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Crónica de una catástrofe

Carolina Alvarado

El 3 de junio del presente año, en Guatemala sucedió lo inimaginable, el Volcán de Fuego, un volcán que realizaba de 15 a 17 erupciones al año, sorprendió a la población con una emisión que dejó 2,900 víctimas entre muertas y desaparecidas. La tragedia es producto de una falta de alarma, de un saber y no comunicar, quizá de una indolencia social, así como del asimilar el peligro como parte de una cotidianidad. Pienso en las acciones de la gente al mando al saber que el volcán haría erupción, en la reacción de los pobladores ante la misma, y al hacerlo, me parece ver a un dragón al que se creía inofensivo porque escupía fuego solo de vez en cuando y, además, lo hacía con mesura.

Pobres y ricos habían encontrado una forma de relacionarse con el volcán, los primeros habían asentado sus hogares en las faldas del coloso, trabajaban la tierra que era fértil; los segundos tuvieron una visión, no una celestial, poco habría servido una revelación de este tipo a quien pasa su día contando intereses, deducibles, ingresos, capitales; no, esta visión era más tangible, se podía cobrar por ver al dragón.

Ahí estaba el ejemplo de los italianos, particularmente de los napolitanos, quienes habían diseñado paquetes para llevar turistas al cráter del Vesubio y luego visitar Pompeya o Herculano, ciudades soterradas por el volcán. Los turistas no debían olvidar las tiendas de souvenirs en la cima. Sin embargo, la última erupción del Vesubio fue en 1944, mientras la actividad del de Fuego no ha cesado, lo que sin duda cambia las circunstancias implícitas entre una visita a la cima napolitana y una al volcán centroamericano.

Lo cierto es que la visión trajo dinero, no de un volcán sino de 37, que son los que reconoce la Federación Nacional de Andinismo. Entre ellos, cuatro activos: el Santiaguito, el Tacaná, el Pacaya y el de Fuego. Para los cuatro se han diseñado tours que permiten a los turistas ver al volcán en erupción, ya sea a un kilómetro de distancia o desde el mismo cráter. La lava, los gases, el fuego, hacen de la bestia un ser sobrenatural que, aunque infunde miedo, cautiva a cuantos le ven.

En Guatemala, el gobierno decidió que si le designaba el nombre de parque a todos aquellos terrenos donde existiesen dragones somnolientos, bien se podría cobrar la entrada a todo aquel que les quisiese ver. Con el parque se generaron trabajos, no por parte del gobierno sino porque a la gente no le falta ingenio, producto de la necesidad.

Vaya que era buena idea crear paquetes cuyo atractivo principal fuese la bestia enfurecida, porque si algo he descubierto subiendo volcanes, es que la gente prefiere subir aquellos que prometan un espectáculo, aquellos en que el dragón muestra desde su boca sus incandescentes entrañas.

Según Antonio Muñoz, fundador del Comité Local de Turismo de San Vicente-Pacaya, en el 2006, cuando este volcán intensificó su actividad, empezaron a recibir entre 200 y 300 turistas extranjeros al día, y 1,500 turistas locales los fines de semana y los días feriados. El turismo no cesó ni siquiera después de que empezaron a producirse accidentes. El 18 de abril del 2010, Mariela Coronado, una venezolana que escalaba el Pacaya en compañía de otros turistas, fue golpeada por unas rocas que se desprendieron de la cima; Rafael Pineda, el guía a cargo de la excursión, fue en su ayuda, pero en ese momento se produjo un derrumbe que los dejó sepultados a ambos. Un mes después, el 27 de mayo, una erupción ocasionó daños en la comunidad Los Pocitos, a partir de este acontecimiento las autoridades vedaron el acceso, sin embargo, fue la misma comunidad dañada, que hasta ese día no había explotado el turismo, la que se organizó para improvisar guías locales, guías que por 10 quetzales por persona les conducían hasta donde se encontraban los ríos de lava. Según Lourdes Barillas, la encargada de recoger los fondos para la reconstrucción de las viviendas destruidas, en un fin de semana se llegaron a juntar más de 2,000 personas en torno a los afluentes de magma.

Si bien aún no he visitado el Santiaguito ni el Tacaná, puedo decir que al subir el Pacaya, antes de llegar al cráter, el calor es tanto que puedes asar bombones o sándwiches en las fumarolas, y que si te paras en el lugar equivocado, puede ocurrirte lo que a mí, que tus tenis se derritan y que tu guía, un viejito de setenta años, tenga que utilizar un palo para despegar de ellos las rocas hirvientes. Y aunque no venden calzado de repuesto, sí ofertan aretes de roca volcánica para que recuerdes dónde se te quemaron los pies. Puede ocurrir, también, que te estremezca la belleza de la cima, que no te importe quedarte ahí respirando gases y vapores en los que se mezcla el cloruro de sodio, el potasio, el anhídrido sulfuroso y carbónico, mientras observes las llamaradas que resguarda una de las cavernas del volcán o el agua hirviendo que escupe el cráter, y finalmente, que disfrutes ver los ríos de lava que corren cerca de tus pies; porque lo cierto es que quienes pensaron que se podía cobrar por mostrar a la bestia, no andaban errados.

