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El pasado 25 de mayo de este año, 2022, falleció en la Ciudad de México uno de los más grandes poetas mexicanos de todos los tiempos, Eduardo Lizalde. Su muerte fue un suceso más en las noticias de ese día, pasó desapercibida para la gran mayoría de personas en la cotidianidad de esta ciudad. Poeta único, sin par en el ambiente poético mexicano. Reproducimos aquí un material lectura de la UNAM con el afán de difundir su obra.

Eduardo Lizalde

Selección y nota introductoria de Luis Ignacio Helguera

Nota introductoria
I. Tradición y personalidad

¿De dónde surge un poeta como Eduardo Lizalde (México, 1929)? Como todo auténtico creador, fundamentalmente de él mismo y sólo de él mismo. Salvador Elizondo —compañero de generación, como Marco Antonio Montes de Oca, de Lizalde y uno de los que han escrito con mayor lucidez sobre su obra—, acerca de El tigre en la casa: «…todo aquí está investido de una violencia y de un sentimiento nihilista que se expresa por imágenes de una atroz belleza que no tienen, ciertamente, paralelo en la historia de nuestra poesía».1 La originalidad de la voz poética de Lizalde —sólo comparable en la poesía mexicana actual, a la de algunos casos más, como Jaime Sabines o Gerardo Deniz— corresponde a la individualidad irreductible de su temperamento, su sensibilidad, su inteligencia, y claro, de su manera personal de asimilar y trascender una formación cultural y vital compleja que va de Dante a Pessoa, de Platón a Wittgenstein, del ajedrez y el dominó a la carpintería, y de la ópera a la vinicultura francesa y las mujeres. (No por casualidad su poesía es tan culta e intelectual como profundamente vital y sensual.) Como lo atestiguan en sus poemas las referencias intratextuales o las citas que van a la cabeza, Lizalde sabe con clara conciencia que la literatura es un diálogo con la tradición literaria universal, un diálogo riguroso sobre los temas de siempre (las palabras y las cosas, el infortunio amoroso, la fatal futilidad de todo lo humano, la muerte individual y de la especie, las miserias morales y los impulsos bajos en general: el rencor y el odio, el placer redentor; en el caso de este poeta), en que se crean las coyunturas estéticas y vivenciales para aportar una intervención original (sea desde el punto de vista del lenguaje o del significado, o sea, del estilo, la forma o del contenido).

¿Para qué entintar las prensas del mundo con un poema que quizá ya ha sido expresado y tal vez de una forma mejor por otros autores? —cuestiona Lizalde—. (…) Ésa es la angustia real del creador que padece profundamente la poesía: la de no producir cosas ociosas. Y eso es lo que a mí me hace escribir cada vez con mayor cautela. Cada vez que reviso mis libros, veo la gran cantidad de paja que hay allí. Éste es el drama estético del creador desde mi punto de vista.2

Y en otra ocasión, declaró:

Lo difícil para producir el libro adecuado al momento artístico que le pertenece, es el enorme material literario que debe ayudar a comprender qué estilo, qué forma, qué actitud artística le corresponde. En otras palabras: el contexto cultural de un libro, su mar de fondo cultural, implica un trabajo más arduo que el de la propia redacción.3

Pero, como ya decíamos antes, un escritor no es sólo sus libros de cabecera, sus lecturas imprescindibles, sus influencias conscientes o inconscientes: es ellas más él mismo, su manera individual de sentirlas, entenderlas y reelaborarlas,4 junto con obsesiones y experiencias vitales propias, que en el caso de Eduardo Lizalde han consumado un estilo y una tesitura poéticos inconfundibles de la literatura hispanoamericana.


II. La palabra y la cosa

El tema filosófico de la relación entre el lenguaje y la realidad, entre las palabras y las cosas, su impregnación recíproca y el abismo que de pronto las desconecta, que preocupó profundamente a Platón en su Cratilo y que desde entonces no ha dejado de interesar a los filósofos y los poetas, es el tema del primer libro que Lizalde reconoce como hijo legítimo en su producción: Cada cosa es Babel (1966). Lo preceden, claro, los textos de su etapa poeticista (1949-1960) —recogidos, unos cuantos y a regañadientes, en su divertida Autobiografía de un fracaso, 1981—, La mala hora (1956), dos plaquettes y el libro de cuentos La cámara (1960), que no deja de tener textos interesantes que preparan ya el camino de una prosa precisa y elegante poco advertida por la crítica, concentrada como está, claro, en la producción poética del autor. La frustrada experimentación poeticista, cuya máquina, escribe Lizalde, fue «trampa mortal de más de un libro y menos de un poeta»,5 no deja de aportarle a este autor, ya desde Cada cosa es Babel, un sentido profundo de la propiedad de la palabra y una claridad y precisión casi cartesianas —ya que no mecánicas— en la manufactura de conceptos poéticos, imágenes y metáforas, en los que la vieja, analítica y mecanicista pretensión poeticista de la univocidad del sentido ha sido superada por la polivalencia semántica deliberada y predirigida. Cada palabra, cada verso tiene como misión la contribución a formar una imagen precisa y transparente pero plural y laberíntica en ocasiones, o, por lo menos, siempre sugestiva: «Mira correr la turba de tus nombres/ en distintos idiomas/ —cada cosa es Babel—,/ como cayendo de un rostro con lengua dividida/ por setenta navajas».

En esto, la poesía de Lizalde parecería concebida para dar cumplimiento a los preceptos imaginistas que Ezra Pound fijó para escribir poemas:

1. Tratar la «cosa» directamente, ya fuese subjetiva u objetiva. 2. Prescindir de toda palabra que no contribuyera a la presentación. 3. En cuanto al ritmo: componer (escribir) siguiendo una secuencia análoga a la frase musical, y no en una secuencia de metrónomo.

Y advierte el viejo Pound: «Vale más presentar una sola imagen en toda una vida que producir obras voluminosas».6

Cada línea de Cada cosa es Babel implica, en efecto, el esfuerzo de forjar una imagen. Gabriel Zaid escribió que este libro versifica pensamientos.7 Esto sería tal vez más cierto de algunos poemas prosaicos de La zorra enferma, en donde —nos pueda gustar o no el resultado— la tentativa parece perfectamente consciente y proscrita por el tono cínico general del libro. Lizalde no es un poeta intelectualizado —basta leer algunos momentos líricos excelsos de El tigre en la casa—, sino un poeta al que la forma y el ritmo le preocupan tanto como incitar, decir algo, empuñar un nudo de significación. Si Babel no funciona siempre ni del todo —según su autor, como Zaid, es un poema frustrado—,8 no deja de representar una tentativa valiente y rigurosa en la línea del poema de gran aliento (Eliot, Valéry, Gorostiza, Paz) y el poeta y crítico Eduardo Milán escribió recientemente que «es uno de los grandes poemas mexicanos» y que

no viene mal, para los exégetas literarios mexicanos que tan encantados están en clasificar los nuevos sonetos del día al día tradicional, una relectura de ese poema crítico, que bien puede servir de lección a la generación que actualmente domina el palco literario.


