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Carlos López

I

Es una tarea bastante difícil clasificar las novelas que intentaré analizar, porque cualquier forma de etiquetar siempre limitará las múltiples posibilidades de acercarnos a las obras y a los autores. El grado de significación de un texto tiene que ver también con el grado de lectura y las relaciones intertextuales que establece el lector y que dan una mayor o menor profundidad al nivel del discurso literario.

La influencia del medio social es determinante en los autores leídos; es pesada, asfixiante; las convenciones, los códigos morales, éticos y lingüísticos que se manejan son los de una sociedad que vive de y por la forma. La máscara, la simulación, el orgullo individual, la apariencia y el falso pudor son las limitaciones que se autoimponen los escritores. Por eso las afirmaciones de que son novelas realistas o naturalistas y que, por lo mismo, son un retrato fotográfico de la realidad, hay que situarlas en su dimensión correcta.

Son, en efecto, momentos, parcialidades; pero en ninguna de ellas se nota la descripción en detalle de lo que pasa alrededor de su temática central. No existe ningún afán omniabarcante de la realidad política, económica y social que se vivía en la época, sino el instante aislado, el fragmento, la fotografía. Esto tiene su explicación en las afinidades ideológicas de los escritores con los regímenes políticos que les tocó vivir y por la falta de conocimiento de su realidad histórica.

Por lo mismo, en sus obras no hay, ni por asomo, crítica social. Lo que sí abunda es el afán moralizante, anecdótico, de contubernio. Hasta en las novelas de Emilio Rabasa, sin duda la excepción de lo antes dicho y en donde se plantean los problemas del «país de las aberraciones» (p. 163) se manifiesta el desconocimiento de la realidad nacional.

En La bola, por ejemplo, luego de hacer un relato focalizado de un movimiento revolucionario —de los muchos que hubo antes de lo que se conoció después como Revolución Mexicana— Rabasa termina por condenarlo y denostarlo al afirmar que los campos de batalla de San Martín «no tenían siquiera la grandeza trágica, sino la ridiculez caricaturesca de la comedia burda» (p. 167).

De las tres novelas que tratan la problemática social y de gobierno, La bola, El cuarto poder y Tomochic, la primera es la más politizada y la que podría, con mejor tino, recoger en sus páginas la expresión más acabada de las contradicciones existentes dentro de un cuerpo social; sin embargo, Rabasa la reduce a un pleito entre familias y a disputas oportunistas, mezquinas. Con un tono narrativo donde el autor ensaya sus ideas y con referencias librescas constantes, usa un recurso de este tipo para cerrar su novela y disertar sobre la revolución: «La revolución se desenvuelve sobre la idea, conmueve a las naciones, modifica una institución y necesita ciudadanos; la bola no exige principios ni los tiene jamás, nace y muere en corto espacio material y moral, y necesita ignorantes. En una palabra: la revolución es hija del progreso del mundo, y ley ineludible de la humanidad; la bola es hija de la ignorancia y castigo inevitable de los pueblos atrasados» (p. 167-168).

La bola es el punto de partida de Emilio Rabasa para construir los arquetipos que protagonizarán sus otras tres novelas: El cuarto poder, Moneda falsa y La gran ciencia. Mateo Cabezudo y Juan Quiñónez encarnan, desde su distinta posición social, dos morales, dos formas de concebir el mundo. Cabezudo representa al arribista que se vale de su fuerza y arrojo para aprovechar el descontento de un grupo de rebeldes de San Martín de la Piedra y se enquista en el poder político de su pueblo. Juan Quiñónez es un escribano de la municipalidad, con cultura y conocimientos humanísticos, que trabaja de manera leal y callada, pero que por intrigas y murmuraciones es puesto en antagonismo contra Cabezudo. La confrontación se agudizará en El cuarto poder.

En cuanto a las relaciones sociales de producción y las fuerzas productivas de ese momento, todo gira alrededor de puestos administrativos en la presidencia municipal. Si bien el relato transcurre en la cabecera de un municipio rural, no hay referencia al campo sino a los puestos políticos, incluido el cura y el médico del pueblo. En la novela se da cuenta de grandes despidos de la burocracia estatal y nacional por medio del informativo La Conciencia Pública.

