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El secreto de la infelicidad

Brevísima explicación sobre la diferencia entre ser feliz, infeliz e idiota.

Mario Roberto Morales

En las páginas 1344 y 45 del tomo IV de sus Psychological Commentaries on the Teaching of Gurdjieff and Ouspensky (Maine: Samuel Weiser Inc., 1996), Maurice Nicoll dice que “Uno de los grandes espejismos de la vida ocurre en los salones de baile en los que todo el mundo está bien vestido, sonriendo y saludando. Cualquier principiante de la vida puede imaginar al instante que todas estas personas son felices mientras él es supremamente infeliz”.

Según Nicoll, la suposición de que todos los demás son felices y sólo uno no lo es, surge en quienes no son capaces de ver al prójimo sino exteriormente y nunca más allá de sus vestimentas, gestos, afirmaciones y demás formas de fingir lo que imaginan o pretenden ser. Pues es obvio que quien no puede ir más allá de la exterioridad de los que lo rodean, se percibe a sí mismo de manera igualmente exteriorista. Y esto causa aislamiento e infelicidad, porque quien vive así su vida se pierde la más importante dimensión de la misma: la de la comunicación con la subjetividad de los seres humanos. Los cuales son, después de todo, sujetos. Es decir, seres que se caracterizan y diferencian por su subjetividad: un atributo del que carece el resto de mamíferos.

Pero acerca del prójimo a quien suponemos feliz ante a nuestra infelicidad, sigue diciendo Nicoll que “Necesitamos tomar conciencia de que esta persona es igual que nosotros y que lleva consigo todas nuestras dudas, problemas, sentido de frustración, debilidades y vicios”. Y, ojo, que no nos invita a caer en el conocido “mal de muchos consuelo de tontos”. Al contrario, nos impele a conocernos a nosotros mismos como la única clave para entender a los demás. El resultado de hacerlo —asegura nuestro pensador— es que “Al instante, quienes nos rodean y le son fieles a su falsa personalidad se sentirán a gusto junto a nosotros”. Y esto ya implica felicidad.

Lograrlo es difícil. Y en estos tiempos lo es mucho más, pues desde hace ya demasiadas décadas nuestros criterios de verdad los inventan la publicidad y el mercadeo, y éstos estimulan precisamente nuestra incapacidad de ver la subjetividad de los demás y nuestra propensión a quedarnos en su superficie. ¿De qué otra manera podrían inducir al consumo compulsivo de vestimentas, cosméticos, medicinas y demás mercancías cuyo estatuto de fetiche les confiere el ilusorio poder de otorgarnos estatus social frente los demás? Porque la publicidad y el mercadeo venden mercancías estimulando la envidia, una emoción corrosiva que surge de la incapacidad de penetrar en el alma del prójimo y de comprender a un espíritu tanto o más atribulado que el nuestro. Es por eso que un individuo con capacidad crítica y autocrítica es un pésimo consumidor. El consumidor ideal es el idiota “feliz”, encantado con (y sumergido en) su Smart Phone y demás sucedáneos de la inteligencia libre y creadora, crítica y autocrítica. Por todo, el resultado de vivir sólo exteriormente es una hostilidad perenne que gira en torno a los objetos que seamos capaces de desplegar en público para la envidia de un prójimo igual de “feliz” e idiota que nosotros.

Concluye Nicoll en que lo que aconseja “no tiene que ver ni con amor ni con fe ni con esperanza”, sino sólo con ser conscientes de que nuestra personalidad es una mera invención. No se trata pues de “autoayuda”. Ésta es una mercancía más para idiotas “felices”. O infelices. Da igual.

 

Mario Roberto Morales
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