III. El salto del tigre

Pero es durante los cuatro años siguientes cuando Lizalde afina la garganta, encuentra su voz más propia, personal, y alcanza su completa madurez literaria. En su nueva aventura vital y estética, cambian el lenguaje y el tono poéticos, cambian las cosas y motivos de la poesía y Lizalde consuma su poemario más resonante y definitivo, El tigre en la casa (1970). Como escribió Octavio Paz, «Fue el año de su aparición, en el sentido fuerte de la palabra: la aparición de un poeta verdadero tiene algo de milagroso».10 La violencia contenida en los últimos versos de Cada cosa es Babel, encerrada todavía, sin embargo, en los laberintos del acto de nombrar y el lenguaje, abre fuego directo en El tigre en la casa contra las cosas y de ahí, con fuerza arrasadora, hacia las palabras mismas. Como consecuencia, se produce una profunda transformación en el lenguaje —que es ahora más violento y directo— y el tono —que es más personal, irónico, desencantado, como una falsa confesión didáctica— para corresponder a la crudeza de la experiencia y las imágenes que expresan. La temática sigue siendo metafísica, sólo que la especulación sobre el lenguaje y la realidad natural cede el paso a los entornos oscuros de la realidad humana: el amor y su gemelo antitético el desamor, la muerte, el crimen, la prostitución, el miedo, el odio, el rencor, el nihilismo, la misantropía.

Si tanto Babel como El tigre están concebidos como unidad —uno es un solo poema en cantos, el otro es un poemario intertextual—, la forma poética, empero, también ha cambiado: la disquisición especulativa ha sido abandonada por la «narración». Pero lo que se narra de un poema a otro no es una historia precisa sino las sucesivas turbaciones y tormentos de un hombre desgraciado en el amor y la vida, que dispone únicamente de la lucidez y el humor dolorosos para narrar su drama. No hay argumento alguno, más bien el despliegue de una compleja simbología vivencial y metafísico-poética. La casa podría ser uno mismo encerrado en soledad con sus muebles «nada comunicativo ni locuaces» (metáfora recurrente en Lizalde, excelente carpintero: los muebles pueden simbolizar la madera, la materia nombrada por el poeta, la cosa inanimada a la que él quisiera regresar a veces). El tigre es la muerte, nuestra muerte intransferible. Como Xavier Villaurrutia, en Nostalgia de la muerte, Lizalde crea una atmósfera donde reinan el sueño —la pesadilla— y la muerte, y al fondo de la cual están las concepciones de Rilke o Heidegger. (Compárese «Nocturno en que habla la muerte» de Villaurrutia con «Boleros del resentido» núm. 7 de Lizalde). Pero las situaciones y sensaciones que crea y provoca Lizalde resultan mucho más sórdidas y violentas, y tal vez más intensas y dolorosas, que las de Villaurrutia. Todo El tigre en la casa está recorrido por el gran leitmotiv heideggeriano del ser-para-la-muerte (Sein-zum-Tode), es decir, por la convicción de que la muerte no es la última escala en el viaje de nuestra vida —como la entendemos de manera cotidiana, vulgar y cobarde— sino la posibilidad más radical de nuestra existencia e inherente a ella en todo momento; un tigre que nos acecha y «desgarra por dentro». Y la muerte es «un enorme gato encerrado/ en todo esto», porque esta posibilidad radical, personal, intransferible y oculta cotidianamente, es terrorífica y misteriosa, es lo desconocido que cae sobre nosotros, como en la selva cotidiana la silueta negra y salvaje de un tigre.

El tigre es la muerte, nuestra muerte individual, pero también la muerte del amor. La bella amada, la beldad altiva y majestuosa, la puta inolvidable, la perra impura que nos fascina a pesar nuestro, con y sin la cual no podemos vivir, es nuestra criminal, la tigresa que nos desgarra con su simple y displicente abandono. El tigre es también el amor: «Rey de las fieras,/ jauría de flores carnívoras, ramo de tigres/ era el amor, según recuerdo»; el amor putrefacto, porque todo el amor —es sólo cuestión de tiempo— caduca y se pudre como cualquier trozo excelso de carne: «Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses…».

El amor es, pues, en su sustancia más honda, muerte; el sexo es sólo la pequeña muerte; y el hombre: desgarradura, «soltero, huérfano y desgraciado»,11 «tigrillo» devorado poco a poco por el tigre mayor del amor y la pasión inútiles (Sartre), el infortunio y la muerte.


IV. Sarna cínica y amarga

Creo que los libros de Lizalde que siguen a El tigre en la casa prolongan directrices temáticas y estéticas ya contenidas expresa o potencialmente en este gran libro, como cuando una experiencia fundamental en nuestra vida marca el resto de nuestros días.

En efecto, algunas constantes esenciales de El tigre parecen prefigurar los dos títulos siguientes: La zorra enferma (1974) y Caza mayor (1979). La apelación a los impulsos bajos (el odio, la misantropía que reacciona ante los convencionalismos humanos, la náusea, el rencor y el resentimiento) como forma última, franca, irónica, y casi única, de lucidez en un mundo absurdo y corrupto, es una herencia directa de El tigre a La zorra. Los líquidos de la bilis, la sangre y el esclarecido intelecto se entremezclan con alcohol en un bálsamo que el poeta bebe con humor, con la amargura de la risa dolorosa, sólo para vomitar la miseria ontológica, moral y política de la humanidad y de uno mismo. Las subversiones rabiosas de la escritura conocen su fondo de impotencia o insignificancia, porque sólo logran incrementar los bonos de la pérfida amada o el enemigo atroz.

De la jaula del grave desencanto del tigre brota y escapa una zorra enferma de sarna, cinismo y desparpajo, más artera, astuta y escurridiza, si bien dotada de la misma amarga intemperancia y acidez espiritual. Lo que le da su unidad a este libro de aspecto fragmentario es la intención de crítica moral y política de una época (y/o una humanidad) oscura. La melancolía irónica del apocalipsis por anticipado. La sátira epigramática latina (Horacio, Catulo, Juvenal, Marcial), la burla punzante que no se detiene en los demás sino que muerde por igual al autor (al amo) mismo, como en El tigre en la casa.

