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No estoy sola, no temo

Respiro profundo y me sumerjo en mí misma. Me refugio en mi interior. Diminuta, una molécula insignificante, una parte y mi todo, paseo adentro de mi cuerpo. Circulo velozmente por mi sangre, lato en mi corazón. Pienso posada en mi cerebro. Me absorbo. Me hago un nudo conmigo. Admiro mi colorido interno. En mí sismada, conozco otra forma de ser libre. Mi universo interno es una sabana vestida en tonos verdes, bordeada por montañas, con mil lunas y soles, con millones de estrellas. Como el día y la noche, en él se alternan la luz y la oscuridad, los valles soleados y los profundos abismos.

Me asomo a mi retina y contemplo el mundo que me abraza. Afuera, desde mis pupilas de un café transparente, casi líquido, observo una tarde apacible, soleada, con viento y promesas de estrellas en un cielo nublado que no se dejará traspasar por su luz. El silencio se rasga con el sonido del viento que me trae las voces de niñas que juegan en la calle.

Ruedo desde mis ojos hasta mi corazón, la cueva donde guardo el amor y el dolor, las alegrías, las pérdidas, las esperanzas. Desciendo por mis piernas que no tiemblan y se mantienen fuertes, hasta las plantas de los pies que me han llevado muy lejos de mi origen.

Retorno a mi centro. Me limpio, saco a airear la tristeza, le pulo los dientes a la risa, hago bombas de rabia y de malos pensamientos, tiro el aburrimiento a la basura, bailo con mis fantasmas.

Me sacudo el miedo a que suceda algo terrible, a que el viento se lleve el techo de la casa, a que se hunda el suelo o a que me caiga el cielo encima. Miedo a la oscuridad, a llegar a una casa vacía por la noche. Miedo a caer y no volver a levantarme. Miedo a todo y a nada. Miedo a ellos que aún se creen los dueños de la vida y de la muerte.

Y me convierto en dolor, lágrima, llanto, lluvia pertinaz. Soy un torrente de agua salada, tóxica, acuoso sufrimiento brotando de ojos manantiales. En cada gota, un nombre, un rostro, una persona amada perdida en el río de la muerte que recorrió mi patria, que recorrió mi cuerpo, mi espíritu, territorios sangrantes, silenciados.

Entonces soy recuerdo. Memoria que pervive, que se niega a la amnesia (y la amnistía), formada de cálidos abrazos y miradas fraternas. Engarzo sus nombres, como perlas, en collares hermosos. Son estrellas, enredaderas de galaxias.

(Un hombre y una mujer se abrazan unidos en el recuerdo y en el llanto, juntando soledades y miserias. Son dos despojos dejados del tiempo que se encuentran en una esquina del mundo llevados por sus voces que repiten los nombres silenciados. Dejan su llanto en cada huella, pero también su furia, su lealtad a la sangre)

Vuelvo a mi melodía interior, una orquesta completa con toda la música del mundo sonándome por dentro, marcándome el ritmo de los sueños.

Salgo de mí. Me traigo nuevamente a la luz. Me contemplo en un espejo de azogue tembloroso. Me sostengo en mi cielo. Lluevo como en octubre, me atormento. Mi universo tronante, cruzado por relámpagos, mañana volverá a iluminarse. No estoy sola, no temo, en mí habitan los vivos y los muertos.

Me sacudo el miedo a que suceda algo terrible, a que el viento se lleve el techo de la casa, a que se hunda el suelo o a que me caiga el cielo encima. Miedo a la oscuridad, a llegar a una casa vacía por la noche. Miedo a caer y no volver a levantarme. Miedo a todo y a nada. Miedo a ellos que aún se creen los dueños de la vida y de la muerte.

El blog de Lucrecia Molina Theissen aquí.

 

Lucrecia Molina Theissen