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Anahí Barrett

Tenía meses de no verlo, más sí de tener comunicación ocasional con él. Cuando finalmente nos reencontramos, frente a frente, me contó que vendió helados durante 125 días ininterrumpidos. Una decisión que no tuvo que pensar. Era eso o morir de inanición por el desempleo instalado. Una circunstancia construida a partir del posicionamiento mierda de este empresariado obtuso- o más bien dinosáurico, como lo calificaría el grande de Tito Monterroso- que determina el destino de nuestro país. Una cualidad estructural de este sistemita político económico social. Una que se acompasó con la realidad de un contexto surrealista llamado pandemia.

Byron pertenece a ese sustrato social que, si obedecía la consigna “quédate en casa”, estaría hoy bajo siete metros de tierra. Tornado en cadáver. Un cadáver no infectado por la COVID 19. Infectado por la inequidad. Un virus social que nos está aniquilando como sociedad desde la colonización, la cual, disfrazada y felizmente, celebramos, por nuestra carencia de ciudadanía, cada 15 de septiembre. Y además, hinchamos el pecho con orgullo adornando nuestras puertas con patéticas banderitas azul y blanco.

Un oleaje de incomodidad rabiosa, matizado por tonos grisáceos de tristeza, se apoderó de mi organismo cuando sorbía mi segundo tarro de cerveza. Compartíamos un cigarrillo en el frente del restaurante donde me había servido desde hacía más de tres décadas. El mismo lugar donde le habían despedido hacía dos años. Mucho antes del caos, orquestado o no, pandémico. Recién el dueño, Don Augusto, lo había reincorporado. Él nunca supo la razón de su destitución. Y Jamás se le ocurrió preguntar. Mucho menos ladrar y combatir a favor de sus derechos. Uno de tantos chapines que no consideran como opción la lucha contra el régimen social. Quizá por tener casi incorporado a su ADN demasiadas experiencias de luchas ajenas perdidas sin siquiera haber iniciado la batalla. Una actitud de sumisa rendición racionalizada a partir de reconocerse como bocado histórico del opresor hegemónico de este pueblo de la eterna primavera… de GuateÁmala.

Me contó, con el discurso pausado y simple que lo caracteriza, que estaba escribiendo un libro. “Solo contra el mundo”. El título que decidió, borracho, una estrenada madrugada. Y procedió a desnudarse emocionalmente. Pensó, en medio de esta crisis, quitarse la vida. Varias veces consideró esta puerta que se acuartela en ciertas rutas de supervivencia. Luego, sosegado, dijo: “Licenciada, hay que darle tiempo al tiempo. He vivido tantas cosas que creí que la gente tendría que saberlo. La vida debe seguir”.

Al pagar la cuenta y despedirnos con un cálido abrazo, mandando a la mierda el distanciamiento social impuesto, me embargó un profundo y paradójico sentimiento de envidia. Sedienta de acoger para mi sus grandes habilidades para hacerle frente a la existencia y a sus endiablados giros. Contemplé, orgullosa de él y de lo que Byron Estuardo representa, en un plano individual, esa maravillosa cualidad que nos construye como seres resilientes. Evoqué una consigna de mi psicoterapeuta: “La clave no es ser fuertes. Algo fuerte se convierte en añicos al ser estrellado contra un muro. Lo determinante para sobrevivir, en esta vorágine existencial, es ser capaz de desarrollar fortaleza… fortalezas”. No todos lo logramos. Don Byron, a pesar de vivenciarse el solo contra el mundo, lo ha conseguido. ¿Podremos ese resto de nosotros… los que acariciamos el ser en este planeta con muchas más ventajas, privilegios, suerte y bendiciones?

Uno de tantos chapines que no consideran como opción la lucha contra el régimen social. Quizá por tener casi incorporado a su ADN demasiadas experiencias de luchas ajenas perdidas sin siquiera haber iniciado la batalla.

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Anahí Barrett
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