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Sobre hibridaciones desconcertantes y monos amaestrados.

Hay quienes se preguntan aún si existe o no posmodernidad en el tercer mundo, dado que la modernidad nunca ha acabado de llegar a nuestras subdesarrolladas latitudes. Lo que no ha llegado acá es la modernidad en su forma arquetípica, por la sencilla razón de que para alcanzar su estatuto de desarrollo modélico, ella se apoya en modalidades de producción premodernas. Por eso, la modernidad que tenemos en estas lejanas periferias está adecuada a la función que cumplimos en la división internacional del trabajo; es decir, la de mantener amplios ejércitos laborales de reserva, abundantes materias primas y oligarquías improductivas sedientas de adherirse a los capitales corporativos transnacionales.

La nuestra es entonces una modernidad híbrida en la que –en lo económico– conviven el salario y el pago en especie, el latifundio semitecnificado y el cerrado minifundio campesino y, consecuentemente, la opulencia y la miseria. Y –en lo cultural– los consumos de “gadgets” de tecnología de punta y las envaselinadas convicciones de “libre mercado”, con supersticiones de vaso de agua bajo la cama, ajos envueltos en celofán rojo, sanantonios de cabeza y sesiones adivinatorias con baraja española. Vivimos, pues, una “preposmodernidad” coloridamente entreverada.

Antes de llegar a su fase posmoderna, la modernidad transitó una etapa de acumulación basada en la extracción de plusvalía absoluta, por medio de la sobrexplotación de la fuerza de trabajo, y también por una etapa de extracción de plusvalía relativa, gracias al aumento de la productividad por la vía tecnológica, así como por una etapa de exportación de capitales y extracción de materias primas de las periferias, que se conoció como imperialismo.

¿En qué se diferencia el imperialismo de la actual fase posmoderna –llamada posindustrial– del capitalismo? Si el imperialismo se caracterizaba por exportar capitales y extraer materias primas, ahora, la globalización corporativa se caracteriza porque transnacionaliza esos capitales para producir sus mercancías en el tercer mundo, con lo cual abarata costos de producción gracias a la mano de obra descalificada (y por ello subpagada) que contrata en los países dominados por oligarquías improductivas que no crean empleo. Con ello abarata también algunos consumos masivos y, al mismo tiempo, extrae metales y energéticos de sus periferias, para lo cual promueve el mercado de las armas creando guerras mediante la straussiana “doctrina del shock”. ¿Ejemplo? La guerra de Irak.

Como vemos, la fase posmoderna del capitalismo no se diferencia mucho de su última fase moderna (el imperialismo). Por lo que llevan razón quienes arguyen que la posmodernidad no es una etapa de superación de la modernidad, sino una forma más de su desarrollo; forma que sus más brillantes teóricos no pudieron ni siquiera imaginar. Y cómo.

Somos parte de la modernidad desde que el oro expoliado de América sirvió de respaldo para el arranque de la revolución industrial en el siglo XVIII, y lo seguimos siendo como la mano de obra descalificada sobre la que se apoya el consumo primermundista. En este sentido es que hablamos de “nuestra” modernidad y “nuestra” posmodernidad. Con el “plus” de que aquí aún funcionan relaciones económicas y culturales premodernas. Lo cual nos convierte en los monos amaestrados del exótico circo “preposmoderno” que tanto arrebata a los turistas.

Mario Roberto Morales
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