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Precauciones acerca de la inconveniencia de expresar la propia satisfacción y felicidad por sentirse realizado en la vida.

La costumbre de reducir a una persona y lo que hace a una mínima expresión negativa, sólo se explica por la envidia: una emoción autodestructiva si las hay, porque implica no aceptar lo que naturalmente se es y se tiene. Esta carencia de aceptación obliga al envidioso a compararse constantemente con otros en quienes ve todo aquello que cree que debería ser o tener. La comparación resulta insoportablemente dolorosa porque es falsa y el envidioso no encuentra satisfacción duradera en ella. Es por eso que, para paliar su dolor y su frustración, efectúa una operación compensatoria del todo demencial: trata de rebajar a la persona envidiada a la exigua estatura de quien envidia.

Los comentarios irónicos que descalifican vanamente los logros ajenos, constituyen tentativas envidiosas de rebajar a la propia condición de inferioridad a quien el envidioso percibe a regañadientes como superior. Si cada cual estuviera consciente de sus alcances y limitaciones, la envidia no existiría. Y, de hecho, quienes poseen esta conciencia y esta aceptación, viven libres de ella y son capaces de reconocer los méritos ajenos y también los propios. Estas personas, como se sabe, son muy escasas.

A veces se encuentra uno con individuos que le comentan sorprendidos: “Qué bien te ves”, como si esperaran que uno se viera mal. Otros, bromean sobre la actividad a la que uno se dedica y la caricaturizan o la reducen a la astucia, el oportunismo o el arribismo. Incluso hay quienes ni siquiera le dirigen al envidiado la palabra y fingen ignorarlo desde una fallida superioridad, la cual no es sino la máscara de un hondo y lacerante sentimiento de minusvalía.

Hay quienes se hacen candidatos a la envidia de los demás porque se han realizado plenamente en su vida haciendo lo que valoran y les gusta. Otros, son envidiados porque han logrado acumular poder y dinero por medios ilícitos o, cuando menos, dudosos. En ninguno de los dos casos vale le pena sucumbir a la envidia, porque ésta no afecta a los envidiados sino destruye solamente a los envidiosos. Los primeros ni siquiera se enteran de las desdichas de los segundos. Y tanto unos como otros son presa del fastidio: unos por envidiar y otros por ser envidiados. Quizá por eso, Cioran espetó este insólito aforismo en su libro Ese maldito yo:

“Para neutralizar a los envidiosos, deberíamos salir a la calle con muletas. Únicamente el espectáculo de nuestra degradación humaniza algo a nuestros amigos y a nuestros enemigos”.

Quizá Cioran generalice demasiado. Pero cuánta gente no quisiera ver en la desgracia al prójimo para sentir un instante de alegría perversa, un segundo de ilusión de igualdad y hasta de superioridad. Y cuánta más no se regocija del infortunio ajeno. Tal vez por eso, en mi país, cuando se le pregunta a alguien cómo le va, éste suele responder que se encuentra jodido, regular, “por ahí” o “jalando la carreta”. Poca gente dice que se encuentra bien y menos aún que se siente feliz. Tal vez las personas que se empequeñecen al decir que la están pasando más o menos, lo hacen “para neutralizar a los envidiosos”. O tal vez para provocar lástima y llamar de este modo la atención sobre sí, como los personajes de telenovela: “Mírenme, soy el campeón del sufrimiento”.

Lo cierto es que hay pocos peligros mayores que el de ser feliz y demostrarlo, pues puede uno hacerse merecedor de la agresión de cualquier envidioso, quien de esa manera vive la placentera ilusión de estar al mismo nivel de la persona feliz. Mucho ojo con la dicha.

Mario Roberto Morales
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