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Breve diatriba contra la subespecie de los moralistas y los incondicionales.

En su libro Más allá del bien y del mal, Nietzsche dice que “No existen fenómenos morales, sino sólo interpretaciones morales de los fenómenos”, con lo cual despoja a todo hecho concreto de cualquier pretendida esencialidad intrínseca, buena o mala. En otras palabras, nada es correcto o incorrecto ni debido o indebido en sí y por sí mismo; al contrario, todo es según el cristal con que se mire, pues las normas morales son convenciones que expresan las conveniencias del poder dominante en un determinado momento histórico, económico y político; por lo cual, lo que es bueno en una época se vuelve malo en otra, y viceversa.

Es por eso que, ante Nietzsche, los moralistas y fariseos de toda laya se despeñan en el abismo de su propia hipocresía. ¿O acaso no es cierto esto, oh políticos corruptos, pastores ladrones, curas pedófilos, creyentes cachurecos, oenegeros políticamente correctos, oligarcas renacidos en un cristo “de conveniencia”, chafarotes contrainsurgentes disfrazados de “analistas” y hombres de Estado, abogados que invocan a Dios y a la Constitución para defender intereses oligárquicos, “prósperos hombres de bien” y “gente decente” que se dedica a hacer “limpiezas sociales” con mareros, homosexuales, “indios” y adversarios económicos e ideológicos?

La moral no es criterio de análisis para explicar hechos concretos. Éstos se exponen en razón de su naturaleza económica y política. Se trata de revelar por qué los hechos son como son; no de avalarlos o condenarlos como buenos o malos, ni de lamentarse porque no son como quisiéramos que fueran. Se trata de consumar el “análisis concreto de la situación concreta”; y este análisis no admite moralismos de ninguna índole. Así es que, con sus mantras a otro templo, oh ilustre caterva de farsantes.

Parte básica del bestiario que habita en el zoológico moralista, es la que forman los entusiastas correligionarios políticos incondicionales de su candidato de turno, sin importar que éste sea un asesino de campesinos desarmados, un fantoche a sueldo por lavanderos de dinero, una despistada esposa en jaula de oro, un pastor sirviente de oligarcas, un ideólogo de militares disfrazado de académico, una señora “decente” al servicio de sus parientes oligarcas, o un mercader que cree poder gobernar un país porque sabe administrar un negocio.

La incondicionalidad es propia de borregos. De seres incapaces de ejercer criterio. De autómatas sin más horizonte que la punta de su chata nariz. La incondicionalidad sólo se explica (no justifica) en el amor filial. Pero no halla explicación política, mucho menos si la regla del juego es la democracia, la cual exige como sujeto de su existencia al ciudadano, es decir, a un sujeto capaz de relacionarse críticamente con su Estado, su nación y su estamento político mediante el ejercicio de la representatividad. Pero ¿qué tipo de ciudadano puede ser el de un país en el que proliferan analfabetos (reales y funcionales) en todas las clases y capas, desde los campesinados sin tierra hasta las respingadas elites de modales decimononos y mentes en blanco, habiendo pasado por capas medias cada vez más ignorantes? La incondicionalidad es sin duda condición de inferiores. Por eso Nietzsche dice también que “La objeción, la travesura, la desconfianza jovial, el gusto por la burla son indicios de salud: todo lo incondicional pertenece a la patología”.

En vista de lo cual –y por nuestra sanidad de mente– declaro inaugurada la solemne happy hour de la burla, la travesura y la objeción.

 

Mario Roberto Morales
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