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Julio Ortega

«Esta poesía se hace y se mira hacerse, se escribe y se refracta; y es, en buena cuenta, un discurso sobre la poesía misma, sobre su aventura de conocer y desdecir, de sentir y contradecir, de pensar y predecir. «

La obra poética de Luis Cardoza y Aragón (Guatemala, 1904-México, 1993) comprende una primera secuencia que podemos situar en la vanguardia hispanoamericana, y es la que corresponde a sus libros Luna Park (1924) y Maelstrom (l926).  Una segunda secuencia corresponde a un estilo que podemos llamar imaginista, por basarse en la imagen y por su tendencia figurativa, y que es a veces barroquista; la integran Quinta estación (poemas escritos entre 1927 y 1930, publicado en Costa Rica en l972 en un tomo que incluye otros títulos), Cuatro recuerdos de infancia (l931), Entonces, sólo entonces (l933), Soledad (l936) y  El sonámbulo (México, 1937).  Una tercera dimensión, que llamaremos aquí suprarrealista, es la que cristaliza en Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo (escrito entre l929 y 1932, publicado en Guatemala el 48). Una última sección suplementaria estaría configurada por los poemas que escribió entre los años 40 y 70,  un breve conjunto de poesía dispersa y a veces de ocasión.  Junto a esta obra poética hay que cotejar también algunos textos en prosa fronteriza.  Las series de Dibujos de ciego (México, l969), incluyen reflexiones sobre la poesía y colindan con la autobiografía y el ensayo, y hasta con la prosa poética imaginativa, aquella que Reyes llamaba prosa de «varia invención.»  Estas tres fases definitivas de su trabajo poético (vanguardia, imaginismo, superrealismo son nombres provisionales, que sólo ayudan a distinguir etapas de un mismo proceso, imbricado y circular); tanto como las anotaciones de poética y de prosa memoriosa y la reflexión poética implícita en la última fase de su poesía, están cronológicamente planteadas y documentadas, y se proponen como tales aquí para una lectura interpretativa. Esta poesía se hace y se mira hacerse, se escribe y se refracta; y es, en buena cuenta, un discurso sobre la poesía misma, sobre su aventura de conocer y desdecir, de sentir y contradecir, de pensar y predecir.  En esa aventura es definitiva la noción de un proceso (la validez de un texto no es su resultado sino su impulso, su trayecto) y la postulación de una acción poética liberada a la otra aventura, la de leer y reconocer.  Para Luis Cardoza y Aragón, la poesía fue el espacio de revelaciones donde, al azar del verbo, coincidían por un instante el autor y el lector, excedidos ambos por la vecindad de un territorio milagroso y fugaz.  Aquí nos ocuparemos de la fulgurante primera manifestación de esta constelación poética, tan bizarra como radical.

Luna Park (Poema, Instantánea del siglo 2 X) se publicó en París en 1924, con una «Entrée» de José D. Frías y portada de Toño Salazar.  Se imprimieron dos ediciones.  El prólogo es convencional pero tiene la virtud de señalar la inmediata distinción del jovencísimo poeta: hay, dice,»en la melodía de sus versos un ritmo no aprendido.»  Y cita dos versos felices, que prueban el aserto: «Barcos olorosos /A frutos de los trópicos.»  Es un díptico de sabor clásico, por su plenitud representativa; pero ese juego vocálico lleno, sostenido en la vibración interna, sugiere también que la dicción poética se complace en sí misma, en su capacidad plástica de hacer y rehacer con las palabras el orden del habla en el poema, el lugar de la poesía en el lenguaje.  Esa conciencia del habla es ya una conciencia lúdica, autoirónica, característica del ejercicio placentero y humorístico, celebratorio y desenfadado, del idioma vanguardista.  No es casual que los epígrafes sean de Apollinaire y de Laforgue, y que aludan al vuelo paradójico de un pájaro de una sola ala y al infinito como una estación de trenes perdidos.  El espacio del viaje es, desde este primer cuaderno, una metáfora del exilio, del descentramiento que tipifica al arte nuevo.  El libro está dedicado al peruano Ventura García Calderón, una figura prominente de las letras latinoamericanas de entonces en Paris, y el primer poema lo está a Ramón Gómez de la Serna, paradigma de la vanguardia literaria en español.  Como el propio Cardoza ha contado, vivía entonces tanto el pasmo juvenil de las vanguardias como la fiesta parisina de la amistad, pero también los bautizos y deslindes de la vida literaria.  Para un joven poeta iniciándose en el discurso de la vanguardia hispanoamericana, en París, el mismo año del Primer Manifiesto del surrealismo, no podía haber mejor nacimiento: las coincidencias son de la época, y son todas favorables.  La poesía está cambiando en el mismo momento en que se la escribe, sea quien fuese el poeta que la convoque; y ese cambio está suscitado por el nuevo lenguaje de las rupturas, que deja su huella, con mayor o menor énfasis, en el poema de la hora.  