Desde el punto de vista del lenguaje y la experimentación poéticos, una novedad: Lizalde no teme extenderle concesión al epigrama o al poema-manifiesto o panfleto ideológico como recurso expresivo más eficaz de su crítica mañosa, antisolemne, cínica, escéptica y nihilista.


V. De cacería

Caza mayor —acaso después de El tigre en la casa el libro más bello y consistente de Lizalde—, pinta, como ha observado el autor, otro tigre, un tigre distinto.12 En efecto, este nuevo tigre es menos el amor que la muerte y ya no sólo la muerte individual sino también la muerte colectiva, la extinción de la especie humana.

Ya un poema de El tigre en la casa, «El cepo», presagiaba el tema de Caza mayor, la trampa tendida para el tigre. Pero mientras en este poema escapa la fiera, en el poema que abre este nuevo poemario, no. Hay ahora la certidumbre apocalíptica —ya desarrollada en La zorra enferma— del fenecimiento de lo más alto y maravilloso (el tigre, el hombre, la inteligencia y la belleza) a manos de lo más insignificante, mediocre y vil (las ratas, las aves de rapiña, los insectos). Lo más sublime (el amor, la belleza, las grandes obras de la vida) perece de la manera más abyecta. La venganza dramática, en el interior de la humanidad misma, de la animalidad sobre la inteligencia.

En las cantinas, donde aparentemente el tiempo no transcurre y todas las citas contraídas en el mundo remojan, y finalmente pierden, su importancia, brinda, de pronto, junto a nosotros, con nosotros, en la barra, un desconocido. Es sólo nuestra propia muerte, que ha trasladado su domicilio de la casa a la cantina. El poemario alterna, con maestría, el promenade bohemio que evoca viejas borracheras con amigos (José Revueltas, Alí Chumacero, Jaime Sabines, Marco Antonio Montes de Oca) en cantinas célebres y familiares donde se botaneaba el verso, con instantáneas magníficas de la extinción colosal del tigre. Queda sólo el regusto de la última copa.


VI. Vino, mujeres y canto

Prosigue el tema de la taberna y lo vincula —si es que alguna vez estuvo desvinculado— con el del amor y el erotismo, el último libro publicado de Lizalde, Tabernarios y eróticos (1988). Celebración de la trascendencia erótica, celebración metafísica de la individualidad irrepetible y revivificante de cada belleza femenina («Socráticos y aberrantes») y, en un sentido más amplio, de ese misterio necesariamente insondable que hay en el fondo —que hace el fondo— de cada persona («Caja negra»).

Los últimos poemas en que ha trabajado, desde hace ya tiempo,13 Eduardo Lizalde, parten del genial Tractatus de Wittgenstein y retoman también problemas filosóficos relacionados —como en Cada cosa es Babel— con el habla humana y el lenguaje poético, y con ese misterio que son los pensamientos y, más aún, las emociones, y su dificilísima comunicación. Promete el autor dos libros más, Bitácora del sedentario14 Manual de flora fantástica15 —encantadores poemas en prosa sembrados de plantas carnívoras que sólo dejan incólume al lector distraído— de los que presentamos algunas muestras en la presente selección, que intenta reunir algunos de los mejores y más representativos poemas de sus diferentes facetas poéticas.

Luis Ignacio Helguera
1 Salvador Elizondo: «Presentación» del disco Eduardo Lizalde, Voz Viva de México, UNAM, 1974, p. 3. Véase también: Elizondo, Salvador, Museo poético, UNAM, 1974, p. 19, y Carlos Monsiváis, Poesía mexicana, tomo II, Promexa, México, 1979, p. XLVI.
2 «Eduardo Lizalde: la Poética Impredecible (Como el Tigre)», entrevista de Eduardo Milán en dos partes, «El Semanario» de Novedades, 2 y 9 de febrero de 1986, 2a., p. 6. Se repite la idea en la entrevista de Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo, «La celebración del tigre», en el Periódico de Poesía, UNAM/UAM, núm. 7, p. 6.
3 «Eduardo Lizalde, la persona del poeta», entrevista de Federico Campbell en Conversaciones con escritores, SEPsetentas/Diana, núm. 28: México, 1972 y 1981, p. 72.
4 Cuando a Martin Heidegger se le preguntó (Towarnicki/Palmier, L’Express): «Se ha tratado a veces de acercarse al desarrollo de su pensamiento a partir de las influencias que ha sufrido, ¿qué piensa al respecto?». Respondió: «He sido influido sobre todo por toda la tradición. Pero este modo de elucidación es típicamente universitario: `Heidegger y Hegel´, `Heidegger y Schelling´… Si se creyera a ciertos comentadores, al tomar a Aristóteles, Husserl, Brentano y combinarlos, se obtendría Ser y tiempo. Es cómico».
5 Eduardo Lizalde, Autobiografía de un fracaso, Martín Casillas editores/INBA, México, 1981, p. 40.
6 Ezra Pound, El arte de la poesía, Joaquín Mortiz, México, 1970 y 1978, pp. 7 y 9.
7 Gabriel Zaid, Leer poesía, Cuadernos de Joaquín Mortiz, México, 1972 y 1976, p. 65.
8 Declaración en la entrevista de Eduardo Milán citada, 1a., p. 2.
9 Eduardo Milán, «Crónica de poesía», Vuelta, núm. 138, mayo, 1988, p. 53.
10 Octavio Paz, México en la obra de Octavio Paz. II. Generaciones y semblanzas: Escritores y letras de México, FCE, México, 1987, p. 175. Paz, curiosamente como Monsiváis (Poesía mexicana, II, p. 423), se equivoca, en el pasaje, con las fechas. Cada cosa es Babel no es de 1960 sino de 1966 —como Poesía en movimiento— y entre Cada cosa es Babel El tigre en la casa no median diez años sino cuatro.
11 Frase tomada de la entrevista de Federico Campbell citada, p. 76. Parte, claro, de esa línea prodigiosa de López Velarde (El minutero, «Obra maestra»), cara a Lizalde, «El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad».
12 En la entrevista ya citada de González Dueñas y Toledo, p. 6.
13 Reproducimos la «Nota introductoria» íntegra de la edición de este volumen de Material de Lectura de 1989. (N. del E.)
14 Publicado en 1993.
15 Publicado por la editorial Cal y Arena en 1997. Recientemente el Fondo de Cultura Económica presentó la segunda edición de una antología del autor bajo el título Nueva memoria del tigre. Poesía (1949-2000) en la colección Letras Mexicanas. (N. del E.)

Cada cosa es Babel (1966)

I
 
Nombra el poeta
con un silencio ante la cosa oscura,
con un grito ante el objeto luminoso.

