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Sobre el estado de salud política de un bello y malhadado país que regresa una vez más al pasado.

Los guatemaltecos asisten atónitos a un súbito regreso a su oscuro pasado con la implantación del Estado de sitio en un municipio del occidente indígena del país, en donde la población se opone a las actividades de una corporación que pretende construir una planta hidroeléctrica.

Como parte de su política de militarización de la seguridad ciudadana, el actual gobierno civil –encabezado por militares contrainsurgentes– ha evidenciado ya su apoyo irrestricto a los intereses corporativos transnacionales y a sus socios minoritarios locales, criminalizando a los movimientos populares que por medios pacíficos se oponen al despojo de tierras y a los métodos de los servicios de inteligencia privados de las corporaciones, los cuales en nada se diferencian de los que aplicaron los oficiales contrainsurgentes que hoy encabezan el gobierno civil.

El secuestro, la tortura y el asesinato de activistas comunitarios que se oponen a la imposición de las industrias extractivas defendiendo su derecho a la tierra, al agua y al ambiente se han puesto a la orden del día como en los más turbios años (1954-1996) de la dictadura militar-oligárquica, la cual provocó con sus métodos la respuesta guerrillera que duró 36 años y que culminó con su derrota militar en 1982 y con su derrota ideológica en 1996. De modo que la realidad social que vive ahora el país –narcoactividad, delito organizado, debilidad institucional, represión corporativa a la organización popular, intimidaciones legalistas a quienes ejercen el periodismo analítico, medidas económicas neoliberales, corrupción política y violencia generalizada– es el resultado de la victoria total de la derecha sobre la izquierda en 1996.

A contrapelo de la crisis capitalista mundial, los neoliberales y la derecha oligárquica locales vuelven por sus fueros usando a los militares para imponer su agenda económica, bajo la excusa de que la organización y la protesta popular contra las corporaciones extractivas no es obra del pueblo sino de “criminales extranjeros y comunistas locales que buscan –por puro resentimiento– desestabilizar el Estado de derecho”. Como si pudiera llamarse Estado de derecho a un aparato de poder oligárquico que ha vuelto a militarizar la política. Se trata de la misma lógica de quienes criminalizan a los ex guerrilleros llamándolos “terroristas” y alegando que rompieron el Estado de derecho al rebelarse contra la dictadura militar-oligárquica, con lo que asumen la desfachatez de llamar Estado de derecho a las dictaduras de los criminales Idígoras Fuentes, Peralta Azurdia, Romeo Lucas y sucesores.

En este bello y malhadado país, neoliberalismo y fascismo son atributos de una misma élite oligárquica a cuyo servicio hay una pléyade de clasemedieros universitarios seguidores de Milton Friedman y los Chicago Boys, y de militares egresados de las más conspicuas academias contrainsurgentes al servicio de los intereses corporativos transnacionales y oligárquicos locales. La nueva moda ideológica de la oligarquía y su “vanguardia” neoliberal convierte a los activistas populares y a los ex guerrilleros en “terroristas”, a fin de dotarse de una justificación “legal” para eliminarlos al estilo del genocidio que le dio a la derecha su pírrica victoria, y para llevar al país a un nuevo conflicto violento que justifique –como en el Chile del 73– la imposición del totalitarismo neoliberal.

 

Mario Roberto Morales
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