Por eso, este cuaderno tributa a su momento el repertorio de sus imágenes y algunos de sus énfasis.  Sus modelos están a la vista, sobre todo Huidobro.  Pero más interesante que su tributo de época es el candor de su diferencia.  Ya al empezar a hablar, el poeta articula las instancias de lo que será su proyecto poético entero:

                                   Siglo XX,

                                   Nuevo Renacimiento,

                                   Aquí está la vida mía:

                                   (…)

                                   ¡Lancé mi lastre al pasado

                                   Y me hice todo alas!

La época es el escenario del nacimiento literal pero sobre todo del renacimiento cultural, aunque esa coincidencia de vida y cultura, de biografía y arte, se basa en la idea de lo nuevo: presupone la libertad del sujeto frente al pasado y el recomienzo del artista como virtualidad pura.  

Es notable que para empezar a hablar este poeta veinteañero, que escribe en el Berlín de 1923, se remonte al inicio del siglo, a su propio nacimiento, y convoque el estable discurso del nuevo siglo. Empieza, así, no en la cronología sino en el discurso, en este caso en la mitología poética de los orígenes de lo nuevo, típica de la vanguardia. En verdad, nuestro imberbe poeta actúa como un maduro personaje del repertorio vanguardista, ya que no sólo actualiza esa mitología del recomienzo sino que se da nacimiento como sujeto del entusiasmo de ese discurso. La metáfora favorita de la vanguardia, el vuelo, declara que el sujeto de este poema, ese yo audaz y desnudo, empieza aquí su propio trayecto ya como un realizado producto del mejor lenguaje de su tiempo.  

Y, con todo, la convicción del poeta no es meramente literaria: desde esta primera página se basa en la intuición de la diferencia.  En efecto, nos dice que sus ojos tal vez «tengan/Las retinas convexas;» esto es, tal vez su «visión sea única.» Es cierto que el substrato discursivo vanguardista está presente: el poeta de lo nuevo debe ser original; o sea, verlo todo como por primera vez para decirlo como ningún otro poeta.  Y, bien lo sabemos, la originalidad es la medida de la verdad, ya que distingue a lo nuevo genuino de lo vulgar novedoso.  Por precisiones de originalidad (por quién fue primero en empezar esta u otra manifestación de lo nuevo) los vanguardistas era capaces de las mayores disputas, como el genio pamfletario de Huidobro lo atestigua muy bien. La idea de lo nuevo ha dominado a tal punto el espíritu artístico del siglo, que los herederos de la vanguardia tuvieron que inventar una idea contraria, la de que lo nuevo había muerto, nada menor novedad.  Con todo, Cardoza y Aragón intuye, con formidable intuición de artista latinoamericano en el centro generador de los discursos, que el «mundo deformado» que él ve es un reflejo único en sus ojos, de tal modo que el drama de la percepción es el origen del poema.  

           Lo cual lo lleva a una primera conclusión:

                       (En los curvos espejos

                       De la vida el gesto

                       mejor se ve porque se ve grotesco.)