Pero ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres?
¿Se conoce al gallo por la cresta
guerrera de su nombre, gallo?
¿Dice mi nombre, Eduardo, algo de mí?

Cuando nací ya estaba creado el nombre,
mi nombre,
pero creció conmigo
como un zarzal de letras,
penetró en la sangre
que llenaba apenas el fondo de la copa,
tiburón en playas bajas.
Fue prendiendo sus garfios en mi cuerpo,
se enredó con mis vísceras,
infló un segundo, verde corazón
junto al mío.
El nombre deja marca,
trastorna el laberinto digital,
cicatriza y se abre
su herida terminada en o,
como la piel del lago con la quilla
de la palabra guijarro.

Y nada, pese a todo, dice el nombre de mí.
Tener nombre no es nada, cosa en el vuelo.

Las relaciones de cosas,
los idilios librados entre cosas,
los privadísimos odios
entre la dalia y la silla,
los parentescos de sangre establecidos
entre el felpudo verde y los poemas
de Gonzalo de Berceo,
la sospechosa bastardía
del plumero en la jaula de los leones
¿tienen su nombre?

Cosa desnuda,
transparente a fuerza de proyectar
sin nombre su materia.

Cosa en escape
como el vuelo extremado más veloz que el vuelo
o caza sin alcance.

He aquí la cosa para nombrar, poeta:
nombre del pan que tiembla ante el cuchillo,
del cuadro que en el terremoto
altera el ojo y el pincel,
del crimen y el asado de ternera.
El tigre en la casa (1970)

I. RETRATO HABLADO DE LA FIERA
2. El tigre

Hay un tigre en la casa
que desgarra por dentro al que lo mira.
Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,
y sólo puede herir por dentro,
y es enorme:
más largo y más pesado
que otros gatos gordos
y carniceros pestíferos
de su especie,
y pierde la cabeza con facilidad,
huele la sangre aun a través del vidrio,
percibe el miedo desde la cocina
y a pesar de las puertas más robustas.

Suele crecer de noche:
coloca su cabeza de tiranosaurio
en una cama
y el hocico le cuelga
más allá de las colchas.
Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo,
de muro a muro,
y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo,
como a través de un túnel
de lodo y miel.

No miro nunca la colmena solar,
los renegridos panales del crimen
de sus ojos,
los crisoles de saliva emponzoñada
de sus fauces.

Ni siquiera lo huelo,
para que no me mate.

Pero sé claramente
que hay un inmenso tigre encerrado
en todo esto.

3  
«Lo he leído, pienso, lo imagino;
existió el amor en otro tiempo.»
Será sin valor ni testimonio.
Rubén Bonifaz Nuño  

Recuerdo que el amor era una blanda furia
no expresable en palabras.
Y mismamente recuerdo
que el amor era una fiera lentísima:
mordía con sus colmillos de azúcar
y endulzaba el muñón al desprender el brazo.
Eso sí lo recuerdo.
Rey de las fieras,
jauría de flores carnívoras, ramo de tigres
era el amor, según recuerdo.
Recuerdo bien que los perros
se asustaban de verme,
que se erizaban de amor todas las perras
de sólo otear la aureola, oler el brillo de mi amor
—como si lo estuviera viendo.
Lo recuerdo casi de memoria:
los muebles de madera
florecían al roce de mi mano,
me seguían como falderos
grandes y magros ríos,
y los árboles —aun no siendo frutales—
daban por dentro resentidos frutos amargos.
Recuerdo muy bien todo eso, amada,
ahora que las abejas
se derrumban a mi alrededor
con el buche cargado de excremento.

4
Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;
que se pierda
tanto increíble amor.
Que nada quede, amigos,
de esos mares de amor,
de estas verduras pobres de las eras
que las vacas devoran
lamiendo el otro lado del césped,
lanzando a nuestros pastos
las manadas de hidras y langostas
de sus lenguas calientes.

Como si el verde pasto celestial,
el mismo océano, salado como arenque,
hirvieran.
Que tanto y tanto amor
y tanto vuelo entre unos cuerpos
al abordaje apenas de su lecho, se desplome.

Que una sola munición de estaño luminoso,
una bala pequeña,
un perdigón inocuo para un pato,
derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas
y desgarre el cielo con sus plumas.

Que el oro mismo estalle sin motivo.
Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa
se destroce.

Que tanto y tanto, una vez más, y tanto,
tanto imposible amor inexpresable,
nos vuelva tontos, monos sin sentido.

Que tanto amor queme sus naves
antes de llegar a tierra.

Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,
niños, animales domésticos, señores,
lo que duele.

II. GRANDE ES EL ODIO
2
Y el miedo es una cosa grande como el odio.
El miedo hace existir a la tarántula,
la vuelve cosa digna de respeto,
la embellece en su desgracia,
rasura sus horrores.
Qué sería de la tarántula, pobre,
flor zoológica y triste,
si no pudiera ser ese tremendo
surtidor de miedo,
ese puño cortado
de un simio negro que enloquece de amor.

La tarántula, oh Bécquer,
que vive enamorada
de una tensa magnolia.
Dicen que mata a veces,
que descarga sus iras en conejos dormidos.
Es cierto.
pero muerde y descarga sus tinturas internas
contra otro,
porque no alcanza a morder sus propios
miembros,
y le parece que el cuerpo del que pasa,
el que amaría si lo supiera,
es el suyo.

6
De pronto, se quiere escribir versos
que arranquen trozos de piel
al que los lea.

Se escribe así, rabiosamente,
destrozándose el alma contra el escritorio,
ardiendo de dolor,
raspándose la cara contra los esdrújulos,
asesinando teclas con el puño,
metiéndose pajuelas de cristal entre las uñas.

Uno se pone a odiar como una fiera,
entonces,
y alguien pasa y le dice:
«vente a cenar, tigrillo,
la leche está caliente».

III. LAMENTACIÓN POR UNA PERRA
1. Monelle
También la pobre puta sueña.
La más infame y sucia
y rota y necia y torpe,
hinchada, renga y sorda puta,
sueña.

Pero escuchen esto,
autores,
bardos suicidas
del diecinueve atroz,
del veinte y de sus asesinos:
sólo sabe soñar
al tiempo mismo
de corromperse.

Ésa es la clave.
Ésa es la lección.
He ahí el camino para todos:
soñar y corromperse a una.

3
Muerde la perra
cuando estoy dormido;
rasca, rompe, excava
haciendo de su hocico lanza,
para destruirme.
Pero hallará otra perra dentro
que gime y cava hace veinte años.

5
¡Qué bajos cobres ha de haber
tras esa aurífera corona!

¡Qué llagas verdes
bajo las pulpas húmedas
de su piel de esmeralda!
¡Qué despreciable perra puede ser ésta,
si de veras me ama!

