Carlos López
Cervantes es el escritor que deveras me cae bien.
No digo que lo venero porque no soy licenciado.
Augusto Monterroso
Dice Juan Villoro, alumno de Augusto Monterroso, que Viaje al centro de la fábula es un doctorado en literatura y tiene razón. Tito ejerció el magisterio sin título, como lo hicieron los grandes.
Los grados académicos de doctor que le otorgaron las universidades fueron honorarios. No necesitó el título de maestro para serlo, para escribir textos magistrales. Con Monterroso no se deja uno de cultivar ni de sorprender. Sus textos no sólo cautivan porque nos hacen reflexionar y nos incitan a la duda, a ver las cosas normales de otro modo, sino porque nos hacen disfrutar; la lectura de cualquiera de sus ocho libros es de gozo y aprendizaje constantes.
Mago de la palabra precisa, con su estilo metaliterario parecería que los destinatarios de las letras de Monterroso tendrían que ser especialistas en letras; no sólo no escribió para elites de lectores, críticos o académicos, sino que algunos de sus textos aparecen en libros de escuelas primarias, que era uno de sueños más caros.
Cuando Monterroso pidió trabajo como tallerista en la Universidad Nacional Autónoma de México, aceptaron que impartiera un curso intersemestral sobre Don Quijote y Cervantes y un taller libre de cuento. No le podían asignar alguna materia dentro de un semestre regular porque el reglamento de la UNAM no lo permite sin contar con un título universitario. Tito se quejaba de sus clases, porque le quitaban tiempo a sus horas de escritura, pues no sólo eran las horas que pasaba frente a los alumnos sino las que invertía en la preparación de sus clases y las que se tardaba en recuperarse de la emoción de hablar en público. Renunció a estos talleres porque había mucha informalidad en la asistencia. Entonces solicitó ingresar al Instituto Nacional de Bellas Artes, con una condición: que el número de asistentes se limitara a tres y que ingresaran por concurso. Le asignaron la Capilla Alfonsina, que era la biblioteca de Alfonso Reyes. Ahí tenía la ventaja de que, si necesitaba apoyarse en algún autor, lo tenía a la mano. Estar en sus clases era un privilegio renacentista y un premio. El experimento no duró muchos años, pues el INBA lo consideró elitista.
Juan Villoro describe al maestro: «Creo que la principal característica de Monterroso como maestro era el sentido del rigor. […] Era extraordinariamente severo. Nunca pensaba en hacerse el simpático y caerles bien a sus alumnos, sino en demostrarles los infinitos errores que tenían. No era un maestro que te estuviera apoyando y que te dijera: “Mira, tú tienes posibilidades, vas a salir adelante, esto está bien, síguete por aquí”. Para nada. Era muy contundente para los infinitos errores que teníamos. […] Tenía una gran devoción por los detalles, incluso los que involucran los defectos».
Graciela Carminatti le preguntó a Tito en 1980 qué preparación tenían los asistentes a sus talleres. «La mayoría están mal preparados; pero todos estamos mal preparados. Lo importante es saberlo, adquirir conciencia de eso. No se necesita mucha “preparación” para escribir un cuento; pero sí alguna para saber si ese cuento está bien o mal. En otras palabras: no se puede enseñar a escribir; pero sí a leer, a leer a los demás, en los demás y en uno mismo. Muchos asistentes creen que saben y es muy difícil hacer algo con ellos. Se molestan. Se ofenden. Sin embargo, a veces los más ignorantes se vuelven famosos más pronto», respondió.
¿Se toca la política?
En el sentido en que todo tiene que ver con la política, sí; pero aquí la mayoría están más preocupados en relatar sus sueños o fantasías que en retratar o criticar la realidad externa. A veces es necesario recordarles que el mundo existe, que los demás existen.
¿Qué pides a tus alumnos?
Que lo que hagan esté bien hecho, y sea bello. Qué es estar bien hecho y ser bello ya es otro asunto, y en eso consiste nuestro principal trabajo, en la formación del gusto, para poder autocriticarse.
¿Se examinan nuestras literaturas?
Sí; pero sólo cuando coinciden con ciertos valores de la literatura universal, no como programa. Vemos la literatura como un hecho universal. Si alguna vez nos referimos a autores latinoamericanos es cuando éstos se relacionan con lo mejor de cualquier parte del mundo. Si una página está bien, lo mismo da que sea francesa, finlandesa o guatemalteca.
¿Existe una nueva narrativa?
Evidentemente sí, pero hay que saber por qué es nueva, cuáles son sus alcances, en qué se diferencia de la vieja. Algunos no saben en qué consiste que sea nueva porque no conocen la inmediatamente anterior ni la antigua. Hay una manera contemporánea de narrar, de decir las cosas, absolutamente diferente de la que usaron nuestros abuelos, ignorantes de Freud, de la televisión, de Joyce, de las dos guerras mundiales, de la barbarie norteamericana en Vietnam. También esto hay que recordarlo en los talleres. Algunos aspirantes a narradores no se han dado cuenta de que viven ya en otro mundo y siguen contando sus respuestas a la vida como se hacía en el siglo xix. Aunque la buena literatura es siempre la misma y dice siempre lo mismo cuando refleja la situación íntima del individuo (para el cual fue igualmente horrible morir en Lepanto que en Verdún), tengo la impresión de que hay algo que sí cambia, y de que una vez en el papel, de un siglo a otro, las lágrimas de Espronceda no pueden ser las mismas que las de Vallejo».
En dicha conversación, sin proponérselo, Tito nos da dos lecciones: «En un suplemento dominical —afirma— un crítico mexicano, refiriéndose a Lo demás es silencio escribió textualmente: “Además, eso de inventar personajes falsos está ya muy choteadísimo”. En una frase de diez palabras este crítico comete dos disparates, uno de lógica y otro gramatical; pues si han de ser inventados, los personajes tienen que ser falsos, y en cuanto a la expresión “muy choteadísimo”, hasta un niño de primaria sabe que ningún superlativo admite el muy».
Monterroso no dejó escuela. Transgresor no sólo de géneros literarios sino de formas, ejerció como maestro sin título. Pero la simiente que echó formó a cientos de buenos escritores que aprendieron los fundamentos de la pulcritud, la elegancia, la calidad, la belleza expresiva y no cayeron en la imitación, pues la originalidad del estilo monterroseano no lo permite. Cualquiera que lo copie caería en evidencia de inmediato. Enseñó a no mostrar las costuras de la escritura y a ser naturales aun a costa de sacrificar la perfección.
A Monterroso se le nota la maestría en cada línea de sus incomparables escritos, que se convirtieron en clásicos desde que él vivía. Sus millones de lectores se multiplican y no se aburren de leerlo. En cada nueva lectura renuevan su admiración por este maestro que no sólo ejerció este oficio en las aulas sino, sobre todo, en sus libros.
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