II

El cuarto poder sitúa a los dos protagonistas desplazados del campo a la Ciudad de México. Juan Quiñónez evoca, al principio de la narración, su vida en el campo: «¡Adiós, campos y flores, nubes y tierra mojada! […] Un olor de mil demonios capaz de producir náuseas y aun algo más serio, cortó el hilo de mis poéticas memorias, echándome repentina y desapaciblemente en la grotesca realidad que me rodeaba» (p. 11). De agricultor pasó a empleado de San Martín, de ahí a burócrata en la capital de su estado, hasta llegar a la capital del país en busca de alguna oportunidad. Ahí entabla relación con un conocido de su pueblo, que llegó, igual que él, en precarias condiciones: «Llegué a México sin saber cómo vivir; encontré a un diputado paisano que me conocía, y de recomendación en recomendación llegué a colocarme en una imprenta como doblador y enfajillador del periódico La Columna del Estado. Ganaba yo apenas lo necesario para no morirme de hambre y pagar un rincón del Mesón del Tronito» (p. 22).

Pero a «la ciudad de los palacios» también había llegado otro personaje de origen campesino y al que la vida le empezó a sonreír desde que fue comandante en su natal San Martín de las Piedras. Mateo Cabezudo se había encarrerado en la política y ya era diputado federal; había hecho de la administración pública su modo de operar y trampolín de sus aspiraciones políticas. Sin caer en la tentación del mesianismo, Rabasa cuenta la vida de éste sin oponerla a la de Juan Quiñónez.

El cuadro social que nos describe Rabasa en esta novela es mucho más variado: la abierta pugna entre la «leperuza» liberal y los conservadores, que igual se libra en la sobremesa que en el callejón del barrio; las intrincadas redes de la corrupción para amordazar la libertad de expresión; el tráfico de influencias como sustituto de la administración de justicia; el enriquecimiento desmedido producto del cobro de favores; la venta de conciencias y plumas al mejor postor; la degradación humana en el anonimato de la gran urbe.

La aguda visión crítica de Rabasa hace aflorar en sus novelas la podredumbre política de su época; sus personajes son arquetipos; la psicología con la que construye el carácter de cada uno de ellos retrata al México de la época en sus dos escenarios básicos: el campo y la ciudad. El incipiente desarrollo de las fuerzas productivas se manifiesta en la escasa actividad fabril que hace en sus relatos. En la actividad de los servicios descansa buena parte de la economía descrita.

III

Tomochic es la otra novela política; se basa en el hecho histórico que protagonizó Teresa Urrea en el norte del país con su oposición militante a Porfirio Díaz y a la fama de santa que se creó a raíz de un ataque cataléptico en el que fue declarada muerta. Al resucitar, la gente la consideró milagrosa, y ello dio inicio al rito. Por sus actividades políticas se exilió en Nogales, Arizona, eua, en 1892. Sin embargo, con este hecho, en lugar de acallarla y de hacerla desistir, ella arreció su lucha e inspiró desde el destierro varias rebeliones, entre ellas la de Tomochic.

Para controlar la rebelión de Tomochic, Porfirio Díaz mandó sus tropas. En el noveno batallón iba Heriberto Frías, quien participó como subteniente en la guerra de exterminio. Su relato transluce su posición ideológica de apoyo al régimen y su justificación a la política de tierra arrasada impulsada por el dictador.

Esta novela se desarrolla en el área rural, pero su autor no describe nada de las condiciones materiales de existencia de los lugares que recorre el ejército federal en su camino a Tomochic. Según Antonio Castro Leal, «el porfirismo, en un típico episodio reaccionario, quería acabar con los desdichados tomochitecos, que defendían sus tierras, sus ganados y sus hogares». Castro afirma esto por el conocimiento de la historia de su país, no porque la novela de Frías le haya dicho algo sobre las causas que originaron el levantamiento popular.

A lo largo de los siglos, la clase social explotada ha cargado con la peor parte y, dentro de ésta, a la de los obreros agrícolas, a la de los campesinos se le ha sumido en el atraso más ignominioso. Tomochic es una prueba de esto. Refundido en la sierra Madre, de Chihuahua, abandonado de cualquier beneficio social o económico, el pueblo que habita esta villa, cansado de sus condiciones materiales, al fin, se levanta en armas. Con un razonamiento sencillo pero contundente (si no lucho, muero; si lucho, algo puedo ganar) se organizan hasta los niños, las mujeres y los ancianos para pelear contra el mal gobierno: «¡Quieren gobernarnos con sus leyes y quitarnos nuestra libertad! —Nos tratan como a bestias, nos quitan nuestros santos; nos quitan el dinero, y su gobierno nos manda soldados que nos matan» (p. 69).

