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Breve blasfemia sobre la enfermedad incurable que convierte al hombre de fe en un desahuciado.

En una antología de H. L. Mencken titulada Prontuario de la estupidez humana, este extraordinario escritor estadounidense define ciertos tipos humanos como el romántico, el creyente, el médico, el metafísico y el filósofo. “El creyente”, fechado en 1919, es un breve texto que dice así:

“La fe se puede definir en pocas palabras como la propensión a creer, contra toda lógica, que sucederá lo improbable. Por lo tanto tiene un regusto patológico. Se aparta del mecanismo normal del intelecto e ingresa en el reino tenebroso de la metafísica trascendente. El hombre lleno de fe es sencillamente aquel que ha perdido (o no ha tenido jamás) la facultad de razonar en forma clara y realista. No es un simple asno: está realmente enfermo. Peor aún, es incurable, porque el desencanto, que es en el fondo un fenómeno objetivo, no puede modificar definitivamente su dolencia subjetiva. Su fe asume la virulencia de una infección crónica. Lo que dice, en esencia, es lo siguiente: «Confiemos en Dios, quien siempre nos embaucó en el pasado»”.

La enfermedad de la fe, o la fe como enfermedad implica, pues, una patología que incluye la auto flagelación del doliente con el cilicio del falso optimismo, del altruismo fingido y de la punzante espina de la esperanza obligada. Por eso dice Mencken que con semejante infección crónica el enfermo es incapaz de reaccionar ante lo único que podría curarlo: la noble medicina del desencanto, al cual define como “un fenómeno objetivo” seguramente pensando en que resulta del estado natural de la criatura humana y de su producto, el mundo civilizado: causa y efecto de su enfermedad y del desencanto como medio para alcanzar la lucidez y la criticidad. Esto, con el fin de poder aceptar las cosas como son (no como quisiera que fueran) y de librar sólo las batallas que le es posible ganar.

Por desgracia la fe es una enfermedad incurable. El hombre de fe es un desahuciado. Lo es porque su falso optimismo le coarta la libertad para alcanzar la instancia sublime del desencanto crítico y la claridad y la energía para vivir la vida sin mentirse a sí mismo. Se trata de un desencanto consciente y no del plañido de la hiena “intelectual” ni de la pose del existencialista a destiempo. El desencanto crítico (por ser crítico) es activo: no se arredra ni paraliza ante el hecho de haber dejado de creer en hadas, promesas políticas y paraísos anunciados por insulsos merolicos de la eternidad. El desencanto crítico tampoco es nihilista. Si lo fuera, ni Nietzsche ni Schopenhauer, ni Bierce ni Mencken, ni Camus ni Cioran habrían escrito una sola línea.

Socialmente vista la fe es una epidemia. Las más extendida y persistente que la humanidad haya conocido. Sorprende lo insidioso de la enfermedad cuando se constata que pueblos enteros sucumben una y otra vez ante los encantadores de serpientes y los prestidigitadores e ilusionistas a los que cargan en hombros para que después los devoren, como Cronos a sus hijos. Se trata de la fascinación del insecto ante la luz, de una dolencia que afecta las funciones cerebrales a tal punto, que hace al afligido “razonar” así: “Confiemos en quien nos engañó antes precisamente porque nos engañó antes y ya sabemos a qué atenernos”. El viejo refrán conservador según el cual “Más vale lo viejo conocido que lo nuevo por conocer”, es un complemento ideal para la fe, ese mal de muchos que es consuelo de tantísimos otros.

¿Qué más se puede decir sino que ante una enfermedad incurable lo único sensato es tratar de no adquirirla?

Mario Roberto Morales
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