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Anahí Barrett

Esteban, mi “traido”. Apareció y desapareció casi simultáneamente. Me transitó en medio de la última de mis prácticas con tinte obseso compulso: aderezar mi existencia escuchando a Lila Downs. Un suceso de mi vida donde me experimenté suspendida. Siempre rondando en el apetitivo existencial de tenerlo a mi antojo y bajo mis condiciones. 

Aquel episodio con mi flaco siempre logra activar esa memoria exclusiva, cuando preciso desenterrar empolvadas pinceladas de vida para inyectarme, para drogarme con ese efecto desinflamatorio y anestésico, tan necesario al enfrentar el agudo aguijonazo que nos ensarta esta eterna breve realidad llamada cotidianidad. 

A pesar de ser un derechista declarado, acreedor de un perfil medio sociopático: calculador, macabro, desalmado, me hacía reír como ningún otro. Siempre me resultó bizarra la ética laboral que transpiraba. Una que no he vuelto a percibir en nadie, al menos mortal. Un sello personal que ¿acaso cobró vida como efecto del síndrome que los angloparlantes denominan “infatuation”? 

Otra opción de lo posible es que, ese mi flaco, me haya mantenido perpetuamente embaucada por medio de falsas descripciones narrativas sobre imaginarias agendas interminables. “Aparentemente”, mi flaco nunca estuvo quieto. Clases, preparación de artículos científicos para sus “patojos”, pilas de exámenes por calificar, laboratorios, sesiones eternas, cursos en México, viajes en avioneta, visitas administrativas a su finca, giras de práctica etc. Me parece que obedecer itinerarios de tal calibre, habrían requerido del vigor y energía distintiva más de un infante, que la de un profesor universitario ya entrado en sus cincuentas. 

Congruente con sus dotes de sublime maestro, siempre se aseguró de que su “adoptada estudiante”, aprendiera la lección cómo su amante de turno. Así, las cosas entre nosotros pasarían cuando ÉL decidiera que pasaran. Decisiones que incluían tanto locación como horario. 

De tal cuenta, lo que nos circuló no podría, de ningún modo, haber sido resultado de mis lloriqueos, berrinches e inocentes intentos por generarle culpa o pena ante mi necesidad de “amor y comprensión”. Aquellos patéticos y desesperados argumentos apelando a tocar la fibra de su altivo ego machista: “profesor, no vivo sin usted”, “usted es el único hombre que me hace sentir viva”, “lo deseo cómo a nadie he deseado jamás” etc., etc., etc., fueron frasecitas que siempre resultaron un acto en el vacío. Un frustrante gasto de energía. Tampoco resultó efectivo aquel giro táctico, donde echando mano de toda capacidad creativa que pudiera caracterizarme, me entregué, empecinadamente, al juego de armar bailes y piruetas para intentar atraparlo, meterlo en una cama y disfrutar la frenética experiencia de tenerlo solito para mí. Vulnerable cual presa indefensa, víctima inminente de su depredador. Sin embargo, ese deleite siempre me fue concedido sin tener que atribuírselo a ninguna de mis acrobacias, impecablemente ejecutadas, sino exclusivamente a su categórica decisión. Progresivamente, fui aprendiendo la lección y, finalmente, me relajé. Opté por descartar la disfuncional estrategia manipulativa y esperé sus coordenadas por siempre. 

Teníamos una forma lúdica de devorarnos los cuerpos. Alguna vez, compartiendo el cigarrillo del “después”, jugamos a politizar pedagógicamente nuestra cama: proclamar la sustitución de la añeja y miserable asignatura de religión por una que enseñara técnicas infalibles para un orgasmo agraciado. ¡¡¡Alzar la bandera de un estado laico pornográfico que atravesara las políticas educativas públicas en materia de educación sexual integral!!! 

Todo lo que empieza, termina. Lo que me queda son estos rostros de mi “traido” que reproducen vastas evocaciones. Totalmente efectivas para doparme cuando lo requiero. Unas que se organizan bajo la pincelada de autor. Esteban, todo un personaje que resulta inadmisible en ese estuche cortical denominado olvido. 

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Anahí Barrett
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