Lo anterior encierra la máxima expresión de toma de conciencia de clase para sí que unifica la oposición a un gobierno que usurpa los derechos más elementales de pueblo sin escuela, pero no ignorante; despierto tal vez por eso, porque la escuela todavía no los adormece o mediatiza. El estigma lanzado por el poder de que era salvajes, fanáticos, y la satanización de su lucha, no fue más que el velo con que se pretendió cubrir una genuina expresión de la lucha de clases.

Su batalla tenía un sustento real. La miseria material y moral en que se les sumió crearon las condiciones subjetivas para luchar por otra forma de vida y por una nueva organización. Los distintos grupos de campesinos se unieron en torno a la defensa de un pedazo de tierra y las mínimas pertenencias personales, y se aferraron a ellas. Pagaron con su vida el intento; la tiranía se impuso a fuego y sangre.

IV

La parcela contiene el ideario político y las ideas racistas de José López Portillo y Rojas. La novela está organizada en torno al poder de los caciques; éste no proviene de un ordenamiento jurídico sino de la voluntad caciquil. Las relaciones sociales están sustentadas en códigos de honor, de valentía, patriarcales, paternalistas, de compadrazgo. El autor retrata los problemas de tierras entre latifundistas. También trata de demostrar la transformación del campo y su modernización, la industrialización y organización de la unidad productiva (la hacienda) en un todo completo que prefigura prácticas monopólicas.

En sus páginas se pone en evidencia que quien tiene el poder económico tiene el poder político. Y que a partir de estos dos poderes se decide sobre la vida de los demás. De manera que en la trama de la novela que nos ocupa, en la defensa de cada una de las partes, quienes ponen los muertos son, como siempre, lo de la clase explotada.

López Portillo y Rojas es porfirista. La defensa a ultranza que hace del régimen es vehemente. Sin embargo, de los siete autores aquí estudiados, es el que menos conocimiento de la realidad manifiesta. En todos es notoria la falta de instrumentos teóricos para analizar su sociedad, pero en él hay conceptos que no resisten el mínimo rigor científico. Por ejemplo, para hablar del campesino él emplea términos como «clases rurales», «gente rústica», «rancheros ilustrados», «gente del campo», que son eufemismos de campesino.

Igual pasa con los personajes que nombra en su novela. Es hasta contradictorio que en el relato trate de demostrar la modernización del campo en el aspecto de los medios de trabajo, pero utilice términos esclavistas para referirse a las relaciones sociales. Así, a lo largo de la narración los jornaleros agrícolas, los peones, los obreros del campo serán llamados sirvientes (término despectivo que se empleó por siervo durante el feudalismo) y los patrones o empleadores, amos (término del modo de producción esclavista).

El racismo de López Portillo y Rojas no es sólo recurso literario. En el prólogo de su novela, donde desarrolla parte de su preceptiva literaria, afirma: «En hora buena que sean nuestras ciudades copia más o menos remota de las capitales europeas y norteamericanas, con su cortejo de ideas, costumbres, ciencias y artes importadas del exterior» (p. 1). En otro párrafo alude a las naciones europeas como «civilización cumplida» mientras que hace la comparación con la nación mexicana como una «sociedad incipiente» (p. 5). «Los mexicanos, hasta aquí, hemos sido excelentes imitadores, pero inventores pobrísimos» (p. 5). Esta idea de civilización fue tratada en similares términos por Alfonso Reyes: «México llegó tarde al banquete de la civilización»; por José Vasconcelos en La raza cósmica, y por Octavio Paz: «Gente de las afueras, moradores de los suburbios de la historia, los latinoamericanos somos los comensales no invitados que se han colado por la puerta trasera de Occidente, los intrusos que han llegado a la función de la mo­dernidad cuando las luces están a punto de apagarse; llegamos tarde a todas partes, nacimos cuando ya era tarde en la historia».

Otras muestras del racismo enunciado aflora en la narración: «¡Al fin hija de yanqui y de mexicana! ¡Qué preciosa resulta la mezcla de nuestra sangre ardiente y morena, con la gélida y color de grana de nuestros vecinos de allende el Bravo! (p. 53); también en el habla de los campesinos que López Portillo y Rojas no logra aprehender y que, al ser recreada en la novela, queda en el nivel de la parodia: «A luego me juí pa la casita, y me encontré con el amo, muy apolismado y que se estaba curando los golpes. No quise volverle a montar el penco, porque lo vido muy alborotado, y mi compadre Másimo le ofreció su caballito pa que se juera viniendo. Poco después nos vinimos los dos juntos, porque el amo, como está baldado, no se jallaba útil pa estirar el retinto» (p. 88-89).