Con ello volvemos al título: Luna Park, que es una imagen urbana y circense; favorecida también por la vanguardia en tanto espectáculo, juego y gozo urbanos. Pero aquí, si la percepción pone en crisis a la imagen el problema ya no es del ojo que mira, sino del lenguaje que nombra. Es decir, la crisis de la percepción (plano de la subjetividad) se transfiere al de la representación (plano del espectáculo de las equivalencias y las sustituciones).  Toda la obra de Cardoza y Aragón estará inquietada por este drama, que parte de la pregunta por la visión y desarrolla el enigma de las representaciones.  

El adolescente declara que «es toda una locura mi ansia de vivir;» pero también cree en «la armoniosa locura del mundo;»  y anuncia que «¡Un grano de locura/Floreció en mis entrañas!»  Este elogio de la locura temprana (común a la joven vanguardia) suma el apetito vital al viejo dictámen pitagórico recuperado por los modernistas; y concluye, apropiadamente, con la reafirmación del poeta antiburgués.  

La imagen, así mismo tutelar, del poeta niño aparece en el segundo poema. Emerge en el escenario urbano de lo moderno, donde se interpolan yanquis y rusos, y los campos de la última gran guerra.  Luna Park es una metáfora de «la triste farsa universal,» que el poeta contempla con ironía. Compuesto al modo de un collage, o también de un montaje de escenas, este poema muestra la flexibilidad narrativa del libro.  Y adelanta una conclusión, que es central: «Quien no está en el futuro no existe.»  Este futuro, además, «empezó ayer;» o sea, ocupa el presente con su escenario farsesco pero se proyecta, desde el poema, hacia las negaciones de «Lomismo» (Vallejo), en la pregunta por una nueva via.  El poeta adolescente, explora el espacio de ese recomienzo:

                                   Solitario,

                                   Al salir de la fiesta,

                                   Por las calles de París en silencio.

                                   En mi lecho me habría revolcado de insomnio:

                                   Me aburro dormido

                                   Y me gusta vivir las auroras.

En este poema de la lucidez nocturna, el poeta vive plenamente su propio candor, ya que es el sujeto privilegiado del habla vanguardista, que prometía la aurora al fondo de la calle nocturna y parisina.  Por eso, en su recorrido,

                                   Ignoraba mi ruta.

                                   ¿En dónde estaba?

                                   ¡Caminaba cantando!

Privilegios de París: perdida la ruta se encuentra el canto.  Interesantemente, el joven Cardoza ha descubierto la mecánica urbana surrealista, antes de la metodología del azar objetivo propuesta por Breton. Paris, en efecto, es un mapa del azar: a la vuelta de la esquina nos sorprende Lomismo como si fuera lo Otro: «Repentinamente/ No sé si al doblar una esquina,/Era de día.»

«Todo cantaba» nos advierte el caminante, y en ese canto de la ciudad, las «Eternidades valían minutos.»  El tiempo se desdobla, y por eso: «Por instantes era un niño, /Por instantes un anciano.»  

La imagen del Luna Park, enseguida, es una película, filmada por «El Creador.»  Se trata, claro,  de un dios mundano e irónico, que «ofrece un reguero de dollars.»  Canta el poeta la épica urbana de la modernidad, echando mano a tópicos futuristas, aunque no está muy convencido del sentido final de su propia representación: tragedia, sainete, farsa, nos dice, el mundo «Aún no está seguro/De su papel.»  De su papel en el poema, ciertamente, ya que el joven está tentado por el juego de la aventura urbana pero las huellas de la gran guerra no están borradas, y lo atrae, por otra parte, la nueva historia, la naciente.  Pero la ciudad también es un escenario literal de la poesía, y el poeta se permite homenajes que son ligeras glosas (como en el poema 8, a Rubén Darío, a propósito de aquellos «barcos olorosos»).  