7
Uno creería que terminado este poema,
gastada en el papel tanta azul tinta envenenada
—catarsis y todo eso—,
sería más claro el rostro de las cosas,
compuesto el trote del poeta,
recién bañado el tigre,
vuelto al archivo el orden,
al gato los tejados.

Pero el dolor prosigue contra el texto,
cebándose en las carnes
como el can caduco y ciego,
que desconoce al dueño por la noche,
o bien, el amo alcohólico
que muele a palos a su perra
mientras ella (¡oh tristes!)
lame
la dura sombra que la aplasta.

IV. BOLEROS DEL RESENTIDO
1
Días en que el ocio y la esterilidad
cubren las cosas,
como un polvo finísimo.
Y sobre el polvo,
sobre la superficie de los muebles, agrisada,
dibujamos cabezas,
casas con sus ventanas.
Escribimos la palabra Lola
sobre el polvo;
el nombre Juana.
Sobre el polvo del ocio de los muebles,
como niños deformes,
que apenas pueden controlar el dedo.

7
Hay un lejano olor a muerto en todo el aire.
Alguien se muere aquí,
muy cerca, en el jardín de al lado.
Tal vez aquí, junto al umbral,
más bien adentro de la casa, en el pasillo,
y no, más cerca, en este cuarto donde moríamos
juntos.
No, tampoco.
Más cerca aun, junto a mi cuerpo.
Y no, más cerca.

V. LA FIESTA
 
8. Magna et pulchra conventio
Hoy me produce vómitos
pertenecer a este planeta,
pero entiéndase bien: sólo por hoy,
sólo por esta vez.
No se me tome por contrarrevolucionario.

Sólo por unas horas.
Hay que comprenderlo.
No me importa por hoy
pertenecer al bando oscuro
o claro de los hombres.
De todo hay en la fiesta.
Toda clase de baile se cultiva.

Sólo siento esta vez
unas ganas dulcísimas,
ganas empalagosas
de matar un hombre
—pudiera ser yo mismo—
o una mujer,
por nada, sin motivo,
como un supremo lujo irrealizable.

Ganas terribles
de que nuestras sagradas asambleas
de ranas que barritan
y canguros que graznan
estallen como el vientre
de la chinche golosa.

Pero eso es todo, amada.
Simplemente por hoy,
aunque no constituya precedente,
como un relámpago sucio
contrario a los principios esenciales,
por esta vez, insisto,
sólo por media hora,
vuelvo el estómago,
hago del cuerpo con la boca
de sólo ver un traje o unos poemas
tejidos por los hombres.

VI. LA CIUDAD HA PERDIDO SU BEATRIZ
II
Oh muerte, ¿qué ha de morir de ti,
qué carne dañarás de muerte,
qué has de matar si ella está muerta?

¿Qué cosa ha de ser cosa
tras su muerte?
¿Qué dolor dolerá
si ella no duele?

XII
¿Cómo expulsar del sueño
el sueño tuyo, amada?
¿Cómo cerrar las puertas del sueño,
a toda forma viviente?
¿Cómo estorbar la marcha
del tigre desgarrado,
con parapetos de neblina?
¿Cómo impedir el paso
de estas sólidas fieras
a la juguetería vaga del sueño?
¿Cómo escapar de un tigre
que crece al avanzar cuando lo sueñan
como la mole de nieve en la colina?

La zorra enferma (1975)

I. LA ZORRA
 
Ojo, sectarios

Sordos, odiad este libro.
Eso incrementará mis regalías.


Testamento

(Para Carlos Illescas y
Marco Antonio Montes de Oca.
Borrador de cierta noche aciaba)
 

Yo, François Villon,
francés, poeta,
padre de todos hombres,
patriarca, dios,
hampón y chulo y asesino,
la más dorada escoria de París
y aquí, bajo esta horca,
me rompo y muero y me masturbo
frente a todos
para gloria de Europa.

Poema

Este poema
ha de irritar a alguno.

Pueblo

Si el pueblo leyera este poema,
no entendería jamás
que se trata de un poema.

Opus cero

El poema no empieza.
Concluye aquí.

Para un romántico

Si pierden la razón las flores
cuando tú las miras,
si como en anteriores siglos
se deshojan al tocarlas,
si al tacto mueren,
si no responden claro
cuando las interrogas,
la razón te asiste:
estás enfermo
y el mundo está construido
para tu desgracia.
El mundo tiene exactamente, cruel,
la forma de tu sufrimiento.


Muere esta ínfima criatura  

Miro la agonía de una vieja falena
destruida por el mediodía clarísimo

Salvador Elizondo  

Veo a la falena agonizar
hace cuatro horas,
o cinco.
Lucha. Se rebela contra qué.
Contra un poder que desconoce
al punto de ignorar la palabra «poder» misma
y la existencia
de las demás palabras y conceptos.
Resiste inútilmente.
Las franjas amarillas de sus alas
forman dos medios círculos
¿trazados para terminar en qué otro cuerpo?
La levanto suavemente,
para que beba el aire en que ha vivido.
Logra planear apenas. Cae.
Sus pequeños motores están mudos.
No hay hospitales para mariposas,
ni seguro social para estos pobres seres
creados sólo
para decorar la Tierra.
Nada qué hacer contra lo efímero.
Ninguna cirugía a la mano.

De todos modos,
ella se resiste:
se incorpora, se dispone a volar,
sufre un espasmo,
asciende, resucita
en un impulso romántico.
Pero no,
sólo es el viento:
una ráfaga absurda
levanta por los aires la muerte
de la vieja aviadora.

Gracián agudo

Si breve,
una vez bueno.

II. ¿QUIÉN INVENTÓ ESTE JUEGO?
 

El juego inventa el juego

¿No será mal negocio este que somos
de besos y de piernas y de pieles?
A diario hacemos cuentas y balances,
a diario negociamos
con nuestros cuerpos y con nuestras almas.
Inútilmente, a ciegas, sordos.
Inútilmente. Inútil.

Los dos robamos.
Ambos somos venales.
Nos vigilamos, nos enternecemos.
Yo acaricio el talón de esta mujer,
muy suavemente
—con la yema de la yema de los dedos—
buscando el punto débil,
el talón del talón,
el atajo más corto
al inhollado centro de su vida.
Inútilmente. Inútil.

Y ella me toca a mí y me mira
completo, con sus manos omnímodas.
Busca un hueco en el torso, una fisura
para hundir el brazo
tras tesoros supuestos.
Inútilmente. Inútil.