V

La Rumba es la novela del suburbio urbano. Por primera vez la mujer adquiere un rol protagónico como fuerza productiva. Ángel del Campo deja de ver a la mujer como comparsa u objeto decorativo y, como valquiria moderna, la hermosa Remedios, La Rumba, se forja en el taller de herrería de su padre y luego cose ropa en un taller de modas de los que abundan en la ruidosa Ciudad de México: «Era una mujer hermosa, una de esas que ponen fuera de sus casillas a los devotos de lo monumental, y ella lo era por su alta estatura, su robustez y aquel aire de diosa guerrera de su rostro, aquel mirar que penetraba hasta la médula y aquella sonrisa nada mística de sus labios gruesos, rojos, húmedos y sanos» (p. 710).

El autor nos muestra la forma como la integrante de un taller familiar de herrería, en donde no hay ningún tipo de relación laboral externa, cambia a un taller de costura, pero aquí sí como asalariada y cumpliendo un reglamento de trabajo. Es interesante analizar este cambio, pues es el germen de muchas unidades productivas que subsisten hasta la fecha en México.

Los talleres familiares han jugado un papel muy importante en el desarrollo económico del país. La pequeña y mediana empresas son las generadoras de más de la mitad de la riqueza nacional. Y es la parte con rostro de las sociedades anónimas que se generan con los grandes capitales nacionales y extranjeros.

La Rumba, cuando decide salir de un ambiente de trabajo que le pertenece de manera indirecta, por los nexos familiares, lo hace convencida de que ahí no hay futuro, que el maltrato recibido de su padre-patrón no tendrá nunca recompensa y ve la salida a esta enfermiza relación en su cambio a obrera. Aunque la idea de terminar sus días de costurera tampoco le durará mucho y opta por una salida fácil.

La aventura que empieza a vivir desde que decide fugarse con Cornichón —que encarna al macho mexicano— sirve de telón a Del Campo para describir a la sociedad mexicana desde un suburbio hasta la agitada vida de la metrópoli. En los cuadros que narra hay una fidelidad casi fotográfica y una aguda visión objetiva de las costumbres de la época. Llama la atención que la visión de este escritor es omniabarcante y que su crítica, no exenta de humor, está enfocada por igual a los poderosos que a los desposeídos.

En la novela, por primera vez, hay referencia a la degradación humana; hay un segmento de la población por él descrita que se ha lumpenizado —aunque Santa es la novela lumpen donde se retrata este segmento social de la mejor manera—. Sin embargo, al final de la novela brota el mesianismo y la reivindicación que Del Campo hace de Remedios no corresponde a la realidad que se manejó durante el relato. No hay, pues, verosimilitud.

De cualquier manera, La Rumba es, junto con Santa, la novela pionera en México en el tratamiento del papel que juega la mujer en el proceso productivo. Y una de las cosas memorables es la objetividad que Del Campo imprime a su relato. No hay conmiseración ni construcción de personajes basada en la ideología del oprimido. Su caracterización es felinesca.

VI

«¡Aquí se muere uno de fastidio!… ¡Aquí, mi excelente y fino amigo, no hay porvenir!… Aquí se atrasa uno, se empolva… mejor dicho, no se adelanta, no puede uno adelantar ni prosperar… ¿Sueldos? ¡Una bicoca! ¡Y démonos por felices con no perecer de inanición!… ¿Progreso intelectual? ¡Ninguno! Pluviosilla va en depresión» (p. 328). Éste es el panorama de «la Manchester de México», como llama Rafael Delgado a Pluviosilla. Su novela Los parientes ricos, cuyo tiempo narrativo está muy a tono con el tiempo real es, de las siete obras aquí analizadas, la más costumbrista.

Su discurso narrativo central está enfocado a contar la historia de una familia caída en desgracia a partir de que muere el jefe de familia y, patriarcal como era desde entonces la organización familiar, decide hacer la voluntad del hermano de éste, subestimando su capacidad de desarrollo personal para enfrentar la crisis económica que padecía.

El malinchismo, las deformaciones ideológicas de la burguesía; la monetarización de las soluciones morales; el fetiche y la convención social como máscara; el sometimiento de los religiosos al po-
der económico; la caridad ejercida como lavado de culpas; la adulación como sustituto de carencias intelectuales; el barniz informativo remplazando la falta de cultura; y, sobre todo, la fuerza
del dinero, son algunas de las ideas expresadas por Rafael Delgado.

Su obra cumbre, plagada de cultismos y regionalismos idiomáticos, transcurre en ambientes herméticos y escenarios enclaustrados. Hasta la escena erótica de la novela —la única y por lo tanto memorable, aunque el mérito de la idea original es de Gustave Flaubert— en donde el primo hace el amor con Elena, su prima ciega, a bordo de una carroza en marcha, se desarrolla con sigilo y recato extremos.