Pero la promesa de la vanguardia no es sólo ilusionista, es también una convicción vital. Por eso, si es verdad que

                       ¡Están todas las vidas subrayadas,

                       con una línea roja,

                       De sangre de la guerra!,

no lo es menos el que de todo ello, «Una alma nueva ha florecido.»  Frívola y trágica, esa alma vive la euforia de los años 20 con un «temblor de horror/Ante la duda/de Futuras auroras.» De manera que, al final, el poeta asume la «trágica alegría de tener conciencia;» la conciencia del poeta  que, al fin y al cabo, buen hijo de Darío y de la vanguardia renaciente, goza y llora.  

A pesar de los tópicos evidentes y la irresolución final, algo melodramática, este primer libro anuncia a un poeta verdadero, cuya importancia se puede ya anticipar en el proyecto de un diálogo con la poesía, con su tradición, su actualidad y su promesa. Por ahora, algunos términos de ese diálogo están planteados: se escribe dentro de la poesía, desde las afueras de la mundanidad crítica, en su convocatoria y en su virtualidad. Más allá de sus hallazgos y limitaciones, este frágil y vibrante cuaderno tiene la importancia de su apuesta inaugural: nace como una consagración de los orígenes,  hecho en la pura futuridad.  Así, anuncia que el proceso poético es una aventura que viene de lejos y que se lo tiene todo prometido.

En El río, nuestro autor ha recordado lo siguiente:

«Envié un ejemplar de Luna Park a Ramón, quien me respondió con alacridad que tuvo aun para los adultos. Se dio cuenta, sin duda, de mi palmario verdor de primerizo, y cuando terminé las páginas de mi segundo engendro (Maelstrom) se las remití con carta henchida de la insolencia de mi edad. Me agradaría prólogo suyo, lo publicaría si éste me complacía, o algo por el estilo. Se editó con texto de Ramón (…). Quizá más que mis textos, le agradó la altanería de mi invitación.  Yo le hacía el favor…»(209).

Maelstrom, Films telescopiados (París, 1926), del que salieron cuatro ediciones, mereció no sólo la consagración de Gómez de la Serna sino también la atención de Favorable Paris Poema, la revista literaria que editaron Vallejo y Larrea. A Ramón le interesa, sobre todo, el carácter programático del libro: «Este libro es un kilométrico para viajar por las montañas rusas reunidas,» anota con el ingenio desmañado que lo caracteriza.  Y, también, la suerte de relato novelesco que ve en las aventuras del personaje, Keemby, «mala cabeza, huído de la casa de su padre después de desvalijarle la caja de caudales.»  Percibe bien, eso sí, el temple funambulesco del librito: «este es un libro derrochador y colgado de corbatas nuevas en que veo a Cardoza sonreir como heroico capitán del terremoto, como su epicentro.»

Esta vez, en prosa mundana y pinturera, el joven vanguardista desarrolla otra perspectiva de su representación: ya no ve las cosas en su ojo convexo sino en la lente proyectada del cine, metáfora epocal y tópica, si las hay, que contamina de irrealidad moderna, de ilusionismo urbano, a la vida cotidiana novelesca. Se trata de una vanguardia plenamente vivida, esto es, novelizada.  La fábula de la vanguardia es de orden irónico, desarrollo humorístico, y representación cambiante y fugaz.  

«El autor empieza suprimir personajes inútiles,» el primer poema-relato, está presidido por la promesa de estos juegos de ilusión: «No te conoces a tí mismo,» sentencia de Marcel Schwob, el autor de las biografías imaginarias que Borges reescribió.  El primer personaje suprimido es el héroe del relato, Keemby, quien ya tenía la cara de «quien va a morir muy joven y así fue.»  Es asesinado por el bandido de una película, «vivió en blanco, inédito, y murió virgen (a pesar de todo) por exceso de pecado.»  De hecho, este personaje, idealizado por su promesa incumplida, es un verdadero héroe de la vanguardia, y cabría, sin ironía, colocarlo junto a Altazor, el heraldo de las alturas.  Es cierto que Oliverio Girondo, Xavier Abril, y varios otros vanguardistas hispanoamericanos de la hora habían cantado las virtudes de la calle y los ilusionismos del cinematógrafo, pero este Keemby de Cardoza es una plena realización humorística y crítica del programa de la vanguardia; tiene algo del anticonvencionalismo sarcástico de la patafísica  y del cultivo de las contradicciones del nihilismo dadaista.  Pero tiene, además, un aire americano juvenil y vehemente, es un virtuoso del espontaneísmo y un aristócrata del gesto.  «Careció de principios generales toda su vida y vivió sorprendido: fue un Poeta.»  La vanguardia cotidiana supondría, entonces, este antiprograma vital: «No se encontró jamás: fue admirable y feliz. Su cabeza, demasiado afilada, no pudo refugiarse en la desverguenza de un eclecticismo.» A través de su personaje guiñolesco el libro recorre el escenario literario parisino, citando a los poetas consagrados por la hora, al modo de un paseo literario que hiciera la vanguardia hispánica, con ligera irreverencia, por el museo de la novedad moderna.  

