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Cuatro aforismos de Nietzsche y un aserto de Saramago para orientar a toda suerte de moralistas y malhechores conexos.

En su libro Más allá del bien y del mal afirma Nietzsche (y valga la redundancia): “Lo que se hace por amor sucede siempre más allá del bien y del mal”. Es decir que los sentimientos sinceros nunca tienen en cuenta los convencionalismos morales al uso en un momento histórico dado, pues esos convencionalismos ―como todos los rasgos de civilización― se fundan en la represión del impulso vital (honesto, sincero y genuino), con el fin de garantizar la convivencia pacífica de todos, para lo cual se hace necesario sacrificar la espontaneidad de nuestra libido. De lo contrario, andaríamos por ahí haciendo el amor en las esquinas o matándonos alegremente por las calles.

El asunto se complica cuando la civilización de la que hablamos es la cristiana. Porque es bien sabido que se funda sobre la magnificación metafísica de la represión sistemática del impulso vital, y que ve la capacidad de auto-negación como el máximo criterio moral para diferenciar el bien del mal. Quizás sea este hecho lo que hace que nuestro filósofo siga diciendo: “El cristianismo envenenó a Eros; éste no murió, pero degeneró pasando a ser un vicio”. Y al convertir en vicio al impulso natural, nació la culpa por ser como somos y, en consecuencia, como forma de control de las mentes civilizadas. El resto puede fácilmente imaginarlo el lector observándose a sí mismo y a todas las tribulaciones que su asumida civilización le produce, amargándole la vida.

En otro aforismo del mismo libro, Nietzsche afirma que: “El fariseísmo no es la negación del hombre bueno, sino, en buena medida, la condición requerida para ser bueno”. Como sabemos, Jesús llamó “sepulcros blanqueados” a los fariseos. Es decir, hipócritas. Es obvio que para uno ser aceptado como bueno según los convencionalismos morales de un momento dado del desarrollo social ―en este caso, en la era de la hegemonía de la civilización cristiana―, es imprescindible ser fariseo. De lo contrario seríamos castigados por sinceros y transgresores de los convencionalismos. De aquí que todo acto de amor y honestidad genuina deba ocurrir siempre por encima de lo que convencionalmente aceptamos como bueno o malo.

¿Que nuestro pensador era el Anticristo? ¡Bah! Lean este otro aforismo del maestro, contenido en el mismo texto: “Jesús dijo a los judíos: ‘La ley era para los esclavos; amad a Dios como yo le amo, como hijo. ¿Qué nos importa la moral a quienes somos hijos de Dios?’”. O lo que es lo mismo: Dios no quiere que seamos esclavos de los convencionalismos morales de época. Quiere que seamos sinceros y honestos; que lo amemos como hijos a un padre (o una madre). Y esto sólo puede ocurrir más allá del bien y del mal convencionales. Sólo podemos amarlo (junto al prójimo) por encima de lo bueno y lo malo. Esto equivale a ser libres. Los esclavos son los prisioneros de la culpa y el chantaje religiosos; de los rituales, las limosnas y los diezmos; de las promesas de vida eterna y paraísos a cambio de reprimir todo lo que de bueno tenemos; de la conducta farisaica para ser socialmente aceptados; del voluntarismo antojadizo de un dios de borregos.

Saramago decía que era comunista y ateo pero que culturalmente era cristiano por ser portugués. Formaba parte de la civilización cristiana a pesar suyo. La lección de Nietzsche y del autor de El Evangelio según Jesucristo es que no podemos dejar de pertenecer a la civilización y a la cultura en la que nos formamos, pero sí es posible liberarnos de sus cadenas y vivir felices ejerciendo nuestra libertad.

Mario Roberto Morales
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