y lo innovador en la obra de Manuel José Arce”

Fuente: [www.elperiodico.com.gt]