Keemby, como corresponde, es también piloto, y su avión, humeante, cae en otro país, en Pompierlandia, «la tierra donde no ha sucedido nada nunca.» Aquí se hace explícita la filiación patafísica del libro: «A su llegada los habitantes estaban aterrorizados por la aproximación de los ejércitos de Ubu.» Se refiere, claro, a Ubu rey, la saga satírica y grotesca que escribió Alfred Jarry, y que sería también fundamental en la definición artística del anticonformismo elaborada por Julio Cortázar.  La bandera de Pompierlandia, no dice el cronista de las aventuras de la vanguardia utópica, lleva «un naipe, una guitarra, una botella, un arlequín y algunos objetos aún no bautizados.»  Es una bandera, así, de un país en proceso de hacerse, y no en vano corresponde a las imágenes de Picasso.  En esta variación cómica, el país se convierte en una imagen de la Naturaleza, que debe ser civilizada por Picasso.  Por eso, el únicio libro que Keemby escribió se llamó Insultos a nuestra madre naturaleza, con lo que Cardoza convierte en fábula el culto vanguardista a los artificios y lo artificial frente a lo evidente y lo natural.  De estas prosas se deriva un poema, «Epifanía de Mazda,» que lo ilustra todo:

                                   Desnudo mi cuerpo

                                   no proyecta sombra:

                                   arlequín loco soy,

                                   mi corazón,

                                   rombo interior,

                                   danza en mi pecho,

                                   (…)

                                   se fundirá en campanas de canción futura.

Ante la «belleza de las cosas monstruosas» y la «complejidad de las simples,» el poeta encuentra el «encanto inefable de toda excepción.»

La mayor excepción es, ciertamente, el futuro, que canta ya dentro del poeta, como su anuncio: la vanguardia es el ahora del porvenir, y su héroe enuncia, con humor, el juego y el placer de su libertad paradójica.  

«Natividad de nuestro señor el clown,» otro poema-relato en prosa, asume más directamente el discurso literario: creada la máscara de Keemby, hasta aquí novelesca, Cardoza se siente ahora libre para glosar su propia actividad poética en el poema y en su escenario literario parisino. Dramatiza, se diría, la vida cotidiana del sujeto hablante, con el propósito irónico del recorrido elocuente y satírico de pasar revista a las varias actualidades. Ya el primer párrafo es de ese orden: «lira en mano,» muchos batracios declaran su amor por la luna. En cambio, el poeta se declara en su trapecio, encantado «con la gracia suprarrealista y gongorina de mi vida.»  Esta declaración es interesante: revela la conciencia de la hora (la plenitud de la vanguardia, diríamos) donde arte y vida se ceden las formas de la exhuberancia imaginativa, sumando el barroco hispánico a la versión hispánica del surrealismo. En 1925, cuando se escribe el poema, esa autodefinición «suprarrealista» (uno de los nombres del surrealismo en español) es de gozosa actualidad e inmediatez.  Y este es otro de los valores del libro: es una respuesta instantánea al surrealismo pero es también una de sus primeras reapropiaciones de signo hispánico.   No en vano el recorrido  literario, las referencias a Picasso, Lautreamont, asi como las citas directas, se van haciendo reafirmativas en medio del carnaval de las letras donde, por ejemplo, unos poneys llevan mechón de crin en la frente, «parecidos a Barres.»  En otro poema, pasa bajo la ventana José María de Heredia, «gritando al vecindario: Sooo-neee-toooss!» Pero el circo es sobre todo una metáfora favorita del poeta, porque demuestra que «El hombre ha colaborado tanto con Dios.» Por eso, el payaso, el arlequín, son personajes guiñolescos de esta mascarada de la aventura poética haciéndose verdad propia:

