Carlos López
El poema, dado que efectivamente es una forma de aparición de
la lengua, y por tanto de esencia dialógica, puede ser una botella
al mar, abandonada a la creencia —no siempre muy esperanzada,
por cierto— de que algún día y en alguna parte, pueda ser recogida
en una playa, en la playa del corazón tal vez.
Los poemas, en este sentido, también están en camino: se dirigen a algo.
Paul Celan
A mediados de los 90 del siglo XX, Juan Carlos Medina, el Grupo Proyección Calpulli, Pulquería la Mangana y la Delegación Tláhuac nos invitaban a don Carlos Illescas, a Mario René Matute, a Julio Palencia (y otros que no recuerdo) a diversas actividades en la explanada delegacional que no tenían comparación con las tardeadas sabatinas que se hacían en el patio trasero de tierra de la Mangana, debajo de un árbol frondoso, donde colocaban sobre una mesa larga grandes barriles vitroleros llenos de pulque y preparaban al momento los más inimaginables curados; a nosotros nos servían unos de tuna roja, porque según el que nos los traía, eran los que tomaba Moctezuma II Xocoyotzin, huey tlatoani de México-Tenochtitlan, según recuerda Julio Palencia. Al lado del pulque estaba el anafre donde hacían quesadillas de huitlacoche, flor de calabaza, hongos, menos de queso.
Entre esos colores, olores, sabores, y varios oyentes y lectores que abandonaban el local alargado de la pulquería más antigua del entonces Distrito Federal para participar de la poesía bajo el árbol pasamos varias tardes con la incomparable compañía de uno de los mejores poetas de Guatemala. Illescas —como se le conocía y sigue nombrando— tenía un verbo prodigioso, encantador. Su grandeza la demostraba en actos sencillos donde no pedía trato preferencial digno de su altura, menos retribución económica. Siempre que le decía que había invitación para ir a la Mangana contestaba que sí alegre, sin preguntar nada. Ese modo de ser de don Carlos era genuino, el de un poeta.
En 1994-1996, Alejandro Ordorica —que era opositor al gobierno federal— fue delegado político de Tláhuac. Antes de que nos invitaran a las memorables lecturas poéticas en esa parte de la provincia de la mayor urbe del mundo, Alejandro convidaba a don Carlos a celebrar en su casa el Grito de Independencia y el poeta me pedía que lo acompañara; eran veladas donde su voz calmada centraba la plática alrededor de la mesa.
Para ir a Tláhuac había que prepararse como para ir a una excursión. Eran horas de desesperación sobre la única calle estrecha que había para llegar al centro de nuestro destino que no eran aburridas por el ingenio que siempre destellaba Illescas; a cada rato hacía alguna broma o contaba anécdotas sobre el lenguaje: albures, calambures, historias de escritores; su papel de maestro no se reducía a una mesa redonda o de cualquier geometría; conocía a los clásicos tan bien que dialogaba con ellos. Entre otros conocimientos, su dominio de la filología, de las historias de las palabras nos embelesaban y nos distraían del tedio del paisaje gris; su palabra era florida.
Illescas abrevó en las culturas latina y griega y era experto en el Siglo de Oro español, pero a la hora de estar frente a los oyentes de la Mangana era uno más. Leía con entusiasmo y una cadencia que todos apreciaban. El respeto por la poesía que ahí se sentía no era interrumpido por nadie. Se suspendía la rayuela (un juego donde no se apostaba dinero sino pulque y los concursantes, desde una distancia convenida, lanzaban una moneda para tratar de introducirla en el orificio de un cuadrado de madera) y sin obligar a nadie se hacía silencio para escuchar los versos.
La Mangana era el expendio más antiguo de la Ciudad de México. Ahora en el local que ocupaba el frente de la pulquería hay una venta de teléfonos celulares, que casi no existían en ese entonces. Don Carlos murió el 22 de junio de 1998.
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