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Irmalicia Velásquez Nimatuj

Gustavo Petro, economista, intelectual, político de clase media y exguerrillero, es el nuevo presidente de Colombia, país en donde las elites blancas y urbanas administraron el estado, durante más de 200 años, como su finca privada, generando la máxima ganancia a costa de la vida de “las y los nadies” como mostró durante la campaña Francia Márquez, la abogada afrocolombiana que ha sido electa como vicepresidenta.

El triunfo de Petro y Francia es profundamente vivido y celebrado en sectores progresistas no solo porque representa un hito en la historia de Colombia, sino porque enseña a América Latina y al mundo que mientras más se abusa del poder tanto las elites como sus serviles alfiles, mientras más se mata a quienes defienden sus territorios y sus bienes, mientras más se reprime a la juventud dejándola ciega o encarcelándola, mientras más se asesina a las mujeres física o emocionalmente, mientras más se condena a las mayorías a vivir en la línea de la sobrevivencia, mientras más se usa a las instituciones para amasar fortunas de manera ilícita, mientras más se retuerce el sistema de justicia para garantizarse impunidad, mientras más se degradan los políticos en las pasajeras mieles del poder alejándose de las urgencias de las poblaciones, más propensos están en la era tecnológica a sucumbir frente al avance de la toma de consciencia de quienes han sostenido el sistema y finalmente se dan cuenta que solo en ellas y ellos está la posibilidad de transformar su realidad.  

En estos tiempos, nada más hermoso que atestiguar el histórico caminar de los pueblos, comunidades y colectivos que van tras su liberación contra todo y contra todos.

Sin embargo, como bien lo muestra Colombia no es fácil, el costo ha sido un conflicto armado de medio siglo que devastó la ruralidad y la urbanidad que durante el Siglo XX e inicios del Siglo XXI apostó por otro país.  El camino, entonces, no tiene atajos, requiere de formación, concientización, organización, tejer alianzas entre iguales y desiguales, encontrar puntos en común entre el campo y la ciudad, pero, sobre todo, estar dispuestos actuar en la construcción de ese sueño político de levantar otra nación de manera conjunta desprendiéndose de los individualismos. 

Esa es la receta, nada fácil, si Guatemala intenta mirarse en ese espejo, pero no imposible si en el fondo se busca aprender del ejemplo colombiano.  Guatemala tiene mucho en común con Colombia, posee una elite extremadamente ciega, que vive en el siglo XIX, hipócritamente religiosa, irracionalmente represiva, que no conoce las entrañas de su país, con un insaciable deseo por imitar al primer mundo, pero sin querer renunciar a los privilegios que adquieren al vivir en el tercer mundo.

La posibilidad de otro horizonte está frente a nosotros, una vez más, no hay sistema político que no sea transformable por más difícil que parezca, pero ese cambio no lo hacen caudillos sino colectivos.

Guatemala tiene mucho en común con Colombia, posee una elite extremadamente ciega, que vive en el siglo XIX, hipócritamente religiosa, irracionalmente represiva, que no conoce las entrañas de su país, con un insaciable deseo por imitar al primer mundo, pero sin querer renunciar a los privilegios que adquieren al vivir en el tercer mundo.

Fuente: [elperiodico.com.gt]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Irma Alicia Velásquez Nimatuj