                                   Y por matar el tiempo,

                                   vestido de arlequín,

                                   yo me entretengo

                                   jugando con las barbas de los dioses.

           El curioso poema «Biografía de un paisaje» ironiza y alegoriza la relación conflictiva del arte y la naturaleza, que desde la prédica modernista aparece refutada como modelo sentimental y realista.  Se trata, en verdad, del rechazo a la descripción prolija del mundo exterior tanto como de la definición instrumental de la autonomía poética. En ello coincidían el Pound de los años l0, cuando recomendaba al aprendiz de poeta no describir porque el pintor lo haría siempre mejor, y Breton, cuando en el Primer Manifiesto citaba la famosa descripción del cuarto de la usurera en Crimen y castigo, y decía que a esa habitación no quería él entrar. Ilustrado por las aventuras delirantes amorosas y policiales con este personaje estrambótico, Paisaje, y con su amante, la señorita Pintura, el debate concluye en una sustitución plena, cuando la noche es reemplazada por el cine: «El sol, moneda de cobre de l0 céntimos, cae en la hendidura del horizonte, haciendo funcionar, automáticamente, el cinematógrafo de la noche.»  A pesar de algunas imágenes felices, seguramente esta prosa es la más excesiva y menos feliz del libro, pero el poeta sigue valientamente sus propios énfasis, y con energía y convicción expresivas resuelve los impases de su propia estrategia acumulativa. Otras veces, la síntesis de arte, ironía y desenfado, cuajan bien:

                                   Una luna oscila,

                                   la de siempre, la misma,

                                   como Ana Pavlova:

                                   entre cursi y divina.

           Al final, histriónico, el poeta circula por el paisaje literario y artístico entre pistas de circo, estaciones del metro, puentes del Sena, y salas de cine y teatro; esto es, vive París como diseminación del discurso literario, pero no como museo universal sino como celebración de creatividad libre, iconoclasta, y también marginal.  Pensé hacer «una nueva Comedia humana. Después, naturalmente, en vez de componerla, decidí estar en ella de «galán joven,»  escribe, jugando al hacer y actuar, como formas sustitutivas pero equivalentes.  Por eso, estos textos serán «cuentos de energía/ y cuentos de ación,» y de allí la conciencia transitiva, el ritmo vibrante y brillante del cambio, que equivale a la pulsión del deseo pero también a la música interior de un diálogo de simpatías y antipatías con las rutas abiertas y propuestas al sediento joven latinoamericano, que vive todos los roles para ensayar el suyo propio.  Así, su ruta más propia es la más fugaz: «Estoy sobre el presente como sobre un puente/ sobre un puente, como sobre el presente.» Pero aun en esa delgada y breve afirmación de lo propio se levanta el otro paisaje, el imaginario, que reafirma ahora su orden nuevo:

                                   Hacen explosión en mi epidermis

                                   las burbujas de mi mundo íngneo,

                                   virgen,

                                   puro,

                                   franco y bruto,

                                   donde aún no ha aparecido ni la más mínima traza

                                   de mi futuro terreno primitivo,

                                   (¡Oh, geólogos de mi poesía!)

                                   cimiento para mi Torre de Babel y mis diluvios,

                                   y teatro de mi fauna protentosa

                                   y de mi flora sin medida, absurda, única

                                                          y monstruosa.

