Ética y estética de la revolución
Mario Roberto Morales
Nuestra cultura nacional moderna es el legado de la Gesta de Octubre.
Como buen proyecto modernizador, la Revolución de Octubre usó como eje de su política cultural la construcción de un sistema educativo público, laico y obligatorio, el cual tuvo como función primordial convertir a sus educandos en ciudadanos, es decir, en individuos cultos en lo referido a su historia nacional, al funcionamiento de los principios del liberalismo económico (igualdad de oportunidades, libre competencia y control de monopolios) y de los principios de la democracia representativa (la soberanía radica en el pueblo y no en el Estado, y es el pueblo el responsable de velar por que el Estado cumpla con los principios de la libertad económica y la democracia). Para ser ciudadano había que ser culto y educado.
En tanto que proyecto modernizador, la Revolución adoptó como parte de su política cultural el asimilacionismo educativo ladino de los indígenas, a fin de convertir a unos en pequeños propietarios agrícolas y proletarizar a otros para incorporarlos a todos a un proyecto de industrialización que tecnificara el agro e hiciera que el producto agrícola se convirtiera en un producto industrial que sería consumido localmente, formando así un mercado interno autónomo, el cual nos permitiría relacionarnos con el mercado mundial desde una posición digna y no subordinada.
Parte de la política cultural de la Revolución fue el impulso a las Bellas Artes, y por eso en la época –y sobre todo después de derrocado el proyecto modernizador– florecieron instituciones culturales como la Orquesta Sinfónica Nacional, el Coro Nacional, el Ballet Guatemala, y filones literarios como el teatro, la poesía, la novela y el ensayo.
Pero, además de la poesía exegética y reivindicativa de lo popular, de la novela del realismo social, del ensayo nacionalista y de las expresiones dancísticas clásicas y de música sinfónica y coral, descuella en este contexto una producción plástica (a menudo monumental) que osciló entre la experimentación vanguardista y la épica del muralismo mexicano.
La formación de los artistas fue asumida por el Estado, y por eso el país cuenta hoy con una tradición moderna de plástica y literatura nacionales que, con raíces precolombinas y coloniales, se consolidó en su modernidad a partir de la llamada Generación del 40, un grupo de cultores que interpretó la nacionalidad desde una perspectiva popular que glorificaba el trabajo por encima del capital (y lo público por encima de lo privado) y que incorporaba elementos de las marginadas culturas populares en las expresiones artísticas de vanguardia y posvanguardia que convivían entonces en el mundo de las ideas y los quehaceres estéticos. En tal sentido, puede decirse que si la política de la Revolución fue democrático-burguesa (porque quiso modernizar el capitalismo local, atrasado por feudal), la ética y la estética de la misma fueron popular-nacionalistas (porque buscaron formar una conciencia ciudadana nacional-popular y no nacional-elitista, como quiso y quiere la contrarrevolución, por lo cual busca privatizar lo público corrompiendo y matando a sus opositores).
El legado cultural de la revolución es nuestra digna tradición artística e intelectual moderna. El de la contrarrevolución es la muerte de la educación pública, la persecución del pensamiento crítico, la tortura de los artistas, el genocidio de los indígenas y el “coolturalismo” de su anodina juventud.
El legado cultural de la revolución es nuestra digna tradición artística e intelectual moderna. El de la contrarrevolución es la muerte de la educación pública, la persecución del pensamiento crítico, la tortura de los artistas, el genocidio de los indígenas y el “coolturalismo” de su anodina juventud.
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