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Invocación a las palabras

Lucrecia Molina Theissen

Me pierdo en letras y palabras
Cuido el punto y la coma
Pulo las formas.
Pero lo que quisiera hacer realmente
Es quemar el mundo y rehacerlo
Con mis manos
A la medida de los sueños
De los hombres sencillos.
Reinventarlo para las mujeres.
Llenarlo de alfabeto, de pan y de alegría
Para los niños y las niñas.

Cuando tenía diez años, leí sobre Gabriela Mistral en un cómic de la editorial Novaro, casa mexicana que publicaba, entre otras historietas, “Vidas ilustres”, una de ellas era la de la poeta chilena. Estaba familiarizada con algunas de sus poesías gracias a los libros de texto de lengua española de las editoras cubanas, que las reproducían para ilustrar las lecciones de gramática. Antes de enterarme de quién era ella no sabía que se podía dedicar la vida a las palabras y eso me propuse, ser escritora. Estaba en cuarto grado de primaria.

Seguí estudiando, me hice maestra y en algún momento me olvidé del asunto. Ya no pensé en el lenguaje como un medio para expresarme, aparte de que la educación no me estimuló en ningún sentido, sino como un instrumento útil para difundir planteamientos políticos, reivindicaciones, análisis, plasmados en comunicados, propuestas, artículos en la prensa sindical y popular, consignas pintadas en paredes y en segmentos de un programa radial, La Voz del Magisterio, en el que fui parte del equipo que lo redactaba y grababa de 1975 a 1977.

Fue en esa época que conocí a Luis de León y su literatura y, de su mano, la obra de otros poetas y escritores guatemaltecos, latinoamericanos y españoles: César Vallejo, García Lorca, Machado, Morales Santos, Flores, Mario Roberto Morales, Villatoro, Rodas y mi favorito: Miguel Hernández. Entonces, redescubrí mi amor por las palabras y quise de nuevo hacerlas mías como un medio de expresión personal.

Pero en la segunda década de los setentas, vastos sectores de la sociedad guatemalteca fueron acallados mediante las acciones terroristas estatales que recrudecieron hasta el vértigo en la primera parte de los ochentas. De esa forma, los espacios para la escritura política se fueron cerrando al ritmo del endurecimiento de las condiciones de participación ciudadana en los ámbitos populares y sindicales. Además, el acaparamiento de los medios de difusión por los portadores de posturas autoritarias y sectarias en el seno del movimiento popular, contribuyó al cierre de oportunidades de expresión. El resultado fue la relegación de las palabras plurales, rebeldes, que tampoco tenían cabida en los medios tradicionales –empresariales- cómplices de los sectores oligárquicos y de los terroristas de Estado en el ocultamiento de sus crímenes y la manipulación de las ideas.

Coartada la libertad de expresión, perseguidos, desaparecidas, asesinados o en el exilio, los formadores/as de palabras creadoras de un mundo diferente, con justicia, teniendo que callarme hasta el nombre, relegué por completo mi propósito de ser escritora. El silencio fue una noche prologada en la que, insensibilizada por los golpes mortales reiterados, enmudecí por décadas. En raras ocasiones, cuando la presión era mucha, me convertía en personaje de mi propio drama y actuaba mi papel tomando distancia de mí misma. En otras, volcaba sentimientos e impresiones con letras diminutas en servilletas, el reverso de las hojas impresas o en los bordes de los cuadernos.

Hace un año impulsada por varios propósitos -dar a conocer lo sucedido a mi hermano, una víctima más inerme e indefensa del terrorismo de Estado en Guatemala, y nuestros objetivos de encontrarlo, saber qué le sucedió y enjuiciar y castigar a los culpables- decidí abrir este blog. Para eso y para recordar y fijar la memoria encarnada, retomé la palabra. No hablo en nombre de nadie más que de mí misma y aunque quisiera haber sido una prolífica escritora capaz de describir realidades distintas, mundos y personajes inventados, el caso es que lo vivido me arrastra con su peso y me hace hablar de lo mismo: el sufrimiento de mi hermano, de mis padres, de mi pueblo, causado por los crímenes de los terroristas impunes. Ahora me toca recordar y hablar, hablar y recordar, hablar y señalar y señalar hablando a los culpables. Me arrogo el derecho de decir, nombrar, establecer, explicar, contar y repetir lo sucedido sin que mi voz se agote, fijadora de memorias terribles.

