La trampa de las citas
Divertimento suicida sobre el traicionero arte de citar.
Mario Roberto Morales
De lo que se trata es de emplear productivamente las citas de otros autores, sin que la acción de citar funcione como una prótesis para hacer andar artificialmente a un argumento cuya endeblez no le permite sostenerse por sí mismo. Cuando la argumentación depende de las citas que la apuntalan, la acción de citar no pasa de ser el bordón de un razonamiento que traiciona el arte de la cita, el cual sólo se justifica como parte subordinada de un pensamiento original. Si la validez del argumento depende de las citas, éstas no son sino muletas de una reflexión tullida. Por ello, Emerson dijo una vez: “Odio las citas, dime lo que sabes”. No le interesaba entrar en contacto con la ignorancia parapetada tras barricadas de ideas ajenas. Actitud que constituye, desde donde se la mire, una postura anti-intelectualista. No anti-intelectual. El “ismo” remite en este caso a una concepción del pensamiento como mera formalidad y no como la necesaria interpretación práctica de lo concreto que resulta imprescindible para la sobrevivencia.
A esa misma línea intelectual pertenece el criterio de Chateaubriand cuando afirma: “No creo que el arte de citar esté al alcance de todos esos espíritus pequeños que, no encontrando nada en sí mismos, todo lo tienen que tomar de otros”. Intelectualismo vacuo, academicismo formalista, conocimiento inútil por estar divorciado de lo concreto, del acaecer aparentemente caótico del que formamos parte activa y que contribuimos a conformar en su naturaleza de hecho social. Porque nosotros somos el hecho social. Éste no ocurre separado de los seres sociales. Es para el conocimiento crítico de esta realidad que los humanos realizamos el análisis concreto de lo concreto.
A propósito de la concreción de lo real, recordemos que la teoría también es concreta porque forma parte de la dimensión espiritual de la realidad, y el espíritu y sus productos son socialmente materiales a pesar de no ser tangibles. La teoría, según la ejercen los intelectuales prácticos, da cuenta de la dimensión objetiva de lo real, no importa si en su faceta material o espiritual. La objetividad es el atributo de lo que impone su existencia ante nosotros porque nos determina con absoluta independencia del conocimiento que podamos tener de ella. Esta dimensión de lo real es la referencia última que valida cualquier teoría sobre lo concreto y que la vuelve concreta dentro del ámbito espiritual de la realidad. Si una teoría no remite su argumentación a la objetividad de lo real, no adquiere consistencia teórica concreta, sino se agota en la formalidad. La cual tiene, sí, derecho de existir. Pero sólo como teoría formalista. No como explicación de lo concreto. A esto se refería Keats cuando dijo que “Nada es real hasta que se experimenta; aun un proverbio no lo es sino hasta que la vida lo ha ilustrado”. Primero es lo concreto. Su interpretación es posible sólo después de que la concreción de lo real la posibilita.
Pero volviendo a las citas fatuas, la manía de citar en el vacío de quienes —según Chateaubriand— son “espíritus pequeños que, no encontrando nada en sí mismos, todo lo tienen que tomar de otros”, origina una paradójica realidad a la que Ambrose Bierce se refirió diciendo: “Las citas son una manera de repetir erróneamente las palabras de otros”. Esto también puede ocurrir cuando se interpreta un conjunto de citas sobre el mismo tema, como en este divertimento. Así que usted dirá.
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