Somos muchos los dispuestos a pagar por verla, por oler su aliento, incluso con la advertencia de no salir de ahí. Hoy, parte del recorrido del Pacaya incluye una visita al sitio donde la noche del 27 de mayo del 2010 murió el periodista Aníbal Archila, un joven que con cámara en mano se obstinó en grabar la erupción del volcán y fue sorprendido por una gran roca que le cayó en la cabeza, según cuenta el guía que te muestra el sitio.

Si bien el montañista no puede ascender a la cumbre del Volcán de Fuego (3,763 metros sobre el nivel del mar), sí puede observar su actividad desde la cima del Acatenango, porque éstos se encuentran unidos por medio de un camellón al que se conoce como La Horqueta. Escalar el Acatenango implica un esfuerzo físico mucho mayor que en el caso del Pacaya, pues éste es el tercero más alto de Centroamérica (3,976 metros sobre el nivel del mar). Los paquetes que ofrecen las agencias van desde lo más básico: transporte, guía local y pago de la entrada, hasta lo más exclusivo, que incluye: los servicios básicos, tres comidas, ropa de abrigo, equipo de escalada, tiendas de campaña, colchoneta, sleeping, guía bilingüe, así como “brindar con una copa de vino en la cima del volcán mientras el sol se hunde debajo de las nubes”[1].

Al frente de estas excursiones suele ir un guía, generalmente caucásico para tranquilidad del turismo europeo y norteamericano; al menos cuatro o cinco cargadores, que son jóvenes de los pueblos aledaños con una condición física extraordinaria que les permite subir y bajar el volcán cargando fardos pesados y de grandes dimensiones; un cocinero al que también le toca acarrear bultos; dos mulas que transportan el tanque de gas, el tambo de agua, la parrilla, entre otros utensilios; y detrás de ellos, sudando la gota gorda, suele ir un grupo de turistas pudientes que generalmente no hablan español, entre los que puede haber más de uno que se ofenda si detienes a su guía para preguntarle por el camino correcto, de lo que te enterarás si sabes hablar otros idiomas.

La expedición tiene sus riesgos, la tierra está más suelta que en las laderas de otros volcanes, lo que hace más grande el esfuerzo que se hace por subir y facilita las caídas; sin embargo, si eso pasa y alguien se llega a lastimar, abajo, entre la gente del pueblo, existen rescatistas, que muy a su pesar aceptan subir con una mula o un caballo para bajar al torpe que se ha caído, y lo dicen así, porque les molesta que la gente que no está preparada intente escalar el volcán y, muchas veces, los haga poner su vida en peligro.

Si bien los riesgos que implican estos volcanes no se comparan con los que supondría escalar el Everest, estos no dejan de existir. En enero del 2017 murieron seis excursionistas que subieron la cumbre del Acatenango; no estaban solos, junto a ellos había alrededor de 300 turistas acampando en el cráter del volcán. Cuenta Roberto Berganza, sobreviviente de la tragedia, que la temperatura descendió a -15 ºC, llovía, hacía mucho viento; cerca de las tres de la madrugada se escucharon voces, a un grupo se le había destrozado la casa de campaña; Berganza quiso marcharse y al salir alcanzó a ver que un grupo de personas corrían desesperadas llevando consigo lo que podían, pero al darse cuenta de que afuera no sentía ni las manos ni los pies ingresó de nuevo en su refugio. Seis de las personas que huyeron del frío murieron mientras intentaban descender el volcán, tres de hipotermia, Joselyn Roldán de 21 años, Lucía Sánchez de 19 y Francisco Velásquez de 33; dos por golpes en la cabeza, Jennifer Marroquín de 20 años y Bani Marroquín de 34; uno por un edema pulmonar, Áxel Carranza, médico de 47 años.

Por su parte, el caso del Volcán de Fuego ha venido a tirar la teoría de que perro que ladra no muerde. El 3 de junio del presente año, el Instituto Nacional de Vulcanología de Guatemala alertó desde las 6:OO am sobre el riesgo de una posible erupción acompañada de flujos piroclásticos; tras recibir la alerta, la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (CONRED) decidió que el riesgo era menor y decretó la misma alerta que se utiliza para las lluvias; para cuando el volcán produjo su erupción más fuerte, a la 13:00 pm, las personas que vivían cerca del volcán estaban en su casa, quitadas de la pena, sobre todo porque era domingo y la mayoría descansaba. Ni siquiera entonces se alertó a la población, la Coordinadora compartió la información 40 minutos más tarde, y la orden de evacuar se dio hasta las 15:00 pm, cuando el volcán ya había soterrado las aldeas El Rodeo, La Reina, La Libertad y San Miguel Los Lotes [2].