Este fragmento del último texto del libro es notable por la conciencia lúcida de la propia empresa poética, que aquí se autorefiere a través de su inmediatez (lo que supone su calidad vivencial genuina), de su opción apasionada por el futuro (lo que indica su vocación procesal), y, en fin, del trastrocamiento de los órdenes del habla a nombre de la nueva geografía imaginaria (la geología del porvenir) donde el poeta es una suerte de Orfeo, encantado por su propia fuerza desencadente, transfigurativa. Esta cualidad órfica urbana (irónica porque trabaja no con lo natural sino con el artificio), lo lleva, sin embargo, más allá de la literatura, a la poesía de lo nuevo; allí donde «Lo real y lo irreal, se me confunde: no sé si esto que palpo es un libro o un sueño.  Modificar las densidades: ¡mi alquimia!»  Glosar a Whitman es característico de la mecánica operativa del libro, como es menospreciar «las trompetas de don Victor Hugo;» y, asi mismo, reescribir a Rimbaud y asaltar, revólver en mano, a la Belleza «para apoderarse de un collar de perlas al mismo tiempo que decapitaba sus senos con enormes besos.»  

La biografía imaginaria del poeta vanguardista, la fábula de su aventura urbana, la novela de su desenfado entre los museos de la cultura, y, en fin, el canto de su energía creadora permutativa, tienen en Malstrom un privilegiado instante de su mitología y repertorio. Así, la historia del yo hablante, del sujeto actuante, no es sino el discurso del poema sobre sí mismo, que requiere generar a su héroe humorístico para actuar y sobreactuar sus afirmaciones de juventud, recomienzo y promesa. Escrito con felicidad transformativa y vehemencia cómplice, esta es una de las versiones más libres, menos solemnes, menos cósmicas y más mundanas, del tránsito de la vanguardia del viejo al nuevo mundo.  Es una versión animada por esa transferencia y conversión, como si el cambio de fronteras, de lenguas y de orillas le diera un propósito más íntimo: hacer de lo nuevo una entonación hispanoamericana, de temperatura y timbre propios.

La poesía vanguardista de Cardoza y Aragón tiene mucho en común con las escenas urbanas de aspereza, violencia interior, y antilirismo que caracterizan a la poesía de la época de Oliverio Girondo. Es cierto que Cardoza es más enérgico y exhuberante, y que a veces sus virtudes se tornan excesivas y hasta discursivas. A veces el poema en prosa se le escapa de las manos, mientras que el poema en verso le permite ser más sintético y más ligero a un tiempo. No tiene, claro, el lirismo y la precisión de Carlos Oquendo y Amat en 5 metros de poemas (l927), otro de los grandes libros de la vanguardia hispanoamericana, que sigue el mismo camino que estos libros de Cardoza pero que no deja traza de sus procesos, que sólo entrega el dibujo final de sus hallazgos. De cierto modo, Cardoza estaba dotado para hacer más y mejores cosas con la palabra de la vanguardia, y aunque escribe en la plenitud del movimiento, en su centro vertiginoso, es demasiado joven para poder controlar el discurso que lo habita y excede. Hay, así, algo dramático al leer sus virtudes de poeta verdadero en la dispersión de los caminos que abre.  Hay, también, algo más genuino en ello, que es característico de la nobleza final de su obra poética: no escribe para hacer sólo buenos poemas (es muy capaz de hacerlos y los hace) sino para apresar a su tiempo en la palabra de la subjetividad exacerbada. Su temperamento de poeta de los comienzos, de la poesía haciéndose entre grandes ascensos y caídas, no se está cómodo con el control de las formas dadas, el repertorio de lo consagrado, lo pulido y mesurado. Más bien, su genio, y ya desde estos libros tan juveniles en su optimismo creador, se está más a gusto y se sabe más cierto en el riesgo de lo preformal, en la acción de lo originario, en la materia desanudada.  Poeta de los procesos abiertos más que de las formalizaciones canónicas, Luis Cardoza y Aragón asume la innovación como una forma hacedora de la libertad.

Fuente: [http://www.laestafetadelviento.es/articulos/meditaciones/la-constelacion-poetica-de-luis-cardoza-y-aragon]