Javier Payeras
Las lecturas que nos marcan, y que nosotros marcamos, terminan funcionando como hitos no solo de las peripecias personales o culturales de cada uno, o del modo en que nos relacionamos con nuestros maestros y antecesores, sino incluso de los senderos por los que transita nuestra escritura y cómo se rebela y se revela ante eso que Bloom bautizó como «angustia de la influencia». Javier Payeras se acerca en esta ocasión a Augusto Monterroso y deja muchas pistas sobre ambos en este texto.
La portada está doblada por las esquinas. La segunda página tiene mi nombre y una nota debajo que dice “13 de septiembre 2009, descomunal y triste”. No tengo memoria de qué habrá sucedido ese día, pero es inquietante que haya escrito algo así sobre un libro de Augusto Monterroso.
Una maravillosa práctica es ver detenidamente un jardín, observar sus detalles hasta que uno pueda decirse, sí, este es el tono de la hoja, este el color, la tierra está húmeda, mi mamá trasplantó mi ciclamen a una maceta más grande… luego uno entra en la habitación, cierra cualquier entrada de luz y reconstruye lo que ha visto, objeto por objeto, el espacio y sus medidas exactas, trata de llevarlo hasta lo táctil y lo olfativo… aunque todo en realidad ha sido alterado por la memoria y es inexacto, viene el momento de suprimir cada cosa, borrar la maceta uno, la rosa dos, la tierra fertilizada, luego el suelo y la pared, el patio, la casa el cielo, el fondo audible y deja únicamente un lago sin nada, algo sin color ni fondo ni forma. Ese vacío hace evidente que todo termina siendo transformado en un recuerdo desmontable.
Trece de septiembre del dos mil nueve, ¿qué hacía yo leyendo el Tríptico de Monterroso por esas fechas? Una pared con bloques de cemento sin pintar, primeras lluvias de junio, tengo una resaca espantosa, estuve bebiendo whisky y Red Bull. Rebota sobre el piso una bolsa plástica sobre una cagada de perro perfectamente tubular, el clima es agradable para llevar un jersey gris Pull and Bear y caminar al trabajo. La ansiedad. Fumo, sí, saco una cajetilla y me llevo el cigarro a la boca, tengo un encendedor plateado. La bolsa de cuero café, adentro el cuaderno Moleskine, la pluma y, vamos, el libro Tríptico de Augusto Monterroso publicado por el Fondo de Cultura Económica. Llevo algunas cosas anotadas para la conferencia de la noche, una de esas que montan los centros culturales binacionales en países como, digamos, Guatemala. El escritor guatemalteco que nació en Honduras y que murió en México. Pasa un camión que lanza con toda gravedad un bocinazo que me deja lleno de odio el corazón. Llego a la oficina, respondo mails, firmo cartas, me peleo, vuelvo a mandar mails, firmar cartas y pelear, peleo, firmo mail, mando cartas, peleo cartas, firmo respuestas y vuelvo. No almorcé, así que atravieso la Plaza Central y me siento en un bar, me tomo una cerveza y sigo leyendo mis notas tan claras y lúcidas. Movimiento perpetuo, La palabra mágica, la letra E. Lo mejor del libro: Homenaje a Masoch, La exportación de cerebros, Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges, La autobiografía de Charles Lamb, El otro M. y las notas del año 1984… se acabaron las dos cervezas, voy caminando al auditorio. Público nutrido, botellas de vino y tapas sobre una mesa con un mantel blanco, buen augurio, aparecen los primeros cazacócteles, amigos, amigas, mi esposa y el agregado cultural. El micrófono no sirve, sonrisas, un chiste de bienvenida. Sudor de manos, está bien, aún tengo resaca a pesar de las cervezas que me acabo de tomar. Blablablá, nuestro escritor más clásico, blablablá, tuvo que largarse de aquí, blablablá, Swift y Joyce, blablablá, yo lo conocí poco antes de morirse, blablablá, era muy bajito y siempre decía este chiste (…) jajajajaja, -inserte risas acartonadas y cultas-. El cóctel muy bien, terminamos bebiendo duro a pesar de ser un día miércoles de una semana laboral en un bar que lindaba entre la cursilería hípster y la cocaína en bolsitas pequeñas.
13 de septiembre 2009, llovió toda la tarde y hay un extraño ruido de pájaros. Anoche me invitó a cenar un amigo. Conseguí cuatro mil mangos para lograr pagar la renta y comer gracias a la corrección que le haré a un manual de derechos humanos de un organismo internacional. Vivo con mi madre y ella se preocupa cuando vengo de vuelta con algunos tragos de más. Mi amiga Itziar me regaló este libro para mi cumpleaños: Tríptico de Augusto Monterroso publicado por el Fondo de Cultura Económica. Gasté un dineral mandando poemas por correo a certámenes en España y en México, resultado, ninguno. Estoy en el cuarto donde agrego mis libros, algunos nítidamente nuevos y otros –la mayoría- comprados de segunda mano. Son las cuatro de la tarde, en casi nada se irá otro día al carajo, pongo un disco que tiene doce carpetas de música, la computadora pasa de plano en plano hasta Keith Jarret, Kohln Concert. Me pongo a leer tranquilamente, acabo de ganar otro mes de vida. Chistosito Tito, su humor hace que todo se olvide, pienso, ¿cómo sería mi vida si fuera como la de los escritores que él ridiculiza? Esos escritores que trabajan de jefes de otros escritores, que tienen novias, buenos salarios, que dan conferencias en centros culturales binacionales con cócktails llenos de tapas y andan con jerseys grises y se ven tan guapos en las contratapas de los libros. Creo que sería una vida muy intensa de viajes y conferencias, reverencias por acá, adulterios por allá, drogas y licores. Ese libro maravilloso termina en la página 405:
ASÍ ES LA COSA: Comprender es perdonar. Como no comprendo tu libro no te lo perdono.
Para Augusto Monterroso, a cien años de su nacimiento,
Cerrito del Carmen 16 de junio 2021, Ciudad de Guatemala
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