A eso se debe también que el retrato del conjunto de la sociedad se lo tenga que imaginar el lector, pues la intención de Delgado es narrar la descomposición y la lucha interburguesa de una sola clase social. Esto originó la crítica que hizo Mariano Azuela de su novela: «Es la novela de la burguesía», afirmó sin miramientos.

Algunos de los adelantos tecnológicos y de desarrollo industrial del país se hacen presentes en Los parientes ricos: ferrocarril, telégrafo, teléfono, y un avance de la fábrica y la industria manufacturera. Otra expresión del grado de desarrollo alcanzado por la «Manchester de México» lo constituye la aparición masiva de periódicos.

Otro aspecto relevante de la destreza técnica de Delgado es que mantiene el tiempo narrativo a lo largo de toda la novela. La tranquilidad, el adormecimiento, el aquí no pasa nada de la provincia lo traslada el escritor a la capital del país: «Es Pluviosilla pacífica de suyo, muy pacífica, y tanto, tanto, que a veces parece a quien la observa discretamente como alguna de aguas muertas. […] Ni la política, perra vieja que ladra en todas partes, que muerde en muchas y rabia en algunas, es capaz de inquietar al vecindario y de perturbar la paz augusta y octaviana de que allí se disfruta. […] Sí; aquella paz y aquella tranquilidad beatíficas —olímpicas que dijo el otro—, son deleitosas» (p. 350).

Una lectura superficial de la novela puede conducirnos a concluir que la obra de Delgado es apolítica. Hay que leer entre líneas para descubrir la fina crítica que teje el autor en su relato. El hecho de que éste gire alrededor de la burguesía le da una dimensión diferente y no es argumento para descalificar el valor literario y la calidad con que está escrita la obra más conocida del autor.

VII

Santa es una bofetada a la moral timorata de principios de siglo. La temática poco ortodoxa abordada por Federico Gamboa y el retrato de una sociedad que, como su régimen político, está en decadencia, y el tremendismo literario, han convertido esta novela en un clásico de la literatura mexicana. En sus páginas, narradas por momentos en prosa poética, desfila una muestra muy representativa de la totalidad de la población del México de finales del siglo XIX.

La prostitución y el lesbianismo, temas nunca antes tratados en la literatura mexicana; la descripción de los grupos marginales de la sociedad; el lumpen mexicano y el juego de espejos; el desamparo de la niñez; la inasistencia social y la ineficacia del sistema de salud; la danza de máscaras y la degradación humana; el esperpento, la desolación, el abandono, la corrupción, el horror, la fealdad, la repugnancia, la soledad y la deshumanización son los temas que resaltan en la novela.

La historia empieza con la vida de una familia campesina. Santa, la protagonista, sufre una decepción amorosa y, al ser descubierta por su madre, es echada de su casa. Es curioso el hecho que, por primera vez también, la Ciudad de México no será buscada como la quimera, como la solución a los problemas económicos, sino como el resguardo de una falta moral.

En el anonimato de los cientos de miles de sus habitantes (por ese entonces la capital del país concentraba el 3% de la población total de México, que se calculaba en 13 millones) se busca refugio y consuelo a la vergüenza de haber sido corrida del pueblo; la casa materna es sustituida por la casa de citas; los sueños de Fabián y Esteban, sus hermanos, que piensan ahorrar para comprarse la fábrica donde trabajan («la fábrica que, adormeciéndolos a modo de gigantesco vampiro, les chupa la libertad y la salud») (p. 57) son sustituidos por los sueños del viejo pianista ciego que termina conquistándola y, a la postre, el único que realiza su sueño aunque más parece pesadilla por la forma en que se da el romance.

Santa es la novela de la degradación humana. Las imágenes que refleja, la maestría en la narración, el lenguaje directo que emplea el autor, los recursos literarios, junto a lo novedoso de la trama y la capacidad de abstracción de la realidad socioeconómica de parte de Gamboa hacen de esta novela un referente obligado para conocer las entrañas del México urbano de finales del siglo XIX.

«Gente de las afueras, moradores de los suburbios de la historia, los latinoamericanos somos los comensales no invitados que se han colado por la puerta trasera de Occidente, los intrusos que han llegado a la función de la mo­dernidad cuando las luces están a punto de apagarse; llegamos tarde a todas partes, nacimos cuando ya era tarde en la historia»

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Carlos López