Tal vez, acaso, a lo mejor, quizá, en el fondo,
dicho de algún modo, en cierta forma, entonces,
no lo sé, es posible:
no nos hemos tocado,
ni nos conocemos
ni hemos estado aquí,
ni importa a nadie lo que nos suceda;
y no somos humanos
ni hemos sentido adentro cosa alguna
—murallones calizos y abstrusos de la costa
que se miran sin ojos y sin verse—
ni somos nadie
ni existimos
ni nada.

No sirve de otro modo

No importa que sea falso:
cuanto tú quieras verme unos minutos
vive conmigo para siempre.

Cuando simplemente quieras
hacer bien el amor
entrégate a mi cuerpo
como si fuera el tuyo
desde el principio.

De otro modo, no sirve:
sería como prostituirse
el uno con el otro;
haríamos de todo esto
un gratuito burdel de dos personas.

Ciudades

Qué extraños somos.
Siempre ciudades defendidas.
Bien defendidas siempre.
Ciudades extranjeras
de habitantes nativos.
Heridas por el cólera antiguo,
las pestes venideras.
Al asalto perpetuo preparados
con el aceite hirviendo en las murallas
o las escalas puestas para el abordaje.

Ciudades desterradas hacia su corazón.
Ciudades con la ciudad por cárcel.

Las torres enemigas, las almenas mordientes.
Páramos de carne.
Ciudades solas,
no conquistadas nunca.

Amor  
para Pilar Orraca  

La regla es ésta:
dar lo absolutamente imprescindible,
obtener lo más,
nunca bajar la guardia,
meter el jab a tiempo,
no ceder,
y no pelear en corto,
no entregarse en ninguna circunstancia
ni cambiar golpes con la ceja herida;
jamás decir «te amo», en serio,
al contrincante.
Es el mejor camino
para ser eternamente desgraciado
y triunfador
sin riesgos aparentes.

Amor

Aman los puercos.
No puede haber más excelente prueba
de que el amor
no es cosa tan extraordinaria.

Lagarto y fe

Conduce el río al caimán.
Es cierto,
pero corriente arriba, sería peor;
conduciría a los dioses
que crearon al caimán.

Infierno a nos

Bajos placeres hay,
padecimientos despreciables.
También para sufrir
es necesario el talento.

¿Alguien lo ha dicho?

Sin la belleza
no existiría el infierno.

III. DE LA FACTURA
 
Industrialización de lo no
industrializable


El señor Bloom, maestro
de las empresas absurdas,
ideó algunas tan bellas
como irrealizables.
No hubo entre ellas mejor
que aquel proyecto
para industrializar
el excremento humano.
Bloom fracasó —era teórico
y no gustaba mucho
de manejar tan bajos materiales.

Pero los productores
del cine y la televisión
y los magnates del cómic lacrimógeno,
para consuelo histórico de Bloom,
llevaron a buen puerto su propósito.

Verso

Uno cava en el verso,
hunde la pluma en él
hasta que corren las primeras gotas
de sangre por la página.

Pero el verso no corre
Se queda ahí, parado.
Nadie lo lee o conoce

Se escucha el ay de imprenta
que multiplica el verso
por mil o cinco mil.

Ya impreso,
la burla es más graciosa:
otras mil veces no será leído.

Caza mayor (1979)

III
 
Ay, luz,
inmenso piélago de pastura amarilla
en que estos ojos pacen,
morirás, augusta madre
de las efímeras hogueras
y luciérnagas puras.
Te extinguirás también, blanca eterna,
al descender el párpado que ocultas,
como el fosforecer irrelevante
del pequeño búho en el bosque.
Y contigo se irán todas las formas
y todos los sonidos
y todas las materias del olfato
y el gusto,
del tacto y de su hermana la ternura.
Esta mujer entonces ya no estará conmigo
y una impune desgracia cubrirá las cosas,
las montañas, los mundos,
en estúpido sueño.
No habrá más tigres ni hombres.
No habrá siquiera asesinos
—que parecían inmortales.
Qué desperdicio, luz, qué desperdicio.

VII
 
El lobo grande ha envejecido. Es ciego.
Come ahora restos miserables,
bazofia desechada
por los más cobardes y mezquinos milanos,
por los cerdos volátiles
y los rapaces rastreros.
Duerme apenas, temeroso de sus enemigos.
Lo hostigan los coyotes
y lo ofenden las liebres carroñeras,
doblemente veloces en la sombra.
Sólo se acerca al bebedero cuando duerme
el caimán.
Come hierba y roe troncos amargos
y vuelve a su agujero lanzando dentelladas
de loco.
Su corazón se ha congelado
pero él sueña en la luz de unos filetes
de venado a la inglesa.
XII
 
El gato grande, el colosal divino, el fulgurante,
el recamado de tersura celeste,
el de los jaspes netos coronado
en malvas, róseos resplandores,
el de lustrosos, vítreos, densos amarillos,
la luciérnaga enorme, ascua sangrienta
que envuelve una tan suave aureola de escarcha,
el glamoroso destructor grabado a fuego,
musas,
apesta:
él mismo, como sabe Sankahala,
es otra selva de chupadoras bestias diminutas
y homicidas.
Si los demás irracionales
—búfalos suntuosos, anillados reptantes,
ínfimos roedores—
supieran dibujar su muerte
ella tendría forma de tigre;
pero si el tigre dibujara, si soñara la suya,
tendría forma de piojo, Jenófanes amigo,
o bien de mosca, Torres, tocayo, azote del
Parnaso.
La multitud de sabandijas
religiosamente numerosas y horrendas que lo
cubren
son visibles en su temeraria cercanía
y a veinte metros, parca de carnaval, él hiede
a hierbas pútridas, a humedad venenosa y
aromática,
como también dice Kailash.
Así, leal, preludia su presencia el mortífero.

XIX
 
Silla, no me engañas,
estás ahí,
me espías.

Conoces mis debilidades
sabes lo que soy,
que pienso, que camino,
pertenezco a un género de bestia
que necesita a ratos
sentarse,
que soy mortal en suma,
estoy tocado,
que los dioses no requieren de sillas.

Silla, tú también cazas,
tú eres también la muerte,
contigo misma me domas
y te parapetas contra mí
como en el circo se hace con caducos
leones.
Pero yo lo sé, vigilo, duermo de pie,
bebo en la barra, estoy alerta.

XXI
 
Muere en su jaula el jaguar niño,
bajo los cultos aires del zoológico,
al cumplir cuatro meses.
Contamos, niños, las edades
a partir de la cuna.
De muy poco nos vale.
Qué filósofo antiguo concibió esa argucia
de mago de plazuela.
La verdadera cuenta, la imposible,
tiene que hacerse hacia atrás,
desde el infarto o la mortaja, el tumor malo
La cuenta regresiva.
¿Soy vivo de quince años, de cinco?
Colgamos de tal cero.
Cumplen años los muertos, nunca los vivos,
hombres o jaguares.

