Entre la ciencia y la creencia de las construcciones ideológicas.
Todo discurso ideológico tiene, por lo menos, dos posibilidades de lectura: la vivida y la crítica. La lectura vivida es aquella mediante la cual el receptor del mensaje vive sus contenidos y sus formas como verdades, debido a que se identifica emocionalmente con ellos. Esta identificación explica los éxtasis en los cultos religiosos, las euforias en los conciertos de música ligera y las intolerancias políticas o deportivas, entre otras pasiones.
Por el contrario, la lectura crítica no se identifica ni con el contenido ni con las formas del discurso ideológico, sino se distancia de ambos con el fin de examinar las partes de su estructura, explicando las ideas que la conforman y los recursos formales que vehiculizan su contenido hacia la subjetividad de sus receptores. Mientras en la lectura vivida no intervienen las capacidades analíticas del cerebro, sino principalmente las emociones, en la lectura crítica ocurre lo contrario, pues también las emociones que provoca el discurso ideológico son su objeto de estudio; todo, con el fin de determinar los efectos conductuales que resultan de vivir las ideologías como verdades.
Ambas formas de lectura del discurso son también formas de reaccionar ante él, y ninguna es superior a la otra. Se trata simplemente de dos posibilidades de enfrentar la ideología, la cual campea siempre por la sociedad en forma de discursos, ya sean éstos religiosos, artísticos, políticos o de cualquiera otra índole. Sorprenderse de que algunos individuos vivan sus ideologías como verdades y se conviertan en religiosos intolerantes o en “fans” de pastores, gurús o cantantes de música ligera, es tan inútil como descalificar a quienes se distancian emocionalmente de la producción ideológica y la analizan buscando establecer las concepciones que rigen la ética de sus emisores y los efectos que causan en quienes la consumen. La lectura crítica busca explicar las causas afectivas que hacen que los conglomerados populares se pronuncien y movilicen a favor o en contra de prácticas políticas que pretenden encauzar la sociedad por determinados derroteros, según específicos intereses económicos.
No hay que olvidar que las luchas ideológicas forman parte normal de la cotidianidad social, pues los estratos que componen, por ejemplo, un conglomerado nacional, luchan siempre por la hegemonía, es decir, para que sus ideas y sistema de valores sean abrazados como sentido común por toda la nación y no sólo por el grupo que las produce y las hace circular. Esta es una lucha perenne, la cual se libra a través de los medios masivos, las iglesias, la propaganda política, la academia y de boca en boca. En el estadio de desarrollo que vivimos –en el cual la ideología transmitida en forma de espectáculo es el arma suprema para lograr la cohesión social, la legitimación política y la identidad cultural de la colectividad respecto del estatus quo–, el análisis del discurso de la entretención ligera y de sus exponentes es básico para los estudiosos de la hegemonía.
Es obvio que si nadie –dentro de los límites de la sensatez democrática– puede censurar esta práctica intelectual, también lo es que los analistas de la hegemonía deben centrarse en mostrar los intereses y propósitos políticos que animan los discursos ideológicos, y no las chatas virtudes y miserias personales de los vistosos merolicos que con frenesí los vociferan.
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