Septiembre duele
Lucrecia Molina Theissen
Ya debería estar acostumbrada a los septiembres malditos que me arrastran ineludiblemente hacia octubres tristísimos. Son días en los que mi espíritu vaga por todas mis esquinas interiores sin encontrar acomodo y noches en las que en pesadillas vuelvo a los peores lugares de mi vida. Septiembre duele. Cada día, cada hora, cada minuto y segundo son espinas punzantes y yo una mariposa que muere lentamente bajo su luz que se diluye en el aire. Me disuelvo en septiembre, con el veneno circulando en mis venas, regreso en el tiempo vertiginosamente y me deslizo al epicentro de mis hecatombes.
Por eso hoy no soy yo. Hoy no quiero ser yo: la suma de todo lo que temo, de todo lo que me ha hecho feliz, de todas mis desgracias. Las palabras me eluden. Me cierro sobre mí misma y mis recuerdos que vuelven en torrente arrollándolo todo, pero ellos no me traen su voz que olvidé por completo y mi abrazo continúa vacío de su presencia amada.
A ratos, la furia me recorre, me habita, me da forma, detona mi existencia fragmentándola en partículas diminutas que se extienden como un lienzo fino, transparente, que cae en el vacío. Recorro la madrugada con los ojos abiertos. Tras los párpados, pareciera que duermo mientras sueño que sueño en una pesadilla interminable. Soy esta oscuridad en la que me diluyo. Soy esto que ya no quiero ser, que ya no quiere estar, un objeto pulsátil que envuelve galaxias, universos. Quiero huir de mí misma y perderme en el cielo que ha caído a mis pies los lame suavemente como el agua del mar que me toma y me arrastra a sus profundidades.
Todo en septiembre es más intenso. La claridad del día horada mis pupilas. El horizonte me sigue dibujando un mundo que hoy me es más ajeno. El cielo se extiende pesado y ominoso, sin brillo ni colores. Es la nada, el vacío y, en las noches, el sueño me abandona, me deja flotando a la deriva, con los ojos abiertos, en un mar de recuerdos, pensamientos oscuros y miedos de otros tiempos.
¿Se puede ser feliz e inmensamente triste al mismo tiempo. No quepo dentro de mi envoltura. No sé en qué dirección debo seguir. ¿Alegría o tristeza? Pero el día oscurece de repente, una sombra me cubre la cabeza, me vela la mirada. Solo el sonido de la lluvia, pertinaz, me llega a los oídos. Lo demás es silencio.
En septiembre soy una hoja seca desprendida del árbol, perdida. Soy este abismo en el que me despeño. Pero debo ser positiva pese a estos oscuros pensamientos, ese es el mandato. A ver. No todo es septiembre en mi existencia ni octubres dolorosos. Hay gloriosos abriles y magníficos marzos, deliciosos noviembres, eneros esperados, julios y agostos de lluvias y neblina. Estoy completa. Respiro y no me falta nada. La cabeza está sobre mis hombros aunque a veces pareciera haberse fugado con Plutón. Mis corazones respiran el mismo aire y hay instantes profundos en los que soy feliz. Los pájaros cantan en los árboles, extienden sus alas y vuelan hasta el alambrado danzando hermosamente. El verdor y la vida siguen naciendo de la tierra. Me asomo a mi interior, a mis tormentas y a mi felicidad. Repaso los finos hilos que configuran la trama de una existencia destrozada y vuelta a hacer a fuerza tercamente. Un tapiz hecho de tiempo, abrazos, sentimientos gloriosos, emociones difíciles y duras experiencias en el que resplandecen cosas bellas, como la felicidad y el amor que han tocado mi piel. En él hay días soleados, tempestuosos, noches de luna llena, oscuridades estrelladas, cielos azules interminables, profundos, como mares, océanos tormentosos.
¿Qué más quiero? No es culpa de septiembre. Es este vacío que no lo llena nadie. Esta ausencia forzosa, esta separación indeseada, ese acto perverso de hace 32 años que me obliga a ser y a sentir lo que no quiero y que me hace hablarle a las paredes y preguntarle neciamente al vacío ¿cómo pudieron ensañarse con un niño indefenso, con su madre –mi madre- suplicante? ¿De qué material están hechas sus almas? ¿Tienen sangre en las venas? ¿Qué llevan en su pecho, su vientre, su cabeza, perversos, crueles infrahumanos? ¿Qué los distingue de mí, de cada una de sus víctimas? ¿Por qué demora tanto la justicia?
Murmuro y escribo pero quiero rugir con palabras de fuego, de hielo de veneno, con cuchillos afilados que corten los silencios. Es septiembre de nuevo. El silencio me grita. El silencio que ocultó los hechos y los nombres de los perpetradores, que sepultó a los desaparecidos/as en el olvido injusto, ignominioso, bajo capas de miedo y cobardía, es roto por la interminable letanía de sus nombres que repito amorosa buscando sus rostros, sus figuras, su humanidad perfecta, para traerlos de nuevo a la memoria. Que no mueran dos veces. Que no los olvidemos. Marco Antonio…
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¿Qué más quiero? No es culpa de septiembre. Es este vacío que no lo llena nadie. Esta ausencia forzosa, esta separación indeseada, ese acto perverso de hace 32 años que me obliga a ser y a sentir lo que no quiero y que me hace hablarle a las paredes y preguntarle neciamente al vacío ¿cómo pudieron ensañarse con un niño indefenso, con su madre –mi madre- suplicante?
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