Las reacciones ante esta erupción fueron distintas, algunos pobladores, acostumbrados a los rugidos del volcán, creyeron que era un día como cualquiera, y al no ser alarmados no alcanzaron a salir de su casa. El Hotel La Reunión, situado a veinte minutos de La Antigua, quedó totalmente sepultado, pero quienes se hospedaban ahí no murieron: la gerente del hotel había recibido el boletín del Instituto de Vulcanología, estaba al pendiente desde las seis de la mañana y al ver que las explosiones eran continuas decidió evacuar, salvando así la vida de trescientas personas. Por otro lado, están los jóvenes que en vez de huir corrieron al puente Las Lajas para grabar con el celular cómo el barro, la ceniza y el azufre descendían por la ladera, y fueron sepultados por el flujo piroclástico.

A cinco meses de la erupción sabemos que son al menos 2,900 personas, entre desaparecidas y muertas, el dato lo ha generado la ONG Antigua al Rescate que ha recabado información con los sobrevivientes de San Miguel los Lotes, por ellos sabemos que no fueron 186 las casas soterradas, como dicen las autoridades guatemaltecas, sino 360, en las que vivían familias de entre 10 y 14 miembros; a estos se suman las personas que estaban de visita o habían ido a las fiestas y a las iglesias. Es claro que la tragedia se pudo haber evitado, y que el error que se cometió tiene un costo terrible para la población.

Antes hablábamos de Pompeya y la alusión no sólo tiene cabida como ejemplo del comercio turístico. Una violenta erupción del Vesubio sepultó esta ciudad el 14 de agosto del 79 d. C., muchos de sus habitantes no pudieron huir y sus cuerpos fueron encontrados tras el redescubrimiento de la ciudad en 1748. Hoy, veinte siglos después, podemos ver a sus víctimas convertidas en roca, acomodadas en el suelo, protegidas por aparadores de vidrio o colocadas sobre estantes junto a piezas de cerámica.

¿Qué dirán en mil años de los pueblos soterrados por el Volcán de Fuego? Mucho me temo que nadie dispondrá formar un sitio arqueológico, ni habrá una sola señal que recuerde que hay cuatro aldeas enterradas, porque ponerlas al descubierto daría testimonio de un gobierno que abandonó a su pueblo, que lo obligó a vivir en la miseria y, que ante ese poco respeto que tuvo por la vida, lo condenó a morir.

 

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[1] http://www.oxexpeditions.com/AcatenangoOvernight.php

[2] Lioman Lima, Volcán de Fuego de Guatemala: ¿era evitable la tragedia causada por la erupción BBC News Mundo, enviado especial a Guatemala, 6 junio 2018

 

Guiselle Carolina Alvarado López (México, 7 de diciembre de 1986), poeta, documentalista y docente. Es directora de los documentales: La vida rota (2008), El clavel rojo (2008), Las mujeres dicen sí a la ciencia (2014), producidos por la Universidad de San Carlos de Guatemala. Actualmente estudia el posgrado en Literatura mexicana contemporánea en la Universidad Autónoma Metropolitana y es profesora de asignatura de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, donde se tituló como licenciada en Creación Literaria. Estudió el Diplomado “Miradas sobre el cine”, en la UNAM, el Diplomado en Producción de Televisión, en la USAC (Guatemala), y el Bachillerato en Artes Plásticas en La Escuela Nacional de Artes Plásticas Rafael Rodríguez Padilla (Guatemala).

Ha publicado los poemarios Exilio de Sirenas (2012) y Amando un cielo libre (2006). Sus textos se encuentran en 25 antologías de poesía, cuento y ensayo, en México, Guatemala, Argentina, Estados Unidos y España; así como en algunas revistas y periódicos entre ellos El BeiSMan, de Chicago, Rúbrica, de Radio UNAM y el periódico La Cuerda, de Guatemala. Sus poemas han sido traducidos al inglés en varias ocasiones.

Ha participado en distintos encuentros internacionales entre ellos Horas de Junio, de Hermosillo, Sonora y el Encuentro Internacional de Poetas, de Zamora, Michoacán. Recibió: una Mención Honorifica en el 3er. Boyng Literario, de la UACM, (2012); el Primer y el Segundo lugar en poesía en el certamen, Mujeres accionando desde el arte, del Instituto de Estudios de la Literatura Nacional, (2007) y el Segundo lugar en el Certamen “Poetizando”, Museo Miraflores, (2004).

Fuente: [http://www.elbeisman.com/magazine/dossier/cuando-las-senales-de-peligro-no-producen-alarma/?fbclid=IwAR1p6UchtTxhOOKW-5bzY9AaGlUcLzy2DUZlTTN1SuDAkbA78Z0deeDjEnM]