XXV
 
Traduzco de qué idioma y en qué lengua
cuando escribo estas líneas:
son palabras de un tigre
cuyo rugido articulado
llega al oído del poeta
como lengua materna
—¿Keats, azorado, lee a un ángel?
La traducción, bestias, polígrafos, poetas,
de esa habla ignota y ruda es ésta:
«Mato, bebo, canto,
sufro más que mis víctimas.»

Tabernarios y eróticos (1988)


CAJA NEGRA
 
La noche cerraría sobre las almas.
Todos los sueños, toda la sangrienta memoria,
las pasiones más pútridas,
los amores más bellos,
las más altas traiciones,
los estupros más viles,
los delitos incruentos y preciosos
de los amantes perseguidos,
los crímenes también de los impuros, toscos
chacales de la urbe,
los secretos más crueles de la felicidad y del dolor,
los crímenes imaginarios, heroicos, bucaneros,
de los adolescentes incestuosos,
la clave de la guerra entre hermanos,
punto fino, el solapado origen de toda la tragedia,
el ojo mismo para contemplarlos,
están todos ahí, en la caja negra,
nuestro centro invisible y expansivo
que vibra entre la válvula cardiaca
y el florecido sexo al que servimos con suerte desigual.
Pero nunca ha de abrirse.
Todo a su alrededor ha de morir si ella se abre,
agujas, cardos ha de volverse el agua que se bebe
si ese turbio corazón se rompe.
Sobre las almas cerraría la noche
si esa caja se abriera en las entrañas
de una sola criatura del frágil universo,
como si se rompiera el corazón de Dios
—la miel enferma del panal está en la caja.
Freud se traumara con la idea de ese custodio visceral,
ángel interno,
que nos protege como un tumor benigno
de la vasta miseria.

Se han de romper las naves,
ha de astillarse el aire como el vidrio corriente,
pero la caja, no.
Dios puede enloquecer y ha de quebrarse al fin
como un volátil superior,
pero la caja, no.
SOCRÁTICOS Y ABERRANTES
 
¿Cómo sabemos que esta seductora,
esta criatura indescriptible,
es una bella moza de verdad,
un ejemplar genuino de perfecta,
de única hermosura,
si no sabemos qué es lo bello en general?

No es el saber, Hipias gracioso,
el que permite con certeza y hielo
descubrir la carnosa, incierta luz de tal ternura:
un tenso muslo, un pecho que levanta,
una dulce entrepierna,
esta grupa apretada,
el arca de este cuerpo, un rostro que deslumbra.

Es el feliz dolor que ellos producen, sin saberlo,
en fibras, vísceras ocultas,
líquidos de adánica inocencia.
El Universo es hueco, está vacío.
No existen los modelos superiores, Hipias.

Sólo existe esta beldad o aquélla.

BRAVATA DEL JACTANCIOSO
 
No soy bello, pero guardo un instrumento hermoso
Eso aseguran cuatro o cinco ninfas
y náyades arteras —dijera el jerezano—,
que son en la materia valederos testigos
y jueces impolutos.
Dice alguna muy culta y muy viajada
que debería fotografiarse
mi genital ballesta en gran tamaño
y exhibirse en el Metro,
en vez de esos hipócritas anuncios
de trusas sexy para caballeros.
Y agrega que esta lanza de buen garbo
—son palabras de ella—,
de justas proporciones y diseño maestro,
debería esculpirse, alzarse
en una plaza de alta alcurnia,
un obelisco, tal el de Napoleón en la Concordia,
o la columna de Trajano
en aquel foro que rima con su nombre.

Yo no me creo esas flores,
pero recibo emocionado el homenaje
de todas estas niñas deliciosas.
Yo celebro.

PROFILAXIS
 
Los amantes se aman, en la noche, en el día.
Dan a los sexos labios y a los labios sexos.
Chupan, besan y lamen,
cometen con sus cuerpos las indiscreciones
de amoroso rigor,
mojan, lubrican, reconocen, enmielan.

Pero al concluir el asalto,
los dos lavan sus dientes con distintos cepillos.

SOLOS DE GUITARRÓN PARA HOMBRES SOLOS
Envejecemos
sobre todo los domingos

Gómez de la Serna

Se despierta un señor o una señora,
para el caso es lo mismo,
y mira frente a sí el desierto,
este domingo, un domingo cualquiera,
este breñal de instantes, horas erizadas,
un roquedal de muebles y de objetos
nada comunicativos ni locuaces.

El infierno serían, esos domingos,
todos esos grises, sordos, ciegos,
pantanosos domingos,
unidos en un ciclo sin semana,
un círculo, el noveno,
dos años hechos sólo de domingos,
un compacto bloque de invisible pero sólido
tiempo
de soledad perfecta,
una columna vertebral de perros, de espantosos
domingos,
soldados uno a otro como discos de hueso,
sin lunes y sin viernes.


ENTRA EN EL torso el tren, con su silbido,
un espectro anacrónico.
Duele como una flecha, ciega y sin rumbo,
un mal recuerdo.
Poemas de la última época


TORTUGA
Para Enrique David y su mascota

Otro pequeño monstruo
de enternecedora mansedumbre.
Durante meses inmóvil en su escasa pileta
purga alguna condena decretada dos mil siglos atrás
contra voraces parientes del aire y de la tierra.
Mira pasar milenios de su especie
desde el alféizar óseo de su caparazón
—casa, cárcel, camisa y artefacto;
una caja de laúd construida para el silencio
por torturadores enfermos y expeditos.

Me pregunto si bastan para su alimento
esas migajas, ese mísero trozo de lechuga
que le arrojan a veces.
Me pregunto si sufre, sumergida en la eterna,
en la pasmosa mudez que la rodea.
Un puño verdinegro de dolor,
gorda llaga viviente
del más inerme y lento de los seres del mundo.
A lo mejor un alma que agitada transita
por ese corpachón deforme,
un moretón desordenado
por el poderoso, combo silencio de su aullido.

Angustioso misterio.
Una tierna criatura ahí atrapada
como un niño de pecho sordomudo
que un mal desconocido rompe por dentro.
No lo sabemos.
La vieja solitaria, inmóvil e inmortal,
sólo desova, sin razón y a destiempo
—como apercibida para soportar veinte mil años
el cepo que la envuelve—,
grandes huevos estériles,
su único lenguaje,
un simple signo de vida imaginaria,
de mortal consistencia,
de orgánica tarea.