Para cumplir con lo propuesto, Ajpú, cerbatanera, invoco a las palabras. Redondas, transparentes, dulces como la miel, pesadas, leves y, sobre cualquier otra cosa, verdaderas. Conjuro sustantivos, adjetivos y verbos desde la A hasta la Z, tildes, eñes y haches, para nombrar lo que no tuvo nombre. Necesito millones de palabras de hielo, hiel y fuego, capaces de expresar lo sublime y lo atroz, la felicidad y la tragedia. Bautizada de tildes, descubriré la cara oculta de la luna. Nadie hablará por mí, nadie me prestará su voz. Alzo la mía entonces. Surge desde el pasado, desde el profundo abismo de la muerte sin nombre, sin fecha, sin lugar, sin causa natural, sin asesino identificado, sin cuerpo, sin tumba, desde el dolor insondable por mi hermano desaparecido.

Abrazo la palabra cierta, honesta, justa. La alimento, la peino, respiro profundo para darle mi aliento y mi fuerza, la lleno de recuerdos, la visto de soles y de estrellas, la lavo con lluvia bienhechora, la sumerjo en el mar y la hundo en los cráteres de todos los volcanes de mi tierra. La palabra danzante, descalza por las calles, libre, precisa y verdadera, destruirá mentiras. Será el dedo que acuse, el grito de dolor que, uniéndose a otros gritos, formará una tormenta para horadar las piedras y derribar los muros de impunidad tras los que se esconden los cobardes. Lloverá, se anegará la tierra de verdades, se ahogarán el miedo y el silencio. Serán torrente, océano salado, río desbordado, agua enfurecida en la que ojalá naufraguen sus mentiras pasadas y presentes.

Y con ellas, seré puñal y frío. Odio, ira y dolor. Seré todos los verbos: vivir, morir, matar, sufrir, gozar. Seré la vida y también seré la muerte, un cuchillo afilado cercenando gargantas. Sacaré del silencio lo no dicho, lo oculto, los murmullos, los gritos, los susurros, las palabras apenas musitadas o que murieron antes de hacer vibrar el aire. Seré canto y poema, inflamado discurso, plegaria, panfleto, idea, bala, puñal, ceniza cayendo de los ojos cansados de guardarse las lágrimas, granizo golpeando los tejados, aldabonazos en las puertas, tañidos de campanas, multitudes rugiendo, piedras cayendo desde el cielo para golpear conciencias. Todo, menos silencio.

Sin embargo, quisiera tener más que palabras para cambiar el mundo, para que nunca más ocurran los hechos que se nombran con vocablos sangrantes –genocidio, tortura, masacres, desaparición forzada, impunidad, terrorismo de Estado-, para que la vida se construya con vocablos hermosos, evocadores de paz, dignidad, justicia, solidaridad, trabajo digno, pan y tortillas sobre la mesa de la patria, educación, salud y bienestar, sobre todo para los niños y niñas que merecen un mejor destino.

No hablo en nombre de nadie más que de mí misma y aunque quisiera haber sido una prolífica escritora capaz de describir realidades distintas, mundos y personajes inventados, el caso es que lo vivido me arrastra con su peso y me hace hablar de lo mismo: el sufrimiento de mi hermano, de mis padres, de mi pueblo, causado por los crímenes de los terroristas impunes.

Fuente: [http://cartasamarcoantonio.blogspot.mx/]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Lucrecia Molina Theissen