ANALÍTICOS
 
Pudiera ser el amor
—la línea recta—
el camino más corto entre dos cuerpos
sólo en el caso preciso
de que tales cuerpos
fueran fijos puntos
en el proteico espacio
Pero cuerpos y puntos
no tienen casa permanente
ni dirección ni horario
en su universo

6.421*
6.41
6.42

Esta muchacha es buena,
hermoso es aquel templo
y verde este perico.

¿Para quién? Misterios,
nubes de letras,
libérrima neblina de rastreras voces,
hollín de nuestras cerebrales chimeneas.

Y si esto ocurre al ras del agua
y en las aguas más bajas del lenguaje,
augures,
¿qué pasará en las hondas?
¿qué acontece, filósofos, en las aguas
profundas?
¿y en alta mar, sibilas, casandras, pitonisas?
(De Al margen de un tratado)
* Los números que aparecen en estos poemas remiten al Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein.

DILEMA DEL GATO
Es posible el caso de un gato deforme
que haya nacido con cinco colas…

Justus Hartnach

Yo he tenido tres gatos,
todos con cuatro patas y una elegante cola.

Ésa parece a cualquiera
la lógica del mundo.
No existe más: no hay otro género de gatos,
de lógica felina.

Y sólo el necio se preguntaría:
¿por qué no han de tener tres patas y tres colas
mis tres gatos?
¿no sería ésa una composición más lógica del mundo?
¿por qué no ser un gato de cuatro colas
y una pata exclusiva, una garza de colas?
Sólo el sonriente Wittgenstein lo toma en serio
y dice:
el gato tiene su forma,
su naturaleza,
sus propiedades internas,
pero podría haber, digo, podría,
tres gatos de tres patas y tres colas
y nueve gatos
de nueve ojos astutos,
estrábicos de 4 y 5, 9 y 7,
de nueve uñas cortantes / y nueve colas
—como hay látigos.
Podría.
La lógica del mundo es sólo
una ordenadamente hermosa / terquísima visión.

Y yo conozco gente más compleja
que todos esos gatos.

6.12**

Una aberrante tautología del ser.
Sólo a esta inútil criatura,
a esta insensata fiera se le ocurre pensar,
tener su lógica, su diccionario,
su weltanshauung, su ducha,
su cepillo de dientes, sus calzones,
su mundo en pocos términos.
Es bueno este progreso del hombre para el hombre.
Esta cultura humana de la humanidad,
este arte del artista.
Es bueno el hombre por ser hombre.
Debemos resignarnos a la sinrazón:
toda especie preserva la vida de sus vástagos
—o la destruye—
con base en algo siempre, tautológicamente,
huérfano de razón.
Hombre es el hombre.
(De Al margen de un tratado)
** El número que aparece en estos poemas remiten al Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein.


OMELETTE DE SONETOS
A LA GÓNGORA Y A LA RICARDO REIS
 
La rosa corto del jardín primera,
esta rosa feliz que alumbra el año
con su amarillo, con su luz entera,
y sólo es el principio del rebaño.

Un rebaño de rosas que prospera
del primero hasta el último peldaño,
siguiendo el curso azul de la escalera
que al cielo lleva espinas sin más daño.

Vive dos días cortada, estrella rota,
pero raudas gemelas la suceden
con la prisa estelar en que se agota

la rosa superior a la que ceden
flores, hombres, criaturas en derrota,
que toda luz, al marchitar conceden.

La rosa del amor corto primera,
y palpo, beso, desenvuelvo, adoro
sus pétalos de blanca primavera;
y luego, la rehago, vuelvo al oro
lo que era cobre y floración grosera.
La rosa, hoy amarilla, que desfloro,
vuelve a la sangre, calma y desespera
por ser la pulpa que hoy, carnal, devoro.

Mujer la flor se ha vuelto, esplendorosa,
de su metamorfosis sorprendida,
por obra de esa magia poderosa.

Y aunque fue, cuando flor, notable cosa,
era planta, verdura, apenas vida;
y hoy late, canta la perfecta rosa.

(De Bitácora del sedentario (Inédito])

I

Carnívoras rosadas
 
Este encantador género de plantas, hijas de la Aurora, se especializan precisamente en jardines. Tal especia-lidad consiste, para decirlo de una vez, en su costum-bre hipócrita de florecer, como quien no quiere la cosa, en los prados familiares, donde la fauna de los nidos prospera con abundancia enternecedora y apetecible: sólo comen carne sonrosada. Su gusto cruel se agrava con este censurable racismo.
Tienen hojas transparentes —y rosáceas— que llaman a la caricia sobre todo a los niños muy pequeños.
Florecen tarde, generalmente en invierno; y es entonces cuando su condición de lobos vegetales sale a la luz. Si uno acerca la vista al centro de sus flores, tan encendidas como las de Nochebuena —pero eso sí más bellas—, puede alcanzar el tufo lejanísimo de rastro o de matanza, y percibir las gotas de sangre fresca sobre los pistilos, como una baba dulce que juega en estos monstruos el digestivo y sápido papel de la memoria.
(De Manual de flora fantástica (Inédito])

II

Chupaflores areniscas
 
Validas del proceso clorofílico de asimilación de la luz y atenidas al principio de que el hambre y la sed son malos consejeros, estas cactáceas que crecen en las más solitarias zonas de Altar, aunque son aparentemente ciegas y abstemias, han desarrollado el más agudo sentido ocular y distinguen a leguas a los seres vivientes de locomoción desarrollada.
Como ellas no pueden moverse, procuran llamar la atención del viandante con rojos frutos inconsistentes, paridos a la carrera, o borbotones fogosos de flores verdaderamente hechizas que pueden deslumbrar al peregrino sediento incluso en noches de luna llena.
Cuando un hombre se acerca, atraído por tales prometedores jugos (no fuegos) artificiales, la planta envilecida por el vicio vampírico de su soledad, no pierde la oportunidad de clavar un dardo al sediento cuando se encuentra a tiro de espina. Cada púa de esos nervudos tallos de la chupaflores es en realidad como la punta de una jeringa hipodérmica, hueca y adoctrinada para herir y succionar con rapidez la sangre del que se aproxima a devorar el fruto ilusorio.
El viajero inocente come el fruto y sufre el espejismo de su rehidratación momentánea. Un golpe de reconfortante avidez inflama cerebro, pero es sólo la reacción que padece al perder varios litros de su sangre, y se aleja ebrio hacia el fondo del desierto, con medio tanque de menos en las arterias, para morir cerca de ahí, lleno de amor por las cactáceas que son la última esperanza del sediento y el horror de los camellos —curtidas cactáceas animales— que miran a las chupaflores con fundada sospecha.

Fuente original de este escrito: [Eduardo Lizalde (unam.mx)]

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